Las lenguas, salvo que ya estén
muertas, son organismos vivos —como las personas, como los árboles—, en
constante, darwinista, adaptación al medio: incorporan reglas, palabras y
expresiones nuevas conforme avanzan los tiempos, y relegan otras por obsoletas.
Lo peor que puede ocurrirle a una lengua —a una persona, a un árbol— es la
anquilosis, el inmovilismo, convertirse en un organismo regido por un conjunto
de rígidas normas, con un corpus léxico también cerrado, en que se juzga la
expresión de los hablantes según se atenga o no a ese reglamento antinatural. No
es el caso del español de nuestros días, que goza de buena salud.
*
Imperialismo lingüístico: el
inglés se cuela a diario en cualquier situación comunicativa, desde el supermercado
a los noticiarios de radio y televisión, pasando por conversaciones en la
terraza de un bar, diálogos entre adolescentes, videojuegos o mensajes de
guasap. No hay que cerrar el paso a los préstamos lingüísticos, no hay que ser talibanes del español —por tirar de un
préstamo persa—, integristas de la pureza del idioma. Eso es ir contra los
tiempos, contra la Historia, que marcha hoy por el camino de lo anglófilo, de
la mezcolanza y el intercambio de culturas.
Pero el ciclo hegemónico del
inglés pasará, igual que ocurrió con el español, que se hablaba en las principales cortes europeas del
Renacimiento y con el francés de la nobleza rusa en el XVIII. Es el panta rei, el «todo pasa», el flujo
heraclitano del devenir.
*
Una lengua solo cumple su función
—comunicar— cuando el usuario tiene a su disposición y usa en sus
comunicaciones diarias un repertorio que le permite nombrar todo cuanto tiene
dentro de sí y cuanto hay fuera de él. Cuanto más se nos quede dentro sin poder
decir, porque la lengua no dispone de esas palabras, o sin saber decirlo, porque
desconocemos las palabras adecuadas, peor: menos habremos dicho de nosotros y
más infelices nos sentiremos.
Conocedores de los mecanismos internos
de la lengua, poseedores de un vocabulario en constante crecimiento, capaces de
expresar nuestros sentimientos, de perfilar con precisión nuestras emociones y
estados de ánimo, de comunicar lo que pensamos sobre nosotros mismos o sobre
los otros, de etiquetar con el aguijón acertado la catadura de tal político, el
carácter de una vecina o la opinión sobre un profesional que nos ha atendido, así
serían para mí los hablantes ideales en una sociedad bienhablada, en una república
ideal, no la de Platón, que echó de ella a los poetas por mentirosos, por decir
las verdades en metáfora.
*
Uno de los procedimientos que
tiene nuestro idioma para enriquecer el léxico es la revitalización, o sea, el
darle nueva vida a una palabra que ya no se usa, asignándole un matiz
significativo nuevo. Sí, reciclaje de palabras. Un ejemplo clásico es la
revitalización del arabismo «azafata», que in
illo tempore designaba a la criada de la reina que “servía los vestidos y alhajas que se había
de poner y los recogía [en un azafate]
cuando se los quitaba”, y que hoy aplicamos a las personas que ayudan a los
pasajeros de un avión, o de otro transporte público, y a quienes atienden a los participantes en
conferencias, congresos y convenciones.
Ese procedimiento es el utilizado
con la palabra «chacoloteo», que encontré en el primer tomo de La vuelta al mundo de un novelista, de
Vicente Blasco Ibáñez. En la página 116 leemos: “Mi camarote, mudo hasta ahora,
cobija en cada rincón blanco un duende que se divierte haciendo chacolotear
maderas y hierros, con una estridencia que me enerva y corta mi sueño”. Por el
contexto, es fácil entender que estamos ante un ruido producido por el
entrechocar de las maderas y los hierros, pero la palabra es nueva y acudo al
diccionario. Y me maravilla la especialización del término: “chacolotear: dicho de la herradura,
hacer ruido por estar floja o faltarle clavos”. En el significado original de
esta palabra, que es una creación imitativa, onomatopéyica, está esa limitación
exclusiva al ruido de la herradura cuando está suelta. Qué finura y agudeza la
del castellano. Cuando la toma el novelista valenciano, le añade un matiz, una
acepción más: el golpeteo de madera con hierro. Y cuando utiliza la palabra por
segunda vez, la aportación significativa es curiosa, sorprendente, exótica.
Pasea el novelista por las calles del centro de Tokio y se asombra del rítmico
ruido que producen al andar los chanclos de madera de los japoneses: “En las aceras
de asfalto el paso de los transeúntes sostiene un continuo chacoloteo. Por encima del estrépito de los vehículos y los gritos
de la muchedumbre resuena como un acompañamiento incesante, sirviendo de fondo
a los demás ruidos, el chap-chap de miles y miles de pies, que al moverse
levantan con los dedos su calzado de madera y vuelven a dejarlo caer” (228)”.
En esta segunda cita, ha crecido
la semántica del vocablo, se ha ampliado a cualquier golpeteo sostenido, como
el que produce, por ejemplo, mientras escribo, la barra metálica del estor,
movido suavemente por la brisa, al percutir con el marco metálico de la ventana.
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