Páginas atrás, un anónimo dejó un comentario en el que me aconsejaba que dejara de escribir y me pusiera a trabajar en un banco.
Debe de tratarse, me dije en primera instancia, de un pope de la literatura, de alguien acostumbrado a que su palabra vaya a misa y siente cátedra y condicione y oriente y decida el quehacer de los escritores de este país; un sumo sacerdote de la crítica, un infalible papa cuyo juicio y sentencia dictamina quién vale y quién no en esto de la escritura. Pero no creo –deduje- que la cosa vaya por ahí: qué hace una vaca sagrada del negocio editorial, un áulico consejero, un ojeador de primera división, visitando –me pregunté- estas páginas de un escritor rural, que sólo es conocido en su casa y por unos cuantos amigos. No puede ser, concluí.
Se tratará entonces, divagué, de un lector empedernido y sensible, de un enamorado de la literatura, que no ha encontrado en mis escritos la grandeza de Cervantes, de Tolstoi o de Baudelaire. Y qué esperaba.
Podía haber seguido especulando, incluso haberle respondido de inmediato con el fin de sacarle o sonsacarle quién era y por qué me aconsejaba ingresar en el gremio de los bancarios, pero decidí no darle más vueltas al comentario: el mundo de la literatura no es distinto al de la música, la pintura o la albañilería: gustos, para todo. Y para todos. Así que no haré ni una cosa ni la otra: seguiré escribiendo y dando clases, como vengo haciendo desde hace más de veinticinco años.
Y valgan de coda –que no de coña- estos versos de Eugenio de Andrade, que tengo presentes en mi vida desde la primera vez que los leí:
NA ESTRADA DE SAN LORENZO DEL ESCORIAL
Pela estrada de S. Lourenço,
a caminho de Madrid,
a tua boca tão perto da minha
que podía seguir
o minucioso trabalho do crepúsculo,
eu falava-te das pequenas praças de Lagos,
dos muros brancos de Cacela,
porque sou um homem que não abdica da luz,
que não abdica, que não
abdica.
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