jueves, 29 de junio de 2023

Más claro que el agua


En marzo de 1967, cuando llegué por primera vez a Pozoblanco, enseguida me llamó la atención ver a la gente - mujeres, niños y niñas, hombres, adolescentes- con unos carritos donde cabían dos, cuatro y hasta seis cántaros de agua potable de la que se abastecían en los llamados tubos. Nunca había visto esos transportes. En la ciudad, en Córdoba, la mayoría de las casas tenían la instalación de agua, y por supuesto todos los pisos nuevos. Quizá quedaran algunas casas sin agua corriente, pero no en el Campo de la Verdad, en la barriada Fray Albino. En el piso de mis abuelos en el número 9 de la calle Altillo había visto, y usado, por primera vez una ducha con agua fría y caliente, cuando tenía 8 años. Antes, en la aldea del Esparragal, habíamos vivido en una casa sin grifos. El agua se cogía de los pozos particulares y sobre todo de una fuente pública en cuyo pilón abrevaban las bestias por la mañana temprano y cuando regresaban al caer la tarde. Las mujeres tenían un arte especial para llevar un cántaro en la cabeza o dos acoplados a las caderas. Nunca vi allí uno de esos carros que descubrí en Pozoblanco, quizá porque en Esparragal la fuente estaba al final de una cuesta abajo y las calles estaban empedradas, lo que dificultaría la tracción humana.

Supongo que en 1967, en Pozoblanco había muchas casas sin instalación del agua, y por eso el trajín de cántaros a los tubos. Aunque quizá se debiera a la escasez, a una sequía como las que hemos conocido luego, como la que nos ha vuelto a racionar el agua desde hace unos meses. En los pueblos de Los Pedroches hace ya semanas que el vecindario forma colas ante cisternas enviadas por la empresa provincial de aguas para suministrar agua potable. Las garrafas de plástico han sustituido a los cántaros, que desaparecieron hace años de las casas, y en lugar de carrillos usamos los coches para transportarlas.

56 años separan los cántaros de las garrafas y el problema del abastecimiento de agua en Los Pedroches no se ha solucionado. Cualquiera que viva aquí una temporada sabe que la primavera es hermosa e intensa, pero breve; y que si la otoñada viene escasa, peligran los cultivos y la hierba para el ganado (lo mismo ocurre con las las lluvias primaverales); sabe que esta tierra tiene poco suelo sobre el gran batolito granítico, que de los arroyos solo queda el nombre, y que los escasos ríos comarcanos sufren un durísimo estiaje. En fin, que no vivimos en la España verde y que el agua es un bien escaso.

Escaso y criminalmente -de forma indebida y reprensible- gestionado. Demasiados años de incuria de las autoridades (locales, comarcales, provinciales, regionales y nacionales). Demasiados años de hacer la vista gorda y desentenderse de un problema vital para la población, a la que se considera de cuarta o quinta división, pues juega en la liga comarcal. Demasiados años de encarar las sequías como una maldición bíblica ante la que no valen buenas infraestructuras, previsión y gestión racional, sino, como se ha visto en más de una ocasión, procesiones y rogativas en iglesias.

Dentro de un rato tendré que hacer cola ante la cisterna para llevar a casa cuatro o cinco garrafas de agua.

No sé cómo no se les cae la cara de vergüenza. Cómo nos piden nuestro voto después de años sin ponerse de acuerdo ni resolver el problema.

Y sobre todo, cómo se lo damos. 
Cómo nos da igual el agua que bebamos.

jueves, 22 de junio de 2023

Jugar / Vivir

Estaba leyendo unos poemas de Salvatore Quasimodo y me encontré el nombre de un juego infantil que ni los diccionarios en línea, ni el “avanzado” en papel que tengo a mano, eran capaces de traducir y explicar: el juego siciliano de la lippa. Pero enseguida salí a navegar y topé con mi infancia.

Siempre había llamado píngola a ese juego ‒no recuerdo de quién me vino el nombre, que no recoge el diccionario académico, como tampoco el de pingané‒, que aprendí con seis o siete años. Un palo ‒de olivo eran aquellos que usábamos en Esparragal‒ de poco más de medio metro y el grosor de cerrar el dedo índice con el pulgar; otro, también de olivo, de cuarta y media ‒con las manos de un niño‒, acabado en punta por los dos extremos: la tala.

Comenzaba el juego colocando los extremos de la tala sobre dos piedras, de manera que dejaran suficiente espacio debajo para meter el palo bateador, lanzar con suavidad la tala al aire y golpearla fuertemente. La distancia se medía con el bate, desde el lugar de lanzamiento hasta donde había caído la tala. No se contaban en metros, sino en varas, por así decir. Tras la salida el juego se ramificaba en diversas variantes.

De los muchos juegos de calle en mi niñez, este fue siempre mi preferido. Qué maravilloso placer ver la tala volando en elipse por los aires. Darle atinada y suavemente en uno de sus extremos en punta, que se elevara girando sobre sí misma, y golpearla hasta más allá, para acrecentar la distancia con tus oponentes. Oh, mañanas de tala. Oh, ratos felices de juego y pasión infantil.

No echo de menos aquellos juegos, aunque agradezco haberlos jugado. Si mis hijos, mis sobrinos o mis nietas siguieran jugando a la tala sí que me preocuparía, porque seguiríamos estancados en 1962. O más atrás aún, en la primera década del siglo XX, a la que remite el poema de Quasimodo.

Vivir es aprender a dejar atrás, a echar un pie detrás de otro, como la niña que recién ha aprendido a andar y mide el mundo por los pasos adelante que da por sí misma, y ya nunca vuelve a andar a gatas.

La infancia como paraíso perdido, como universo feliz de la luz y la inocencia, como auténtica y única patria, vale como motivo lírico, como asunto para una meditación elegíaca sobre el ser y la carrera del tiempo, incluso para darle ambiente realista a una novela, pero pretender que las niñas y los niños de hoy jueguen a los juegos de sus mayores es cosa de anquilosamiento mental: ¿El trompo? ¿La taba? ¿La píngola? ¿La goma? ¿Salto a piola? ¿Los alfileres? ¿Sevilla eléctrica? ¿Las casitas? ¿Carabineros? ¿Rayuela? ¿Los toreros? ¿La comba? ¿Chorizo, contri más largo más liiiso? ¿Hacer presas después de un chaparrón? ¿Al pincho? ¿A los toreros? ¿Al látigo? ¿Al corro? ¿El anillo? ¿El abejorro? ¿El escondite? ¿Balón prisionero? ¿El peloteo? ¿Tula? ¿El pañuelito? ¿El aro? ¿Los sansones?

Esos juegos son ahora piezas de museo antropológico. Se sacan a la luz en ocasiones especiales ‒en las fiestas de los pueblos, en las vacaciones de verano‒, pero habitualmente no se ve a los niños jugarlos en las calles, en los descampados o en los patios de las escuelas. Especies extinguidas, recuerdos tan solo, patrimonio común, memoria de tiempos irrepetibles.

Hacerse mayores es ir dejando esos juegos sin perder la sana pasión por jugar a vivir, que no es precisamente un juego de niños. Los juegos nos transmitían valores y actitudes que luego aplicábamos a nuestra vida, como jugar limpio, no jugársela a nadie, no llevar un doble juego, ni recurrir a los de manos o de compadres. Procurar, en fin, dar juego siempre.


miércoles, 14 de junio de 2023

Elogio de los diccionarios

 Hace unos días, al caer la tarde, andábamos los amigos por un camino de los alrededores del pueblo y señalé unos bolos de granito a la sombra de unos chaparros: se me vino a la boca, a la lengua, la palabra ñosclos. No la utilizo a menudo, ni la había oído antes de asentarme en estas tierras, pero entiendo perfectamente el nombre dado a esas piedras grandes, imposibles para un hombre, redondeadas por el viento y por las lluvias, por los fríos y las calores, por el canto de las tórtolas y por el silencio observante de los búhos.

Al llegar a casa comencé la indagación etimológica. No aparece ñosclo en el DRAE ni en ningún diccionario académico, y se extraña uno, tratándose de palabra tan especial en lo fonético -nuestra genuina eñe, dos oes, y un grupo consonántico no muy abundante en nuestra lengua- y tan onomatopéyicamente descriptiva. Algo a lo que se le diga ñosclo no puede ser pequeño, para eso están las íes diminutivas, las elles de perrillo, casilla, arbolillo y las tes de chiquitito, pero a nada diminuto le cuadra la orondez, la pesadez, del ñosclo. Si se me cae encima un ñosclo, no lo cuento, pero si se trata de una chinilla o de una piedrecita en el zapato, con descalzarme y sacudirlo enérgicamente se acaba el problema. ¿Se imaginan andar con un ñosclo a hombros, como el desdichado Sísifo? Ñosclo genera una imagen hiperbólica, quevedesca, un hombre a un ñosclo pegado, o gongorina, como el cíclope, descomunal.

Sólo en algunos diccionarios amateurs del habla malagueña he encontrado los ñosclos, que coinciden en el concepto piedra, pero no en el tamaño, pues se registran usos del tipo "Le dio un ñosclaso", equivalente a una vulgar y violenta pedrada, junto con la designación de un gran pedrusco, un peñasco, una peña. El ñosclo torrecampeño y malacitano resulta una palabra de etimología desconocida, resultado quizá de la creación popular, producto de un idiolecto, es decir, de un hablante, que tuvo fortuna y pasó a su comunidad lingüística más cercana, aunque es difícil explicar la aparición del término en  dos lugares bien apartados geográfica y lingüísticamente. Entre los diccionarios locales, solamente he encontrado la cercana ñoscla, sustantivo definido por Francisco Muñoz en su Vocabulario gachero (2004) como un excremento o plasta, no sé si de vaca o de caballería, porque no concreta el autor.

Tras comprobar que doña María Moliner tampoco había recogido tal palabra, quedaba la posibilidad de que figurara en el diccionario del señor Alemany. Salvado de desaparecer en un contenedor madrileño, hace unos años llegó a mis manos un ejemplar del Nuevo Diccionario de la Lengua Española, a cargo de D. José Alemany y Balufer, de la Academia Española, y catedrático, por oposición, de Lengua Griega en la Universidad Central, publicado por la Editorial Ramón Sopena en Barcelona en 1941. No sé qué mares surcó ni cuantos navíos abordó, pero semejaba un viejo bucanero de 82 años con el rostro cruzado por un chirlo en la mejilla izquierda, los andares renqueantes de la edad y la artrosis, la vista cansada y dos dedos perdidos en la mano derecha, quiero decir que el libro ha perdido toda lozanía: las páginas del principio y del final están descosidas, sueltas y arrugadas algunas de ellas, con el papel un tanto áspero al tacto, pero con flexibilidad, y deshaciéndose literalmente por el borde de las hojas, que, según se pasan adelante o atrás, van desprendiendo trocitos de papel sobre la mesa. Tampoco aparecía ñosclo en este diccionario, por lo que desistí y me entretuve un rato con el señor Alemany, con las páginas 634 y 635 abiertas al azar.




        Lo que llama la atención de este diccionario, además del aspecto -un pequeño mamotreto de 1.270 páginas-, son las innúmeras anotaciones a lápiz, algunas a tinta, siempre en mayúsculas, que aparecen en todas y cada una de sus páginas. Es admirable el trabajo concienzudo de quien hizo todas estas inscripciones, es un riguroso trabajo lexicográfico que apunta como sinónimo de frívolo la palabra baladí, y futesa como equivalente de fruslería; o que hace una llamada junto al lema frontil (1) -pieza acolchada que se pone a los bueyes entre su frente y la coyunda- para incluir las palabras melena y melenera, que vienen a designar lo mismo, esa almohadilla o piel que se ponía a los bueyes en la frente para que no les rozara la cuerda o correa con que se les sujetaba al yugo.

En ocasiones, el anónimo lexicógrafo (dispénseme aquí el lector o lectora que recurra al masculino como término inclusivo, para no caer en el molesto y excusable lexicógrafo / lexicógrafa, etc., pues esta labor palabrera de que hablo pudo ser perfectamente obra de mujer, y a doña María Moliner remito), recurre al término culto, olvidado y en desuso como ludir, equivalente a frotar.

Hay lugar también para la sorpresa semántica que nos aguarda en la palabra fruta, junto a la que, dibujando una curva, la mano ha trazado la palabra teniente, cuya segunda acepción designa a la fruta no madura; y para el encuentro de palabras ni vistas ni oídas, como nugatorio o frustráneo, que es algo que no produce el efecto apetecido o, en otras palabras, que burla la esperanza concebida o el juicio que se tenía por hecho. Esa misma novedad nos viene también con las palabra tarina en la entrada dedicada a fuente, o los adjetivos toroso y adiano referidos a una persona fuerte, robusta y vigorosa, aunque el DRAE define la segunda, ya en desuso, como algo excelente y de gran valía.

Se queda uno pensativo mirando esas palabras, arcaísmos muchas de ellas, que seguramente no usará nunca, y que a lo mejor se encuentra en un artículo de Azorín, en un poema de Unamuno, o en alguna novela de Galdós. Anotadas con meticulosa perseverancia, bien por trabajo -¿obra de un académico? ¿del propio señor Alemany y Bolufer?-, bien por puro y puntilloso afán lexicográfico, estas anotaciones manuscritas hablan de muchas horas de trabajo para establecer relaciones y correspondencias significativas entre las palabras, revelan la labor rigurosa que hay detrás de un diccionario, reflejan también una pasión maravillosa por la lengua, por la precisión del vocabulario, por la riqueza léxica del español. 

      Un diccionario no es obra solo para estudiantes y escritores, lo es para cualquier hablante. Cuanto más acudamos al diccionario, más rico y preciso será nuestro decir, mejor sabremos expresar nuestra interioridad, más fácil nos resultará la comunicación con los demás.

    El diccionario es mucho más que un catálogo de palabras, en él reposa toda la literatura, toda la ciencia, todo el saber y el sentir de la lengua. Es el alma de esa lengua, lo que crea identidad personal y colectiva.

jueves, 8 de junio de 2023

El más querido de mis sueños (2)

 El 9 de junio, tras navegar por el estuario de La Gironde, el barco sale a mar abierto. «El paquebote de los Mares del Sur» es un navío de medio tonelaje, con tres mástiles, que transporta mercancías y pasajeros, con una dotación de 21 tripulantes, entre ellos el hijo del capitán, de la misma edad que el joven Charles. En el paquebote viajan el matrimonio Delaruelle, comerciantes, los oficiales franceses Melly, Beritault y Descombres, y dos criadas.

Aupick confía en el beneficio del alejamiento.

Año y medio lejos de las malas influencias y costumbres de París. Ese viaje lo hará ver un mundo distinto, creará en Charles nuevas ilusiones y aspiraciones. Volverá hecho un hombre sensato, olvidada esa absurda pretensión bohemia de convertirse en artista.

Hombre honrado, alegre e inteligente, así nos lo retrata la esposa del general, y acostumbrado al trato con todo tipo de gentes, y con saberes muy diversos después de cincuenta años en el mar, el capitán asumió desde el primer día de navegación el encargo extra de convencer al joven rebelde, y le entraba en conversación con cualquier motivo. Charles era un muchacho muy instruido, de gran capacidad intelectual y admirables dotes de observación que siempre se mostró educado con él, pero enseguida comprendió que no había manera de hacerlo desistir de su amor por la literatura y de convertirse en escritor. Donde habían fracasado sus padres, no iba a triunfar él. El muchacho no hablaba con nadie más. Desde el primer momento marcó distancias con los demás pasajeros y con la tripulación, que no acertaban a comprender cómo un joven de 20 años podía tener ideas tan erróneas y expresiones tan agrias sobre las instituciones que fundamentan una sociedad.

Aislado por completo, ensimismado, con la cabeza metida en los libros, escribiendo a ratos, o contemplando con desgana el mar o las costas africanas, el joven fue cayendo en una visible tristeza y el capitán temió que fuese atacado por el mal de la nostalgia, del que había visto funestas consecuencias en más de una ocasión.

El capitán llevaba en la mano un fusil. Se acercó al joven y le señaló las aves con el arma.

Los albatros son las aves de Diomedes, un rey griego que combatió en Troya. Después de destruir la ciudad llegó a Argos en cuatro días sin haber perdido un solo hombre. Diomedes es el buen marinero, el que cruza el mar rápido y seguro. Su nombre, formado con Zeus (dios) y médomai (crear, asesorar), significa el que tiene el pensamiento divino, el consejero de los dioses.

Saliz apuntó a uno de los albatros que en ese momento sobrevolaba el palo mayor. El pájaro agitó sus alas pero no pudo evitar acabar en la cubierta de popa, amortiguada su caída por los cordajes y las velas. Un rasguño apenas en una de sus alas.

Al oír el disparo, acudieron los marineros y enseguida formaron círculo alrededor del pájaro, que no hacía amago de emprender el vuelo ni de huir, sino que miraba como extrañado la barrera de hombres que lo rodeaba y daba unos pasos torpes al tiempo que sus alas extendidas arrastraban por las tablas. Un magnífico ejemplar de más de 3 metros de envergadura.

Uno de los marineros le ató una pata con una cuerda y así estuvo unos cuantos días cautivo en la cubierta. Los marineros se divertían con él, lo acosaban, uno lo agarraba por el pico y le echaba una bocanada de humo de la pipa que estaba fumando, otro lo empujaba con el pie para que el pobre pájaro tratara de andar y se enredara con sus propias alas, otro daba camballadas imitando los andares del albatros, con los brazos extendidos a los lados, al tiempo que graznaba. Todos jaleaban y se partían de risa. Hasta que se acabó la diversión. Y el pájaro. Para la comida de celebración del paso del Ecuador, el cocinero preparó con él un magnífico paté.

Charles escribió en su cuaderno unas líneas con la historia del albatros.

A finales de agosto, tras una fuerte tormenta frente al cabo de Buena Esperanza, que zarandeó violentamente el barco durante cinco días seguidos ‒el joven Baudelaire, para sorpresa del capitán, colaboró con la tripulación en mantener equilibrado el navío después de que perdiera uno de los mástiles‒, «El Paquebote de los Mares del Sur» arribó a Port Louis, en la isla Mauricio, donde permaneció dos semanas y media en reparación. Alojado con otros pasajeros en el único hotel de Port Louis, Charles Baudelaire conoció por mediación del capitán Saliz a la familia de Adolphe Autard de Bragard, abogado y juez, propietario de una plantación de caña de azúcar en Terre Rouge, al norte de la isla. Los Bragard, criollos de origen francés, pertenecían a la élite social de la isla. Adolphe Bragard estaba casado con Emmeline Carcenac, que a sus 24 años encandiló con su belleza y su porte al joven rebelde parisino aprendiz de poeta inspirándole un elogioso soneto.

El paquebote zarpa de isla Mauricio el 18 de septiembre y fondea ese mismo día en la cercana isla Bourbon, donde Baudelaire espera embarcar de vuelta a Burdeos. Qué fue de él en este tiempo, desde el 19 de septiembre hasta el 4 de noviembre, cuando embarca en el «Alcide», es cuestión no averiguada aún, sujeta a rumores, suposiciones y testimonios cuestionables. Juliette Javerzac-Saliz, nieta del capitán Saliz, afirma que Baudelaire se enamoriscó de una hermosa quinceañera, una de las siete hijas de una familia de plantadores de caña; y que la muchacha se fue a vivir con su familia a Salazie, a donde la siguió Baudelaire, que se alojó con una mulata con la que no mantuvo relación sentimental. Otra versión parecida, esta vez en boca de Théodore de Banville, amigo de Baudelaire, lo sitúa en las montañas viviendo con una muchacha de color, muy joven y alta, que no sabía francés y que le hacía guisos extrañamente condimentados en un gran caldero de cobre, mientras alrededor del fuego gritaban y bailaban jóvenes negros desnudos. Esa mujer negra es identificada por algunos eruditos con la protagonista de «La bella Dorotea», uno de los poemas en prosa de El spleen de París. Hubo incluso quien habló del escándalo de los clientes del Hotel Europa al ver en una ocasión al joven poeta desnudo por los pasillos, y quien recordó a un tío abuelo llamado Charles, cuya madre acogió durante un tiempo a un poeta francés en el barrio del Grand Bois, junto a la fábrica de azúcar de la isla Bourbon, o quien fomentó la leyenda de que Baudelaire no bajó del barco en aquellos 45 días, como él mismo declara a su amigo Leconte de Liste, que había nacido precisamente en Bourbon: «Nunca he puesto un pie en vuestra caja de mosquitos, en vuestra percha de loros. He visto de lejos las palmeras, palmeras, palmeras, azul, azul, azul».

Antes de que «El Paquebote de los Mares del Sur» saliera de isla Mauricio hacia Bourbon, el joven Charles había conseguido la palabra del capitán Saliz de que lo dejaría volver a París. El mes y medio en Bourbon, bajara o no del barco, fue simplemente un tiempo a la espera de un barco que lo devolviera lo antes posible a Francia. La oportunidad se le presentó con el «Alcide», que abandonó la isla de Bourbon el 4 de noviembre y lo dejó en Burdeos el 16 de febrero de 1842. Unos días después, Charles Baudelaire recupera los bulevares y cafés de París. 

martes, 6 de junio de 2023

El más querido de mis sueños (1)

                    Agosto de 1841. Océano Atlántico, en las inmediaciones del gran Golfo de Guinea.


Aparecieron por el sur, cinco días después de que el barco dejara atrás las islas de Cabo Verde, donde habían repuesto las provisiones de agua potable. Llevaba toda la mañana observando aquellos pájaros de grandes alas blancas que aprovechaban el escaso viento, aura apenas, que soplaba desde el amanecer, para planear sin descanso. No los había visto aún posarse en el agua o en las vergas para descansar, siempre en vuelo, ingrávidos, leves, serenos como una cometa llevada y traída por suave brisa, monarcas del océano, señores del elevado reino de lo azul, sobrevolando unas veces en círculos los mástiles, dejándose llevar otras hacia la estela del barco, o hacia la proa con un movimiento imperceptible de sus alas, o cayendo como si fuesen a darse una zambullida en busca de una presa o de un resto de comida arrojado por la borda. Observando el planeo majestuoso de aquellas aves, tenía la sensación de estar oyendo una dulce sinfonía de oboes, o de unos líricos violines cuyas notas escalaban en vertiginoso ascenso desde los intervalos más graves a los más agudos, una arrebatadora y placentera melodía que inundaba su pecho de un vago anhelo de pureza, de plenitud, de elevación espiritual. Lo admiraban la gracia de los giros, la absoluta sensación de libertad, la confianza de aquellas aves en sus alas y en su cuerpo liviano, trazando en el aire el símbolo invisible de su poderío, ligeras, blancas, errantes viajeras, puro dominio del viento, puro vuelo, pura elevación, pura poesía encarnada, como las nubes, ah, como las nubes…

Salió de su embeleso al ver que el capitán subía a cubierta.

¿Qué hago yo aquí?, volvió a preguntarse.

Echar de menos París cada día, en un viaje que no lo iba a persuadir, a hacerle olvidar su decisión de ser, de vivir, como escritor, de salir de aquella casa en la que el general imponía su disciplina como si estuviera en el cuartel o en la Escuela Militar. Había probado ya el veneno de la vida artística, conocía a Balzac y a Gérard de Nerval, a Théophile Gautier, a Sainte-Beuve, a Leconte de Lisle, a Banville; no quería perder de vista el Barrio Latino, ni a sus amigos Louis Menard, Ourliac, Levavasseur, Prarond; no estaba dispuesto en absoluto a hacer carrera en la diplomacia, favorecido por el general y sus amigos, no pensaba cambiar los cafés artísticos ni las redacciones de los periódicos por un despacho de funcionario, ni abandonar las calles, las visitas al Louvre, a los talleres de artistas amigos, ni el placer de los burdeles. Nadie dictaría sus pasos, ni orientaría su porvenir, ni le haría abrazar ideas y actitudes en las que había dejado de creer. Su proyecto de vida no pasaba por la ortodoxia católica, por crear una familia burguesa y perder la vida en un trabajo de esclavo, de hombre sometido al látigo. Rechazaba el mundo disciplinado e hipócrita del general. Él seguiría el camino de los hombres que crean y que cantan, el camino de los poetas. Y ese camino solo podía recorrerlo en París. 

Recordaba la escena que lo había llevado hasta aquel barco, la discusión con el general, aunque tenía que reconocer que fue más bien una provocación. Acababa de pasar unos días en Fontainebleau con su hermanastro Alphonse, dieciséis años mayor, que tampoco entendía su rebeldía, ni sus calaveradas.

Desperdicias tu talento, que has demostrado que tienes con tus estudios de bachillerato y con tus premios, pero has elegido el camino equivocado, el de la desvergüenza y el fango, gastando lo que no tienes en los cafés, en los prostíbulos y en vestir de manera extravagante.

Aquella noche, el general ofrecía una cena de gala por su reciente nombramiento como comandante de la Escuela de Estado Mayor. Antes de la cena, había bebido ya unas cuantas copas de vino, que le calentaron la boca, la rebeldía, y el deseo de escandalizar al general y a sus invitados, compañeros de escalafón, diplomáticos y aristócratas. Sentado ya a la mesa, declaró con cinismo que no soportaba aquellas vidas que transcurrían en las puras apariencias, el espíritu servil que las presidía, la defensa a ultranza de la patria, de Dios y de las buenas costumbres. Le afea el general la conducta y las inadecuadas palabras para sus amigos.

Llevas una vida depravada y ociosa. Nunca estás en casa, tus amistades son personas corruptas, visitas los burdeles y contraes deudas que luego no puedes pagar. No te mereces la madre que tienes. ¡Eres una vergüenza para la familia!

Envalentonado por el efecto causado, pero con calma, respondió mientras se levantaba y se acercaba a él.

Señor, olvida usted mi apellido, Baudelaire, no tiene ninguna autoridad sobre mí. Me ha ofendido gravemente delante de sus amigotes, y eso merece una corrección, así que voy a tener el honor de estrangularlo…

Los acontecimientos se precipitan. Sin esperar a que se reúna el consejo de familia, que administra la herencia del hijastro, el general lo envía a Vaux, cerca de Creil, a casa del teniente coronel Dufour, mientras hace gestiones. Otro compañero de la Escuela le habla de un capitán amigo suyo, Pierre-Louis Saliz, cuyo barco zarpará en la segunda semana de junio desde Burdeos rumbo a Calcuta.

El general escribe una carta a la compañía que explota el barco —Berguin, Lalanne et Vieira—, solicitando pasaje para su hijastro, y otra dirigida al capitán, pidiéndole que trate de convencerlo para que abandone su propósito de dedicarse a la literatura. El precio del pasaje y manutención ascendió a 5.000 francos, más 500 por preparativos e imprevistos. Charles viaja en diligencia hacia Burdeos a finales de mayo y se encuentra con el capitán. Antes de salir, ha entregado sus manuscritos a su amigo Gustave Le Vavasseur.


General Jacques Aupick (1789 - 1857)


jueves, 1 de junio de 2023

Un poema de Salvatore Quasimodo

 

ALBERO


Da te un’ombra si scioglie

che pare morta la mia

se pure al moto oscilla

o rompe fresca acqua azzurrina

in riva all’Anapo, a cui torno stasera

che mi spinse marzo lunare

già d’erbe ricco e d’ali.


Non solo d’ombra vivo,

ché terra e sole e dolce dono d’acqua

t’ha fatto nuova ogni fronda,

mentr’io mi piego e secco

e sul mio viso tocco la tua scorza.


***


ÁRBOL


Se desprende de ti una sombra

que parece, muerta, la mía,

incluso si oscila con el movimiento

o si rompe fresca agua azul

a orillas del Anapo, donde vuelvo esta tarde

traído por marzo lunar, 

rico ya  de hierbas y de alas.


No sólo de sombra vivo,

porque la tierra y el sol y el dulce son del agua

te han dado nueva fronda,

mientras yo me doblo y me seco,

y en mi rostro toco tu corteza.