sábado, 13 de julio de 2019

Una onza de plomo


Como tarea de verano, este año me he propuesto escanear todos los recortes de prensa que tengo encarpetados en mi cómoda Mondrian. Relacionados por lo general con la literatura y con el idioma español —los hay también de música, de pintura, de filosofía, de viajes—, los recortes suelen estar pegados en folios reciclados, impresos por una cara, y clasificados por nacionalidades (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Irlanda, Portugal…) o por el asunto: aforismos, teoría de la novela, el oficio de escribir, la guerra civil, la educación, la lectura…
Siento una aflicción muy cercana a la tristeza y a la melancolía por deshacerme de estos recortes que me han acompañado desde hace más de cuarenta años, y que me han servido para aprender y para preparar mis clases de Lengua y de Literatura, pero el sentido práctico se impone y en mi biblioteca no caben más papeles. Por otra parte —me digo esto como consuelo—, sé que no estoy condenando al contenedor azul incunables ni documentos remotamente parecidos, solo artículos, reportajes y noticias que cualquiera puede encontrar en las hemerotecas.
Entre otros recortes, esta tarde le ha tocado la digitalización a un artículo del periodista y crítico literario Jacinto Antón, aparecido en El País el domingo 18 de julio de 1999, titulado «¡Bang!: pistoleros de tercera, ventas de primera», sobre las novelas del Oeste de los años 60. Qué gozada releerlo y recordar: Marcial Lafuente Estefanía, Keith Luger, Silver Kane, Meadow Castle…
He volado a mis 15 años, a mis 16. Al piso de la calle Altillo en el Campo de la Verdad. Al verano. A una manta extendida en el suelo. A la penumbra. Al silencio tórrido, al infierno de Córdoba en la hora de la siesta.
Habríais visto allí, en el portal número 9, primera planta, último piso de la galería izquierda, tumbado en una manta en el pasillo de la entrada, oyendo, sintiendo, el traqueteo de las máquinas de la Tipografía Católica, que arrancaban a las cinco de la tarde, a un muchacho con una novela de Marcial Lafuente, y luego con otra, quizá de Silver Kane. Algunas tardes eran tres. Esperando la hora de una ducha con agua fría, la merienda, y salir pitando en busca de los amigos.
No sé cuántas novelas del Oeste pude leer en esos dos años. Cientos. Las novelas las pagaba mi padre. Digo que las pagaba porque muchas veces no las podía leer a mi ritmo, y aunque no le diera tiempo a leer las que yo sí, había siempre reserva para él. Yo era el encargado de cambiarlas en el quiosco de Manolita: siempre había un tira y afloja con ella, porque la mujer miraba por su negocio y le sacaba más dinero al venderlas nuevas que al cambiarlas. Le buscaba defectos y mal uso a las que llevabas para cambiar, y unas veces consentía ella y otras consentías tú.
Era aquel un curioso circuito de lectura. Comprabas una novela nueva, supongamos que por seis pesetas. Cuando la leías e ibas al quiosco a cambiarla por otra ya perdía valor. No recuerdo ahora los precios de mercado, pero esa cantidad iba disminuyendo según el estado del ejemplar. Hasta que la novelilla había pasado por tantas manos que ya era imposible el trueque, salía de circulación y tenías que tirarla a la basura y comprar otra nueva.
Todo era previsible en esas novelas. Respondían al estereotipo en todos los aspectos, directas al bulto: un tipo duro que cabalga solitario, noches en la pradera con un café que perfora el estómago, unos forajidos abusones, una chica desvalida y enamoradiza, un personaje “terco como una mula tejana”, un desafío a muerte y una onza de plomo en el entrecejo del malvado.
Y aquellas portadas de colores.




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