viernes, 26 de julio de 2024

Paideía *

 Somos griegos, pero hablamos lengua de bárbaros en la que desde niños aprendemos a conocer el mundo según ellos, los antiguos griegos, lo miraron y nos explicaron en su remoto alfabeto.

Fue en la escuela donde muy pronto supimos de aquellos navegantes que llegaron a nuestras costas mediterráneas y dejaron sus primeras palabras Rosas, Ampurias, Adraen nuestro idioma. Dos pi erre. La longitud de la circunferencia. El maravilloso, por escurridizo, número pi, que nadie ha conseguido completar hasta ahora. La geometría elemental, euclídea, del mundo: superficies, puntos, líneas rectas, curvas, quebradas, polígonos y cuerpos geométricos suficientes para dibujar en las pizarras y cuadernos escolares una casa con ventanas y chimenea, un sol radiante, un barco velero y la línea del horizonte marino, o un árbol, un ciprés y su sombra, con el que se nos explicaba el teorema —otra vieja palabra helénica— de Pitágoras. Unos días antes, en la lección sobre pesos y medidas, ya habíamos aprendido que deca era diez, hecto cien, kilo mil y miria diez mil. En aquellos días de iniciación en el saber oímos por primera vez la historia del Eureka de Arquímedes en la bañera, y nos explicaron la diferencia entre artrópodos y cefalópodos, arácnidos y anfibios, la distinción entre biosfera, litosfera y estratosfera, la fotosíntesis de las plantas y el fenómeno de la ósmosis, el porqué del nombre helio para el gas, o de los hematíes de la sangre, las hipótesis sobre el átomo, o los conceptos de biología, zoología, morfología, de síntesis y de sintaxis.

Historia, aritmética y geometría, lingüística, geografía, música, retórica y oratoria, rudimentos de la física y la química, literatura, filosofía, astronomía, mitología. Cualquier estudiante de mi generación que con 17 o 18 años hubiera culminado el bachiller superior y el curso preuniversitario, salía del instituto con un considerable bagaje griego, con un amplio y sustancioso estrato helénico que, con mayor o menor intensidad, condicionaría su visión del mundo y de sí mismo, su concepción de la naturaleza, sus valores éticos, su búsqueda de la verdad, su asombro ante la belleza, su ideal de justicia y de felicidad.

Desde niños, lo griego antiguo formaba parte sustancial de nuestro saber, pero también aparecía en la realidad cotidiana cuando se celebraban las olimpiadas y los atletas competían en saltos, carreras y lanzamientos de disco y jabalina, como cantaba Homero en la Odisea. Nos llegaban también ecos de la Grecia contemporánea, sabíamos de la inmensa fortuna del armador Aristóteles Onassis, propietario de la isla de Scorpios, de su romance con Jaqueline Kennedy y de la malhadada María Callas. Recuerdo a Anhony Quin bailando el sirtaki en una playa y el subyugante crescendo del buzuki en la película Zorba el griego, que vi en un cine de verano. Recuerdo el nombre, Giorgios Papadopoulos, del líder de los militares golpistas, que instauraron la negra dictadura de los coroneles. Recuerdo un reportaje periodístico sobre el Monte Athos. Recuerdo a mi madre hablando sobre el fuerte carácter de la reina Federica, madre de reyes —Constantino de Grecia, Sofía de España—, y de su dorado exilio inglés. Recuerdo a Abebe Bikila, doble campeón olímpico de la maratón. Recuerdo una canción, It’s Five O’clock, de Aphrodite’s Child, antes de que Demis Roussos triunfara en solitario. Recuerdo los ojos de Melina Mercouri y el hermoso rostro de Irene Papas, su voz en las Odas con música de Vangelis. Recuerdo las clases de griego con don José Villatoro en quinto de bachillerato. Recuerdo el gozo, la dicha, de la primera lectura completa de la Iliada y la Odisea. Recuerdo el destino trágico de Edipo. Recuerdo mi primer encuentro con la Victoria de Samotracia y con la Venus de Milo. Recuerdo aquel cuento de Cortázar, La isla a mediodía. Recuerdo la emoción, la verdad humana, de los versos de Cavafis. Recuerdo la música y el compromiso político de Mikis Theodorakis. Recuerdo fotografías de Leonard Cohen en Hidra con su novia noruega, Marianne Ihlen. Recuerdo las muchas veces que he abierto el atlas y recorrido la península y las islas griegas. Recuerdo un amor juvenil y los versos de Safo que ella copió en la basa de una estatuilla para despedirse: «Tal como la manzana rojea en la alta rama, en lo más alto de ella, olvidada por los corderos, mas no, no la olvidaban, no lograban cogerla».

Es un verdadero privilegio sentirse hijo, o nieto, heredero al fin, de aquellos griegos que supieron levantar los mejores cimientos para lograr una sociedad sana y feliz: una educación que promueve la curiosidad y el entusiasmo, el amor por el conocimiento y la libertad de pensamiento, sin sesgo ideológico manipulador; que disfruta de la armonía y la belleza de los cuerpos y de las ideas, de la naturaleza, y que camina en todo momento en busca de la verdad y la justicia, como nos recordaba, y reivindicaba, Emilio Lledó en Fidelidad a Grecia. Por ahí va la paideía, la auténtica educación: humanista, democrática, pública y universal.

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 *   La paideía (en griego παιδεία, "educación" o "formación", a su vez de παις, país, "niño") era, para los antiguos griegos, el proceso de crianza de los niños, entendida como la transmisión de valores (saber ser) y saberes técnicos (saber hacer) inherentes a la sociedad.

 

martes, 16 de julio de 2024

Lecturas para el verano


Sí, otro libro sobre la guerra civil, y vengan muchos más como éste, que afronten con honestidad el desastre humano y material de aquellos tres años, y nos permitan ir poniendo en claro, sin revanchismos ni mentiras, qué hizo que los españoles comenzaran a matarse entre ellos. Publicado en marzo de 2024, La península de las casas vacías, de David Uclés, es ya otro libro imprescindible sobre la guerra civil, sea lector o escritor quien se acerque a él.

Hacía años que no leía realismo mágico, muchos años, por lo que me sorprendió encontrármelo en las primeras páginas, pero lo maravilloso, aun siendo importante en las vidas de los personajes, se acepta enseguida. No afecta, además, a la otra y principal intención del libro: contar la repercusión de la guerra en una familia de un pueblo llamado Jándula en un país llamado Iberia. Digamos que se acepta enseguida lo mágico, como también lo dramático, lo doloroso y devastador de aquella guerra, cuyos episodios principales —asedio de Madrid, matanza de Badajoz, Paracuellos, destrucción de Guernica, batalla del Ebro...— rememora un narrador desde la doble perspectiva de los hunos y de los hotros, un contador de historias que anticipa, rectifica, dosifica, hace y deshace con desparpajo y sinceridad, omnisciente en todo momento, y que hace desfilar ante el lector a figuras como Franco, Queipo de Llano, Mola, el general Vicente Rojo, Antonio Machado, Alberti, Miguel Hernández, y Josefina Manresa… o el pintor Rafael Zabaleta, autor del cuadro reproducido en la portada del libro.

Un intento, logrado, sin duda, de ofrecer una visión total de la guerra.


lunes, 10 de junio de 2024

2 breves


Una y mil veces tropezarán los gobernantes en la piedra de la guerra para darle la razón al futurista Marinetti, que alentó el fascismo italiano: lo que necesita el mundo es una catarsis bélica de vez en cuando, una buena sangría que libere la mala sangre y haga más ricos a los fabricantes de armas. Y a los reconstructores de países, que vienen a ser los mismos.

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Romper, no la sintaxis, sino la norma, lo acostumbrado y previsible. Colocar las palabras en nuevos contextos. Que cada frase lleve dentro la sorpresa. Sólo entonces puede hablarse de creación. De literatura.

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viernes, 7 de junio de 2024

Locus amoenus

Aquella insistencia tuya en conservar memoria de la belleza del lugar. Míralo bien, te decías. La carretera mareante. Lento ya el río camino del mar. Los álamos y los eucaliptos, su leve danza en el atardecer azul. Los pinos, los alcornoques y los madroños, reflejándose en el espejo del agua verde. La ribera espesa. Las umbrías. Guárdalo en la memoria, insistías. El perfume del tomillo. El dulzor de las adelfas.

Allí era la frontera: el pueblo ‒las risas, las canciones, las copas y los besos del verano‒, y la ciudad con su estrecho calendario y sus horarios marcados.

No has vuelto a pasar por allí. Pero esta tarde algo te ha traído el mismo olor a verano, a noche luminosa, a versos calientes de siesta y paseos entre olivos al amanecer. La mucha edad de ahora. La juventud de entonces.


miércoles, 15 de mayo de 2024

La ruta de la seda

Era por estos días mediados de mayo, cuando alguno de los amigos aparecía con la caja de zapatos sutilmente perforada donde habían empezado a eclosionar los huevos y se veían ya los primeros ejemplares, de apenas un centímetro, avanzando por el fondo de la caja. Los demás salíamos pitando para nuestras casas con la esperanza de que la caja que guardamos el verano anterior siguiera en el mismo rincón del armario. Si nuestra madre se había deshecho de ella, y de las sandalias que ya no darían otro verano, siempre había alguno que nos los daba o nos los cambiaba por cromos de la historia del arte, un tebeo o un puñado de hojas de morera frescas.

Recuerdo el asombro de ver nacer una vida, un ser que va creciendo día a día y acaba tejiendo con finísimo hilo de seda el capullo blanco, amarillo, rosado, naranja en que se envuelve a sí misma y, desapareciendo unos días de nuestra vista, aparece de nuevo en otra vida, transformada en otro ser completamente distinto, con alas imago, aunque de efímero vuelo, que a pesar de su transformación guarda el recuerdo biológico, genético, de su ser primero, en el que encarna exactamente al cabo de un año, para así continuar la rueda, el ciclo de su existencia.

Observábamos largos ratos sus idas y venidas, sus matices de color, la paulatina desaparición de los anillos negros que marcaban los distintos segmentos de su cuerpo blando y redondeado, los estigmas, las cagaditas negras y otras secreciones de fluidos, la huella de los minúsculos mordiscos en las hojas de morera.

Nos cautivaba el silencio de aquellas vidas encajadas, su laboriosidad, la inefable magia de la biología, capaz de convertir aquellos hilos en la preciada y colorida seda que yo asociaba con la misteriosa y remota China, con las películas del malvado Fu Manchú, con los exóticos mantones de Manila y los pericones que mi madre guardaba en el baúl.

El cuidado de aquellas criaturas suponía también un ejercicio, un aprendizaje, de responsabilidad: limpiar de vez en cuando la pequeña granja de cartón y procurarles alimento, hojas frescas de morera, que no siempre eran fáciles de conseguir, sobre todo en una ciudad. Aquellos invertebrados nos procuraban también aprendizaje científico, zoológico, y de precisión lingüística: anatomía, Bombyx mori, crisálida, estigmas, larva, pupa, imago, insecto, oruga…

Pero ante todo, lo que aquellos gusanos de seda nos proporcionaban era una maravillosa lección sobre la vida y la muerte, que nada tenía que ver con las explicaciones de los catecismos y predicaciones que recibíamos en la escuela y en la iglesia. Los gusanos de seda nos mostraban de forma palpable, constatable, la continuidad del vivir y, en cierta forma, la negación de la muerte, la negación del tétrico polvo eres y en polvo te convertirás. Vivir es transformarse, no hay muerte sino metamorfosis, continuo paso de un ser a otro. Por ahí va la ruta de la seda.


sábado, 11 de mayo de 2024

Mayo

El verde undoso en los campos de cereal. Las verdascas de la retama. El verde fosco de las encinas.

El rojo amargo de las amapolas.

El blanco rectilíneo en la estela de los aviones. El blanco dulzón de las manzanillas. El blanco en fuga de las nubes.

El amarillo del jaramago en los barbechos

Los añiles de la argamula. Los lilas de la viborera. El morado lejano, recortado, de las sierras. El azul azul infinito entre los claros de nubes.

El vuelo y el canto de calandrias, tarabillas y jilgueros. Los altos planeos de las rapaces. El crotorar en los nidos de cigüeña. La fragancia mañanera del heno recién segado.

Mayo florido y hermoso en los alrededores del pueblo. Mayo exultante. Mayo aireando jubiloso su bandera, su invitación a la dicha.


jueves, 2 de mayo de 2024

Carencias

Primero fueron las tres cucharadas al día de aquel fluido espeso y con un desagradable dulzor amargo de botica. Quizá su madre lo vio una mañana desconchar con el dedo en la pared de la Casa Grande y llevarse a la boca un trocito de cal, que solo sabía a cal. El calcio 20 parecía leche, pero no lo era, ni de vaca, ni de cabra, ni horchata valenciana, ni gazpacho de almendras. Odiaba aquellas botellas de cuello largo.

Fortalecidos los huesos, le llegó el turno a la mente:

—Este niño no va bien en la escuela, se distrae, solo piensa en el juego —pudo decir don Luis, el maestro, y asentiría la madre, que se lo explicaría al padre, y llevarían al niño al médico, que recetaría aquellas pastillas para mejorar la atención y la memoria, sobre todo la memoria; lo fortalecerían, además, contra las frecuentes, febriles, subidas de anginas. Y así empezó a tomar Fósforo Ferrero, un superalimento vegetal de alto poder reconstituyente, que activaba la nutrición y restablecía el sistema nervioso, según aseguraba la propaganda del producto.

Aparte las anginas y las vegetaciones, Marcelo no fue un niño enfermizo. Tampoco torpe en la escuela ni cultivador de calabazas: lo que le explicaban bien lo entendía bien, y lo que no, pues no. Ese era todo el problema. El problema aparente, quiero decir, porque la mar de fondo la ignoraban, o hacían que la ignoraban, los demás.

El problema real eran los continuos cambios de destino en que el padre, guardia civil, embarcaba cada año y medio aproximadamente a la familia: Esparragal, Córdoba, el Bembézar, Córdoba otra vez, Gibraleón, de nuevo Córdoba, Pozoblanco más tarde y vuelta a empezar en Córdoba... En ese vaivén, desde los siete a los dieciséis, dejaba atrás amigos de la escuela, amigos de juego, amigos de todo el rato, de todos los días, de todas las horas. Dejaba atrás maestros, vecinos, casas, calles, paisajes, juegos, olores, palabras, acentos... Y como en las películas de piratas, guardados en un cofre y marcado el punto con una equis, el niño escondía aquellos tesoros en el mapa de su memoria, cuando subía al camión de la mudanza y bajaban las lágrimas.

Emocional, no académico, era el problema: el continuo tener que empezar: el pabellón nuevo, la calle nueva, el barrio nuevo, los nuevos vecinos, los nuevos maestros y los nuevos compañeros, los nuevos juegos y los entretenimientos, un paisaje nuevo, palabras y acentos nuevos, y hasta el cura nuevo. Contra eso, de nada valían fósforo ni calcio. Las vitaminas no curan la nostalgia ni el dolor de los adioses definitivos.

Marcelo se preguntaba ahora, pasada la cincuentena, cuánto fósforo y cuánto calcio de aquellos años queda en él. ¿Habría sido otro del que había llegado a ser si no hubiera tomado tanto calcio y tanto fósforo? ¿Debía achacarles todo lo que era? ¿Todo lo que no era? ¿Desestructuraron aquellos aportes extra su metabolismo? ¿Eran sus recuerdos unos recuerdos auténticos? ¿Existieron aquellos camiones de la mudanza, aquellas casas cuarteles que olían a zotal y a coles hervidas? ¿Los amigos perdidos, la escuela de niños en Esparragal, la academia de don Lázaro en los bajos de los pabellones de la calle Altillo, la tarde en que Arturo le enseñó a silbar, el colegio Fray Albino, la escuela rural en el poblado del Bembézar, la escuela parroquial en Gibraleón, la academia de la Plaza de España, el instituto La Rábida donde hizo la prueba de Ingreso?

—Venga, Marcelo, deje de darle tantas vueltas a las cosas y relájese, que ya prontito estará en casa —le dice con una sonrisa forzada la doctora antes de salir de la habitación.

Marcelo lleva cuatro semanas y cuatro días en el hospital. Aquellos dolores esporádicos que venían unas veces al dedo anular izquierdo, otras a la muñeca derecha, un día en la rodilla, otro en el hombro y al siguiente en la cadera o en las plantas de los pies, como una aguja calando en el hueso, se confabularon una mañana en que estaba en la huerta segando malas hierbas con la guadaña. Se quedó petrificado en un giro, una estatua con la guadaña presta, como un mimo callejero. Ni podía dar un paso, ni soltar la herramienta, ni hacer el menor movimiento. Solo mover los ojos.

Estaba a unos metros de la parra donde había colgado el forro polar con el móvil en el bolsillo. No recordaba cuánto tiempo estuvo petrificado, en un puro dolor cada uno de sus 206 huesos, cómo consiguió desprenderse de la guadaña, dejarse caer al suelo, arrastrarse hasta la parra y llamar por teléfono a Isabela.

Le han hecho un montón de análisis y el diagnóstico no es claro. La doctora le habla a Isabela del síndrome de Fahr; de una rara variante que no sabe cómo tratar.

—La calcificación cerebral está confirmada, lo que no nos explicamos son esos dolores tan intensos en los huesos. Las pruebas dicen que están sanos y fuertes. Su marido tiene los huesos como un chaval de 16 años, pero no sabemos por qué le duelen. Solo podemos calmar el dolor.

Marcelo asegura que es el dolor puro de todos y cada uno de los golpes que se ha dado a lo largo de su vida, que el dolor en el colmillo es producto de una pedrada que recibió de pequeño, y que el suplicio insufrible en la pelvis es de cuando se la golpeó violentamente con el eje del manillar de la bicicleta, el dolor de cuando se fracturó el escafoides, de las patadas, plantillazos y codazos jugando al fútbol, de la luxación de costilla al trepar una tapia, de todos esos golpes tontos que uno se da en la cabeza, en el codo, en las rodillas… La culpa es del calcio 20 y del fósforo ferrero insiste, mis huesos han recuperado la memoria de cada golpe sufrido, como si todo el fósforo ferrero que me he tragado estuviera haciendo su efecto ahora.

Cuando la morfina hace su efecto, Marcelo sueña con una botella de calcio 20 de la que bebe a morro. Nunca se acaba. Siente el líquido pastoso llenando su boca hasta la arcada, bajando con ruidos por la garganta, ramificándose blanco y espeso por todos sus rincones, compactándose en yeso, convirtiendo su cuerpo en una diminuta estatua blanca que poco a poco va aumentando de tamaño, perdiendo forma y deshaciéndose, fundiéndose con una cegadora luz en la que desaparece toda conciencia de sí, todo recuerdo de su vida anterior. Solo una blancura uniforme. Sin límites. Unas manos delicadas que lo toman de sus muñecas y sus tobillos y lo elevan suavemente. La sensación de flotar y navegar en un mar de dulzura. Como debe ser la eternidad.