martes, 30 de noviembre de 2021

Jugadas del destino


Paschal Grousset, Victor Noir y Ulrich Fonvielle. Fotograía: Ernest Appert

Los cementerios son libros cuyas páginas exhalan dolor por todos los que ya se fueron, pero que guardan también memoria de figuras pretéritas que se nos presentan como ejemplo o como modelo, lo que les confiere un carácter didáctico. Los cementerios no son solamente lugares de llanto y duelo, son también espacios de aprendizaje.

Con los adoquines de sus avenidas y glorietas cubiertos por las hojas caídas, el otoño le sienta de maravilla al cementerio parisino Père-Lachaise; si además el día está neblinoso o con llovizna, el efecto romántico, la sensación de estar en un paisaje becqueriano de ruinas medievales se multiplica y provoca una vaga tristeza potenciada por tanta representación de la muerte como tiene uno a su alrededor.

Una de esas representaciones es la estatua yacente de un hombre joven, con la boca entreabierta, el chaleco desabrochado, el sombrero de copa junto a la pierna derecha, en el que alguien ha depositado un ramo de flores; también las hay en cada una de sus manos. La estatua tiene toda el color verde del bronce oxidado, excepto en las puntas de las botas, la barbilla, los labios, la nariz y el notorio abultamiento de la entrepierna, donde brilla el amarillo del bronce nuevo. En el rincón inferior derecho leemos: “A Victor Noir nacido el 7 de julio de 1848 asesinado el 10 de enero de 1870. Suscripción nacional”. Al otro lado de esta inscripción, la firma del autor y el año: “Dalou, 1890”. El participio “tué” enseguida acciona el resorte de nuestra curiosidad: ¿Asesinado? ¿Por quién? ¿Por qué? ¿Quién era este Victor Noir? ¿Cuál es el motivo de esta figura yacente? ¿Y el brillo de ciertas partes?

La historia de Victor Noir es la de una doble desgracia, ejemplo de una de esas jugadas crueles que el destino tiene preparadas para algunos de nosotros. Los protagonistas son un príncipe de nuevo cuño y un periodista novel. El primero, Pierre Bonaparte, es sobrino de Napoléon Bonaparte y primo de Luis Napoléon Bonaparte, presidente de la II República Francesa reconvertido en emperador de los franceses como Napoleón III durante el Segundo Imperio. Según las crónicas y grabados de la época, este Pierre Bonaparte era hombre achaparrado, de cara ancha, perilla larga y abundante, cuello recio y abultado abdomen, temperamento irascible, dado al exabrupto y a la violencia. En 1831, con 16 años, sale exiliado de Italia junto a su familia, después de pasar seis meses de prisión en Livorno por unirse a la insurrección de la Romaña contra los estados pontificios, y se instala en Estados Unidos. Allí conoce al general colombiano Francisco Santander, y durante unos meses se le une en la guerra contra Ecuador. De nuevo otra vez en Italia, tras recibir a finales de 1836 una orden de expulsión de los estados papales por sus ideas republicanas, da muerte al suboficial e hiere a tres soldados de la patrulla que va a detenerlo, resultando él mismo herido. Encerrado en el castillo de Sant’Angelo, en Roma, es condenado a muerte, aunque se le conmuta la pena por 15 años de prisión, siendo finalmente castigado a la pena de destierro permanente gracias a los oficios de su tía Hortense de Beauharnais, reina consorte de Holanda. En febrero de 1837 embarca de nuevo hacia Estados Unidos, regresa a Inglaterra y viaja luego a Corfú, Gibraltar, Lisboa, España y Bruselas, donde se establece a finales de 1838. Vuelto a Francia tras la revolución de 1848, es elegido diputado de la Asamblea Constituyente por Córcega, y toma asiento en los escaños de la extrema izquierda. Al proclamarse la II República es reelegido nuevamente por Córcega, pero su actividad en la cámara duró un soplo: “se peleó con el presidente, insultó a todo el mundo, promovió un escándalo, y no volvió más”. Después de unos años en Córcega, en 1868 reside de nuevo en París, casado con Justine Ruflin, hija de un comerciante, en el 59 de la calle de Auteuil, dedicado a la literatura y al periodismo político mediante colaboraciones en la prensa corsa. Su último artículo en el diario L’Avenir de la Corse ha sido duramente contestado por Paschal Grousset, corresponsal en París del diario corso La Revanche. Pierre Napoleón se siente injuriado y hace responsable al diputado Henri Rochefort, director de La Marsellaise, republicano radical y antibonapartista, a quien le envía una carta de desafío.

El otro protagonista, el yacente Victor Noir, se llamaba en realidad Yvan Salmon. Hijo del relojero y molinero Joseph Salmon y de Joséphine Noir, había nacido en pleno fervor revolucionario, en Attigny, un pueblo al nordeste de París, en las Ardenas, donde Francia tiene frontera con Bélgica y Luxemburgo. Aprendiz de relojero en su adolescencia junto a su padre, lo encontramos en fecha incierta en la capital como aprendiz de florista y a los 20 años como redactor jefe del diario Pilori. Pasó después por el Journal de Paris, el Figaro y Le Rappel, de orientación republicana radical, antes de incorporarse al semanario satírico La Marseillaise. Es entonces cuando puede vivir dignamente de su trabajo, tiene planes de boda con una joven de 16 años, empieza a ser conocido en los medios periodísticos de la capital y frecuenta el café-billar Renaissance, frente a la fuente Saint-Michel. Es entonces cuando se ven las caras el príncipe y el periodista.

El guante del desafío lanzado por el furibundo Pierre Bonaparte es recogido por Paschal Grousset, que el día 10 de enero de 1870 acompaña a sus dos testigos al 59 de la calle Auteuil. Es la una del mediodía. Mientras Ulrich Fonvielle y Victor Noir entran en el domicilio de Pierre Bonaparte, Grousset espera en la calle, en el interior del coche que los ha traído hasta las afueras de París.

El episodio de la muerte y el entierro de Victor Noir está detallado en las crónicas periodísticas del momento y en las memorias escritas de algunos personajes cercanos a los acontecimientos. Fonvielle y Noir son recibidos por el príncipe, a quien entregan una carta en que Grousset expone las condiciones del duelo. Bonaparte, airado, arruga la carta entre sus manos y declara que con quien él quiere vérselas es con el diputado Henri Rochefort, y no con otro. Les pregunta si ellos están de acuerdo con esa basura vertida por Rochefort sobre él y su familia, Victor Noir responde que sí, que ambos testigos son solidarios con lo sostenido por sus amigos.

En este punto las versiones se bifurcan irreconciliables. En la de Bonaparte, es Victor Noir quien le larga un puñetazo en la mejilla mientras el otro, Fonvielle, trata de sacarse del bolsillo una pistola, a lo que él responde sacando de su bolsillo un arma y disparando contra Noir. Defensa propia. Según Fonvielle, Bonaparte da con su mano izquierda una bofetada a Noir mientras en su derecha aparece una pistola con la que dispara en el pecho al periodista, que logra salir de la casa y alcanzar la calle. Unos segundos después aparece corriendo Fonvielle con una pistola en la mano y gritando: “¡Al asesino! ¡Al asesino!”. Noir cae al suelo, no puede respirar, el conserje del edificio y otra persona lo trasladan a una farmacia cercana, pero llega cadáver.

La noticia vuela por París. Se reúne el gabinete de crisis del gobierno, temiendo lo peor, La Marseillaise denuncia el asesinato y hace un llamamiento a la población para que acuda al 27 del pasaje Masséna, en Neuilly, domicilio del finado. El entierro se anuncia para el día 12 a las diez de la mañana. Durante los días 10 y 11 la capital vive en tensa calma. El corresponsal en París del periódico satírico madrileño Gil Blas, escribe en su crónica del 11 de enero: “Al amanecer de hoy las redacciones de La Marseillaise y del Rappel estaban invadidas por la multitud. Pelotones de municipales iban y venían de un lado a otro. A las once de la mañana las calles de París presentaban un aspecto raro. Todo el mundo iba más de prisa que de ordinario; cada transeúnte lleva un periódico en la mano; cada cual lee y anda al mismo tiempo y se da un encontronazo con el que viene leyendo y andando en dirección contraria. Los kioskos de periódicos están rodeados de gente. Se agota la edición del Rappel; se agota la edición de La Marseillaise. Los números son leídos por un transeúnte, a quien cien o doscientos escuchan. ¡El asesinato de Víctor Noir! He aquí el asunto del día. El cadáver está en Neuilly, donde el difunto residía. Todo el mundo va a Neuilly, a pie, en coche, en ómnibus, en velocípedo. Se oyen palabras subversivas; no se ven soldados por las calles”.

El 12 de enero, miércoles, amanece lluvioso y con frío. Por las calles embarradas va acudiendo la gente. Cierran fábricas y comercios. En los alrededores del domicilio de Noir se concentran más de cien mil personas. A las dos de la tarde el cortejo ha avanzado apenas unos metros. Se oyen gritos contra los Bonaparte. Unos buscan el enfrentamiento con las patrullas a pie y a caballo de militares y policías que recorren los barrios. Otros insisten: “¡A París! ¡A París!”. Quieren llevar el féretro a París, al Père-Lachaise, y cortan las bridas de los caballos para llevarlo a hombros. Los más pacíficos prefieren evitar el choque y enterrar a Noir en Neuilly. La multitud no se mueve. Allí están los anarquistas de Blanqui, que acaba de llegar de Bruselas y espera en el Barrio Latino; allí está Rochefort, hablando con la familia y con la novia de Noir, sin saber qué hacer; allí están los socialistas, los anticlericales de Jules Ferry, los radicales de Léon Gambetta, los comunistas con su líder Eugène Varlin, con el diputado Millière y con la feminista Louise Michel. Llega también un grupo numeroso de carpinteros en formación de tres en fondo, con sus compases bien aguzados en los bolsillos. Mujeres, niños y jóvenes curiosos que trepan a las farolas y a los árboles, gente asomada a las ventanas y a los balcones. Toda una muchedumbre republicana de izquierdas que quiere ver caer a Napoleón III. El entierro de Victor Noir se ha convertido en una abierta manifestación contra el régimen y contra la familia Bonaparte. Esta impresionante demostración de fuerza no acabó directamente con el Segundo Imperio, pero ayudó sin duda a que meses después, tras la derrota de Sedan en la guerra franco-prusiana, cayera el emperador y se instaurara la III República.

Sin proponérselo, Victor Noir, enterrado aquel 12 de enero de 1870 en el cementerio de Neuilly, fue convertido en bandera, en héroe, víctima del poder monárquico y de la represión bonapartista, de la lucha contra el sistema todopoderoso, emblema de la libertad y de la inocencia pisoteada. Un joven David del pueblo asesinado por un privilegiado Goliat. Un nombre para no olvidar en los anales republicanos de izquierdas. Un héroe que logra tal condición sin querer, por casualidad, porque los demás lo utilizan. Un personaje con cierto parecido a Forrest Gump, sólo que no se trata de una película y al pobre Victor Noir una bala le partió el corazón. Tal fue su gran desgracia: morir tan joven, dejar una vida que estaba empezando a orientarse sentimental y profesionalmente. Que los republicanos radicales inscribieran su nombre en la lista de caídos por la causa fue, si puede llamarse así, un beneficio colateral, que no tardaría mucho tiempo en desaparecer.

Cayó, efectivamente, Napoléon III. Cayó el Segundo Imperio. Y cayó también, en abril de 1881, el príncipe asesino, condenado solamente a pagar a los padres de la víctima una indemnización de doscientos cincuenta mil francos. Los restos de Victor Noir fueron trasladados al cementerio del Père-Lachaise el 25 de mayo de 1891, y la nueva sepultura se adornó con la estatua yacente de Jules Dalou que ya conocemos. El héroe por fin llegaba a donde quería el pueblo, al cementerio de París, a ese panteón al aire libre, junto a los grandes de la nación.

Pero las parcas tienen a veces muy mal hilar y actúan esquinadamente contra ciertos individuos. Y por ahí le vino la segunda desgracia a nuestro difunto. La masa popular acabó olvidando al periodista de La Marseillaise asesinado por Pierre Bonaparte, al joven de las Ardenas que por una serendipia existencial había devenido héroe republicano, convirtiéndolo finalmente en un fetiche erótico, en un ídolo potenciador de la sexualidad y de la fecundidad siempre que se froten las puntas de sus botas, se besen sus labios, su nariz, su barbilla y, sobre todo, se acaricie devotamente la protuberancia de su entrepierna, de suerte que su imagen yacente es hoy una de las más visitadas, y manoseadas, del Père-Lachaise. Poco reposo, pues para el pobre Victor Noir, al que imagino cada mañana quejándose de su injusto destino y suplicando en la lengua silenciosa de los muertos a todo el que se acerca a su tumba: ¡Dejen ya de tocarme los huevos!



martes, 9 de noviembre de 2021

Hemingway en la Contrescarpe


Sábado, 28 de agosto de 2021. Otro 28 de agosto, jueves, de 1902, llegó a París por primera vez el poeta Rainer Maria Rilke. El apartamento de Hemingway. Contrescarpe, ida y vuelta.

 (Fuente de la imagen: http://www.parisrues.com/)  


Hemingway fue el primer nombre de un escritor extranjero que aprendí. Lo oí en boca de mi madre. Mi madre había dejado la escuela a los once años, cuando murió la suya en 1935. Aprendió a leer y a escribir ‒recuerdo su caligrafía inglesa, cómo ligaba unas letras con otras, sus vistosas mayúsculas, alguna falta de ortografía, cuando escribía una carta, una felicitación navideña o una dedicatoria en el reverso de una foto de estudio de mi hermana y mía, para enviarla a sus hermanos y cuñados o a la tía Emilia, hermana de su padre‒, pero no era lectora de libros. Ella leía revistas: Ama, Hola, Semana, Blanco y Negro, Sábado Gráfico. También la recuerdo escuchando la radio cuando limpiaba, organizaba la casa por las mañanas y preparaba la comida, o mientras hacía labores de costura por las tardes y yo jugaba en el suelo del comedor con indios y cowboys de plástico de vistosos colores. De la radio y las revistas le venían todas aquellas historias con que nos entretenía: la triste ventura de la princesa Soraya con el rey de Persia ‒así aprendí las palabras sha, estéril y repudiar‒, la boda fastuosa de la reina Fabiola y las golferías de su hermano, don Jaime de Mora y Aragón; el romance de Ava Gardner con el torero catalán Mario Cabré, o la afición de aquel escritor americano, amigo de Antonio Ordóñez y de Luis Miguel Dominguín, Ernest Hemingway, que vino varios años seguidos a los sanfermines y a otras plazas de España. Mi madre nunca nos habló del suicidio del escritor, supongo que por evitarnos la explicación de un hecho tan tremebundo, aunque puede que ella nunca se enterara del trágico fin de aquel escritor tan aficionado a los toros.

Pasaron muchos años, desde los 6 a los 21, hasta que leí a Hemingway. Las nieves del Kilimanjaro me atrapó desde las primeras líneas, me sorprendió la dureza descarnada de los diálogos del protagonista con su mujer, me gustó aquel simple recurso de alternar el presente con el pasado, el sencillo y efectivo simbolismo de los pajarracos y de la hiena que todas las noches merodea por el campamento, la imagen de la avioneta dirigiéndose hacia las nieves perpetuas del Kilimanjaro. Luego vino El viejo y el mar, con su simbolismo también sencillo, con su canto a la amistad y a la lealtad, con su carga de pesimismo y de derrota, con ese admirable y dramático afán del viejo Santiago por pescar el gran pez. Después de Por quién doblan las campanas, a la que le sobran algunas páginas y algún tópico, descubrí París era una fiesta, la novela que nos ha traído esta mañana de finales de agosto a la plaza de la Contrescarpe.

No es la primera vez que subimos aquí para evocar la figura del escritor norteamericano. En agosto de 2014 comimos ‒anoté el menú de los siete (Luis, Concha, Javier, Pablo, Mari, Paula y yo) y guardé la cuenta en mi cuaderno: salade César, crumble de boudin, oeufs poches, rillete de sardines, pavé de boeuf, jambon braisé, panna cotta, tarte aux mirabelles, mousse de chocolat, crème caramel, (116,50 €) ‒, en el bistró L’Époque, frente al edificio donde vivieron Hemingway y su mujer de entonces, Elizabeth Hadley Richardson, entre enero de 1922 y agosto de 1923, en un apartamento de la cuarta planta con dos habitaciones y una cocina, por el que pagaban 250 francos (18 dólares) al mes. Ahí arranca precisamente París era una fiesta: “Para colmo, el mal tiempo. Se nos echaba encima en un solo día, al acabarse el otoño. Teníamos que cerrar las ventanas de noche por la lluvia, y el viento frío arrancaba las hojas a los árboles de la Place Contrescarpe”.

Esta mañana, cuando entramos por la calle Mouffetard, había poca actividad en la plaza. Somos los primeros en sentarnos en la terraza del café Gastón. La camarera que nos atiende, muy joven, apenas susurra detrás de la mascarilla y como no la entiendo le digo que hable más alto, porque estoy un poco sordo, hasta que por fin nos entendemos: una pinta y una caña de cerveza. En la plaza hay poca actividad: algún coche, algunos turistas haciéndose fotos junto a la fuente o mirando la oferta de platos del día, un mendigo joven, en chándal, sucio y malencarado, consciente de la prevención y el rechazo que provoca su aspecto, que discursea cuando le niegan el euro que pide, los camareros terminando de preparar las mesas.

Este andar tras los pasos de hombres y mujeres a los que admiro porque me conmueve su trabajo, porque tienen la maravillosa capacidad de avivar emociones y sensaciones, de convocar recuerdos, de llevar luz a nuestras mentes, de hacernos comprender y aceptar nuestra compleja y contradictoria naturaleza, ese creer en quien nos parece más sensible, más lúcido que el resto, ese aprecio incuestionable, infantil quizá, por el artista, por el héroe cuya solitaria creación se convierte en patrimonio colectivo, es una querencia, una seña de identidad que me reconozco desde que soy adolescente, desde que empecé a buscarme en la literatura.