Mi primera imagen del horror de la
guerra, del miedo a morir con el pecho atravesado por una bala, del abismo de inconsolable
pesar al que se asoma quien tiene ante sí un pelotón de fusilamiento,
constatación también de lo fácil y rápido que resulta segar una vida, fue «El 3
de mayo en Madrid», el cuadro con el que Francisco de Goya refleja la
inmisericorde masacre perpetrada por las tropas napoleónicas contra el pueblo
madrileño ese día de 1808.
El
desgarro desesperado del personaje central, un descamisado, encarnación del
anónimo héroe popular, con los brazos abiertos hacia el cielo y un estigma en
la palma de su mano derecha, un Cristo de los nuevos tiempos románticos, la
sobrecogedora angustia con que se va de este mundo, gritando quizá una consigna
contra el invasor, invocando quizá la libertad, desgarradamente resignado; más
el pánico de los que esperan turno, encogidos, pegados unos a otros, temblando,
mordiéndose los dedos, rezando, tapándose los ojos, aterrados; más los muertos,
amontonados unos sobre otros, y los regueros de sangre empapando la tierra; más
el pavor del ciego pelotón de soldados sin rostro que apuntan y disparan a dos
metros escasos de los condenados: el reino del terror en todo su lamentable
poderío.
Las
dos siguientes imágenes fueron tomadas durante la guerra de Vietnam. Ambas
acapararon titulares en televisiones, radios y periódicos de todo el mundo. Ambas
presentaban la cara más despiadada del ser humano, la barbarie sinsentido, el
salvajismo sanguinario que provoca esa demencia colectiva que es una guerra. La
secuencia de la primera es como sigue: un grupo de soldados lleva esposado y
escoltado por una calle de Saigón a un vietcong —un hombre joven, delgado, descalzo,
con pantalón corto de color negro y camisa de cuadros, que camina serio,
reconcentrado, invocando quizá a sus dioses orientales, o pensando en los
suyos, o aterrorizado por el presagio de su muerte inminente, o agarrándose
quizá a una remota esperanza de seguir con vida—, el grupo se detiene en mitad
de la calle, un militar, el general Nguyễn
Ngọc Loan, indica a los soldados con un gesto del brazo que se aparten y
mientras da dos pasos para situarse al lado derecho del prisionero, ha sacado
una pistola de la funda que lleva en la cintura; al prisionero le ha dado
tiempo a ver el arma en la mano del general y elevarla hacia su cabeza. Ese es
el momento que capta la fotografía que circuló por todo el mundo: el revólver a
una cuarta de la sien del prisionero, justo antes de que salga la bala que le
atravesará la cabeza. Espeluznante.
La
segunda fotografía está tomada el 8 de junio de 1972: unos niños huyen
aterrados de un bombardeo en las afueras de Saigón. Corren despavoridos delante
de unos soldados. Los cinco van descalzos. A la izquierda, en primer término, corre
un niño con el cuerpo como agarrotado y las manos cerradas en puño, signo
evidente del atenazamiento provocado por el pánico, una estremecedora mueca de
máscara griega su rostro; detrás de él, el más rezagado, el más pequeño, mira el
horror que hay detrás de ellos, una espesa cortina de humo producido por el
devastador bombardeo con napalm; a la derecha, una niña de nueve o diez años lleva
de la mano a otro más pequeño que ella, quizá su hermano; la protagonista, en
el centro de la imagen, es la niña que corre despavorida, completamente
desnuda, quemados su cuerpo y sus brazos por el gel de gasolina. No se puede
sentir más dolor ni más pánico al mismo tiempo que el que sienten estos niños
que huyen del napalm americano.
La
última fotografía que traigo es también suficientemente conocida. Al escenario le
falta concreción: al fondo, unas nubecillas alargadas por la derecha, un suave
perfil de cerros, no de altas sierras, y en primer plano un terreno en leve pendiente
como de mies segada o de barbecho en verano. La imagen, en blanco y negro,
carece de nitidez, de limpieza de enfoque, no está movida, pero muy cerca le
anda. No es foto de estudio, sino instantánea. En primer término, en la
izquierda, muy cerca de donde estaba el fotógrafo, un hombre en el momento de
caer al suelo, como si viniera corriendo cerro abajo y un disparo de frente —¿o
desde su espalda?— lo hubiera alcanzado en su carrera. El hombre está detenido
a media caída, solo sus pies, con alpargatas de loneta negra y esparto, tocan
tierra. El brazo derecho se abre hacia ese lado en toda su extensión y la mano
ha soltado ya el fusil que portaba. En su abatimiento, ligeramente caída hacia
la izquierda su cabeza, el hombre parece ofrecer el pecho al horizonte abierto
frente a él. Viste ropas claras: camisa blanca con las mangas remangadas por
encima del codo, pantalón de tono algo más oscuro (¿caqui?), correajes y
cartucheras negras, faltriquera de tela para la documentación, gorro de
imprecisa forma y factura. El rostro ofrece facciones imprecisas: cejas
espesas, piel muy tostada por el sol. Es la famosa «Muerte de un miliciano». No
entraré aquí en si la instantánea fue tomada por el húngaro Endre Ernő
Friedmann o por su novia alemana Gerta Pohorylle, conocida también como Gerda
Taro, fotógrafos los dos, que en el París de los primeros años 30, para cobrar
más dinero por sus trabajos, se inventaron la figura de un fotógrafo estadounidense,
Robert Capa, de quien se presentaban como ayudante y secretaria; si la imagen recoge
un hecho real o es un “posado”, si está tomada en Cerro Muriano o en Espejo, si
el protagonista es o no el miliciano anarquista de Alcoy, Federico Borrel
García, si está tomada a las nueve de la mañana o a las cinco de la tarde.
La imagen del miliciano abatido es
representación de la España derrotada por el fascismo, de una España popular y anónima
que empuñó las armas para defender a la República, a los políticos e
intelectuales que habían hecho florecer la posibilidad de vivir un país más
justo, con menos pobreza, con más educación, menos sombrío, más feliz. Sin ser
una imagen tremebunda, la imagen dramatiza el cainismo de aquella España del
36. La muerte de ese miliciano es la muerte de una esperanza colectiva, de una
España que además de vencida en la guerra fue perseguida, encarcelada y
fusilada en la posguerra, u obligada al exilio.
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