lunes, 25 de marzo de 2019

viernes, 15 de marzo de 2019

Clásicos rusos: Chéjov



1965


Últimos años del siglo XIX en la Rusia zarista, donde se nace privilegiado o siervo, donde la extensión de las propiedades rurales no se mide por verstas sino por el número de almas propiedad del terrateniente, dueño por ley de las tierras y de las personas que las trabajan (mujiks). Una sociedad inmovilista, donde el horizonte individual está determinado por la orilla en la que se nace: la de la servidumbre o la de los señores. Una estructura social y económica hija del feudalismo, caracterizada por el atraso ideológico y tecnológico. Los campesinos tienen la consideración de esclavos, son analfabetos, pobres como ratas y viven en misérrimas condiciones. El vodka es el único respiro en sus vidas desgraciadas. Las leyes de 1861 contemplaban la libertad de movimiento y la posibilidad de la liberación de la servidumbre por una determinada cantidad de rublos, pero las circunstancias, salvo excepciones, la hacían imposible en la práctica. Miles de campesinos huyeron de las aldeas y se encaminaron esperanzados a las grandes ciudades, pero no hicieron sino engrosar el hambriento ejército del proletariado urbano.
            El protagonista de Historia de mi vida ha nacido en la orilla privilegiada, es hijo del arquitecto municipal de una ciudad de provincias, acaba de cumplir 25 años y se espera de él que siga el camino que le corresponde por su condición, un trabajo de funcionario en un despacho municipal o estatal. Pero el joven Misail Poloznev ha decidido no desempeñar ninguno de esos trabajos “intelectuales” a los que por nacimiento tiene derecho, porque le parece “imperdonable la vida ociosa, inútil, de la mayoría de los pretendidos trabajadores intelectuales, verdadera vida de parásitos”; su propósito es ser obrero, trabajar con sus manos, vivir, vestir, comer como obrero. Tal es el conflicto planteado en esta novela de Antón Chéjov, publicada en 1896.
            El escritor ruso nos ofrece un retrato realista, descarnado, de estos dos grupos sociales antagónicos, aunque moralmente igualados. Los unos, movidos por un insolidario egoísmo de clase, defienden un statu quo absolutamente injusto, que perpetúa los privilegios de clase y la explotación económica. Los otros, aceptando con fatalismo una estructura corrupta y la condena de por vida a la esclavitud, acaban convertidos en personas dominadas por la violencia y la falta de escrúpulos. Véase el comportamiento de los mujiks con el protagonista y su esposa, que se han trasladado a la aldea de Dubechnia para construir una escuela:
“Los campesinos se burlaban sin rebozo de nosotros y nos daban todos los disgustos que podían. Llevaban a pacer a nuestro bosque y hasta a nuestro jardín sus vacas y sus caballos, y cuando nuestras bestias eran acusadas calumniosamente por ellos de haberse metido en sus prados, exigían que les pagásemos multas… Con frecuencia los campesinos derribaban árboles de nuestro bosque sin pedirnos permiso… cambiaban en nuestros coches ruedas nuevas por viejas, se apoderaban de nuestros arneses, que nos vendían luego como si fueran suyos… Las mujeres nos robaban durante la noche planchas de hierro, ladrillos, en fin, cuanto podían llevarse…”

El molinero Stepan, dice de ellos: “los campesinos no son hombres. Son, perdónenme ustedes la palabra, bestias. ¿Qué es su vida? Solo saben emborracharse de vodka, perder el tiempo gritando en la taberna, cantar canciones obscenas y jurar… Viven de un modo inmundo; los hombres, las mujeres, los niños van hechos unos puercos, comen como cerdos… ¡Son unos marranos!”
            Pero los privilegiados tampoco son el mejor espejo: “Yo me preguntaba —dice el protagonista narrador— en qué eran superiores esas personas estúpidas, crueles, perezosas, deshonestas, que vivían como parásitos, a los mujiks de Kurilovka, borrachos y supersticiosos, o a los animales que se espantan ante todo lo que perturba la monotonía de su vida limitada por los instintos de bestias.”
            La resolución del conflicto inicial —posibilidad de elegir el propio camino, el concepto del hombre hecho a sí mismo, el derecho al individualismo— pasa por la transformación ideológica de unos (siervos) y otros (señores), por la ruptura del inmovilismo ideológico en pro del progreso, entendido así por el protagonista: “El progreso se basa en el amor al prójimo, en el cumplimiento de las leyes morales. Si nadie vive a expensas de los demás ni los oprime, ¿qué más progreso? ¿Existe acaso otro progreso?”
            Y para que eso ocurra es necesaria la revolución, un cambio profundo y rápido, violento, primero en el ámbito personal —“… no podemos limitarnos a ser espectadores pasivos de todas las injusticias. Cada uno de nosotros debe resolver por sí mismo la cuestión del bien y el mal”—, y luego en el ámbito colectivo. Tras comprobar el fracaso de su proyecto pedagógico en la aldea, Macha, la esposa del protagonista reconoce que para acabar con la ignorancia, el hambre, las ínfimas condiciones materiales, la degeneración, que reinan en la aldea, “son necesarios otros medios de lucha, medios violentos, enérgicos, heroicos, rápidos. Si quieres realmente hacer algo útil, debes ensanchar de un modo considerable tu círculo de acción, obrar sobre la masa campesina de fuera. Por de pronto, es preciso una propaganda enérgica, ruidosa, como la de la música, que obra al mismo tiempo sobre miles y miles de seres humanos…”
            Chéjov no llegó a ver la gran revolución rusa, pero intuyó que era necesaria, que llegaría, y pronto. Puede que los planteamientos de su novela parezcan en nuestro siglo XXI los de un iluso, pero estamos en 2019 y no creo que el concepto humanista de progreso que tenía el protagonista de Historia de mi vida sea hoy una realidad global.

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Las novelas no son la realidad, pero ayudan a comprenderla.

martes, 12 de marzo de 2019

Dos en punto


No deja de publicar, pero es inútil; cada nuevo libro no hace sino enterrar aún más profundamente los anteriores.
(Jordi Doce)

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Hay almas ruines que perciben como una afrenta la belleza.
(Antonio Muñoz Molina)

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jueves, 7 de marzo de 2019

Trinos, perversos y dubitativos metódicos


        Desencantado. Pasota. Indignado. Tres maneras de afrontar las circunstancias. De estar y de no estar. De no querer estar. Tres señas de identidad que conducen a lo mismo: tres personas distintas y un solo individuo histórico.

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      Puede que sea el diablo quien carga las armas, pero no las palabras. Las palabras las carga el poder, la ideología dominante.
Las palabras son inocentes hasta que un poderoso las arrima a su lado y les confiere moralidad conforme a unas leyes humanas y a unos espíritus sagrados.
Las palabras las pervierte quien sesga la perspectiva y limita la semántica, quien habla de patria y excluye la diferencia, las tergiversa el mal trujimán, el adepto ciego a la diversidad, a la multiplicidad. A la igualdad.

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      (Variación cartesiana). Dudo, luego… ¿qué?

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lunes, 4 de marzo de 2019

Crear identidad


Nos cuesta desprendernos de las palabras, porque significa hacerlo también de nuestra biografía. Si por obra de maleficio se borraran algunas de mi memoria, desaparecería la fantástica imagen de una reata de burros cruzando en diagonal el Guadalquivir con los serones llenos de arena, sabia y pacientemente guiados por el arriero, padre de mi amigo Emilio; la de una tarde cualquiera de verano y un grupo de niños que corre en algarada haciendo molinetes con los brazos mientras suena el triquitraque, la tira de mixtos que acaban de comprar en el quiosco; la imagen insistente de mi padre, y pon pon, y pon pon, para que atacáramos el plato de comida por parejo, sin esculcar ni hacer apartijos en el borde; el revés de mi madre en la boca, que no hizo sangre pero dejó huella, cuando me oyó decir sipote, así, a la cordobesa, como había recién aprendido con cinco o seis años de mis amiguillos del Campo de la Verdad; las salidas a primeros de diciembre en busca de un buen carrizo para la zambomba; las alegres excursiones a última hora de la tarde hasta lah majáh a por la leche de cabra; los viajes excitantes, y mareantes de gasolina, a Palma del Río, para visitar a Pepe Galipa y a Conchita, mis padrinos de bautismo, en aquella casa con tantas habitaciones y patios con fuentes y flores; los ratos jugando a la píngola, en otros sitios la llamaban tala o billarda, delante del cuartel, al zumillo, a los toreros, a los sansones con la tanga, y dando, o recibiendo, un masculillo; o el apelativo con que mi padre me llamó desde los dieciséis a los veinticinco: ¿Dónde va el inglés? ¿Dónde estuviste anoche, inglés?
Las palabras guardan nuestra biografía. Perder palabras es perder memoria. Identidad.