miércoles, 18 de junio de 2025

Pleitos tengas... (2)

Volvamos a septiembre de 1940. Al momento en que Max Brod y Salman Schocken llegan a un acuerdo para que el legado K permanezca durante un tiempo en una caja de seguridad de la biblioteca de Schocken en Jerusalén. Según declara y firma el editor y bibliómano en nota manuscrita, de esa caja hay una sola llave, que Brod guardará en su piso de la calle Hayerdeen.

Pero Schocken miente. Su editorial –Schocken Books– tiene los derechos mundiales sobre las obras de Kafka desde 1934, cómo no echar un vistazo a los manuscritos –¿Habrá una obra maestra inédita?–, y sucumbe a la tentación. Tiene otra llave de la caja de seguridad y va haciendo copia de todo el material. Brod, confiado en la palabra de su compatriota, no descubrirá la trapaza hasta diez años más tarde, con el agravante de que al pedirle a Schocken el material, éste fue dándole largas y dilatando la entrega. Pormenorizando los detalles de esta traición bibliófila, escribió Brod una carta a una de las herederas de Franz Kafka con la que mantenía contacto epistolar, Marianne Steiner, hija de Valerie, la hermana mediana del escritor.

Un año después, Brod escribe de nuevo a Marianne Steiner: ante un empleado de Schocken, ha abierto la caja de seguridad y comprobado que no falta material y que éste se conserva en buen estado. La fecha de esta carta, 2 de abril de 1952, es la misma del documento en que Brod ratifica la donación de su legado y del legado KB a Esther Hoffe. ¿Casualidad? ¿O prevención del escarmentado Max Brod?

Pasan los años y los legados cambian de lugar. Otoño de 1956: nueva crisis bélica en Israel. Brod y Schocken viajan a Zúrich y depositan los manuscritos en cuatro cajas de seguridad –2690, 6222, 6577 y 6588– de la Corporación Bancaria Suiza, hoy UBS. En una de ellas se guarda el legado K, en otra –la 6577– el legado KB; en las dos cajas restantes, el legado B.

Llegados a 1961, nuevas turbulencias kafkianas: Max Brod dicta testamento y designa a Esther Hoffe heredera universal de todos sus bienes y albacea de su legado, indicando así mismo el derecho que asiste a las hijas de ésta, Eva y Ruth, de recibir su parte correspondiente. También introduce un elemento contradictorio y confuso al manifestar su voluntad de que el legado KB y el legado B sean cedidos «a la Biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, a la Biblioteca Municipal de Tel Aviv o a cualquier otro archivo público en Israel o en el extranjero, en caso de que no estén ya bajo la tutela de una o varias de dichas instituciones, a no ser que la señora Ilse Esther Hoffe haya dispuesto de ellos de otra forma durante su vida». Por un lado, dispone que los documentos se entreguen a un archivo público, en Israel o en el extranjero. Por otro, deja abierta la posibilidad de que Esther Hoffe encuentre otro destino a los manuscritos.

Mientras tanto, en Londres ya se han conocido Marianne Steiner y el especialista en Literatura Alemana, Malcolm Pasley, y tras una apelación, las cuatro sobrinas han logrado que Schocken devuelva el legado temporalmente custodiado en su biblioteca y luego en la caja de seguridad de un banco. Finalmente, Pasley traslada en su vehículo particular el legado K desde Zúrich hasta la Bodleian Library de Oxford. En esa situación –el legado K en Oxford, y los legados KB y B repartidos entre cajas de seguridad en Zúrich y en el apartamento de la calle Hayardeen, de Tel Aviv– se llega a 1968.

Desde finales de la década del 50, Max Brod mantiene relación, de padrinazgo literario, con la poeta judía de origen bohemio Netti Boleslav, que llegó a Haifa en la primavera de 1939. En los años 50, Netti Boleslav comenzó a escribir poesía, pero lo hacía en alemán, «la lengua perpetradora», repudiada por la política de hebraización dominante en Israel. Rechazada por la Asociación de Escritores de Israel, Netti Boleslav recurrió a Brod, que la ayudó y promovió, poniéndola en contacto con editoriales alemanas. Uno de sus hijos, Daniel Cohen-Sagy, escribe en el diario Haaretz: «Desde finales de la década de 1950 hasta 1968, una vez a la semana, mi madre, la poeta Netti Boleslav, se dirigía en autobús al número 16 de la calle Hayardeen, en Tel Aviv», donde conversaba sobre poesía y literatura con Brod en su despacho, mientras Esther Hoffe, en la habitación de al lado, no perdía ripio de la conversación. Pese a la vigilancia de Hoffe, en alguna ocasión la poeta y Brod pudieron encontrarse en un café. Éste le hablaba de la amistad íntima con Franz Kafka, y le confesaba algunas reservas sobre su amigo, a quien se había consagrado olvidando en parte su propia carrera de escritor.

El traer aquí la relación con la poeta Netti Boleslav responde a que los recuerdos de su hijo ponen el foco en el exceso de celo que mostraba Esther Hoffe cuando alguien entraba en el despacho de Max Brod, donde éste guardaba parte de los originales de los legados KB y B, que había sacado de Zúrich. No es éste el único testimonio del rigor y el recelo de la secretaria –obsesiva, fanática, codiciosa–, que ganó fama de estricta guardiana, como recuerda Willy Haas. Y aunque permitió que consultaran los papeles algunos investigadores –Malcolm Pasley, para su edición crítica de El proceso; los archiveros Margarita Pazi y Paul Raabe, para confeccionar un inventario; Joachim Unseld, que copió algunas cartas de Max Brod–, lo cierto es que se convirtió en la única persona con acceso total a los manuscritos, lo cual era peligroso por la posibilidad, nada infundada, de que los papeles acabaran vendiéndose en subastas o en ventas privadas y dispersándose.

El 20 de diciembre de 1968, acompañado en el Hospital Beilinson por Esther y Eva Hoffe, muere Max Brod. A su entierro en el cementerio Trumpeldor apenas asistió gente. Ese día marca un hito en la historia –rocambolesca– de la conservación, transmisión y tráfico de los papeles kafkianos.

En 1969, el Tribunal de Distrito da el visto bueno al testamento de Max Brod y ratifica a Esther Hoffe como albacea de los bienes de Brod: seis cajas de seguridad en Tel Aviv, cuatro en Zúrich, y una parte indeterminada que queda en el apartamento de las Hoffe en la calle Spinoza. Una vez en posesión de los legados KB y B, Esther los dona a sus hijas: «Los borradores, las cartas y los dibujos de Kafka que me fueron donados por Max Brod los cedí a mis hijas en porciones iguales. Los libros de Kafka de la biblioteca de Brod permanecen en posesión de mis dos hijas. Cada una de mis hijas y mis nietas tienen derecho a recibir 40 cartas del legado de Brod”. A pesar de estas disposiciones, Hoffe se reservaba el derecho a publicar o vender documentos del legado, que fueron apareciendo en el mercado tras la muerte de Brod: cartas de Kafka a los amigos y la familia, originales de relatos cortos, dibujos.

El Estado de Israel había comenzado en 1973 un litigio por la posesión del legado, solicitando del Tribunal de Distrito de Tel Aviv que impidiera a Esther Hoffe la venta de los manuscritos de Kafka. La petición del Estado fue rechazada por sentencia del 13 de enero de 1974, que reconoce el derecho de Ilse Esther Hoffe sobre el patrimonio de Brod y le permitía «hacer con su herencia lo que quisiera durante su vida».

Comienza así un pleito que se alarga hasta el año 2019 y en el que se dirimen los conceptos de propiedad (facultad de poseer algo y disponer de ello dentro de unos límites) y de pertenencia (inclusión en un grupo, institución, comunidad). ¿Era Max Brod el dueño legítimo del legado Kafka-Brod, o tendría que haberlo entregado a la familia, a las cuatro sobrinas herederas de Franz Kafka? ¿Eran legítimos de toda ley el testamento y las donaciones de Max Brod en favor de Esther Hoffe y de sus hijas? ¿Eran Ruth y Eva Hoffe legítimas herederas de los legados K y KB? Por otro lado, ¿en qué literatura encuadramos a Franz Kafka? ¿En la alemana? ¿En la checa? ¿En la israelí?


martes, 17 de junio de 2025

Kafka: el azar y Rocambole

 Cualquiera que se acerque a la vida y la obra de Franz Kafka, pronto comprenderá los tres matices que alimentan semánticamente el adjetivo «kafkiano». No tiene el mismo significado en la frase «la obra kafkiana está escrita en alemán», que en «es un cuento muy kafkiano», o que en «el sistema judicial kafkiano». En el primer caso, el adjetivo se refiere a un texto perteneciente a Franz Kafka; en el segundo se infiere que la obra de alguien que no es Franz Kafka se parece a lo escrito por el autor checo; en el tercer caso, «lo kafkiano» remite a un sistema o institución compleja, intrincada, con su dosis de absurdo, que provoca una sensación de angustia.

En mis lecturas preparatorias para esta miscelánea que es El pisapapeles de Karlsbad he encontrado más de una vez, sobre todo en reportajes, crónicas periodísticas y entradas de blog, la palabra en cuestión, –kafkiano / kafkiana– para referirse al largo y azaroso proceso de conservación y transmisión de los manuscritos kafkianos.

Después de viajar en la maleta de Brod desde Praga hasta Tel Aviv, de pasar unos años en el archivo privado de Salman Schocken en Jerusalén y luego en la caja de seguridad de un banco de Zúrich, el manuscrito de El proceso acabó en la casa de subastas Shoteby’s, de Londres, uno de cuyos empleados viajó con el manuscrito guardado en una bolsa de compras desde Londres a Nueva York, Tokio, Hong Kong y de vuelta a Londres.

Las cartas de Kafka a Milena Jesenská, escritas entre abril de 1920 y el verano de 1923, fueron entregadas por ésta a su amigo Willy Haas en la primavera de 1939, poco antes de la ocupación nazi de Praga. Antes de huir de la ciudad, Haas entregó el paquete de cartas a unos parientes. Apresada por la Gestapo, Milena Jesenská murió el 17 de mayo de 1944 en el campo de concentración de Ravensbrück. Willy Haas pudo regresar a Praga en 1945, una vez terminada la guerra, recuperó las cartas y las publicó en 1952.

Las cartas a Felice Bauer viajaron con ella desde Berlín a Estados Unidos. En 1956, Bauer las vendió a Schocken Books por 8.000 dólares. Las cartas se fotocopiaron y microfilmaron, pero sin identificar las cartas con los sobres, que fueron vendidos aparte. Posteriormente, el lote fue subastado en Shoteby’s en 1987 por 605.000 dólares a un comprador anónimo europeo que hizo la puja por teléfono.

En la actualidad, hay originales de Kafka en el Archivo de Literatura Alemana de Marbach (Alemania), en la Bodleian Library de Oxford (Reino Unido), en el Museo Franz Kafka de Praga (República Checa), en la Biblioteca Nacional de Tel Aviv (Israel), y en paradero desconocido.

Creo que al recorrido de la mayoría de los manuscritos reunidos por Max Brod en el verano de 1924, tras la muerte de Kafka, y desperdigados ahora, le cuadra mejor el adjetivo «azaroso», hijo del azar y de la casualidad, aunque a uno se le viene el raro y peregrino polisílabo culto «vicisitudinario», que a través de su sustantivo lo transporta a un cine de verano de su infancia, quizás en Gibraleón, a la película de Jean Paul Belmondo y Ursula Andress en que descubrió aquella palabra que hilaba una tras otra adversidades e infortunios del protagonista, Las tribulaciones de un chino en China (la negrita es mía).


La historia de los manuscritos kafkianos no es kafkiana, no provoca angustia ni desazón existencial, sino vivo interés y curiosidad, y admiración por las personas que de una manera u otra han contribuido a conservar y transmitir el legado del autor de La metamorfosis. Despiertan también estas historias al detective que uno lleva dentro, que va encontrando hilos aquí y allá, alegrándose cuando casan, sorprendiéndose ante inesperados giros y descubrimientos, o asumiendo la pérdida irremediable de otros. Peripecias librescas al fin, andanzas y correrías literarias que convierten estos manuscritos kafkianos en auténticos personajes capaces de alimentar las más nobles pasiones, como también las más descaradas mentiras y deslealtades.

Ensartadas, en extraordinaria sucesión, inverosímiles a veces, estas historias más que kafkianas son rocambolescas, nos atrapan en su intriga como aquellas películas francesas de nuestra infancia en el cine de verano, quizá en Gibraleón, quizá ya en Córdoba, con aquel Rocambole de guante blanco que salía triunfante de las situaciones más difíciles. Así los manuscritos y originales de kafkianos, que no han dejado de llegar a nosotros desde aquel lejano 1924, en que la hermosa traición de un amigo impidió su quema y desaparición.


lunes, 9 de junio de 2025

Pleitos tengas...


Página manuscrita de El proceso

 Cuando Max Brod se establece en Israel, la publicación de los escritos inéditos de Kafka está ya muy avanzada: se han editado prácticamente todos sus textos narrativos y una selección de sus diarios y cartas; sólo quedan por aparecer distintas colecciones completas de cartas –a Max Brod, a Felice Bauer, a Grete Bloch, a Milena Jesenská, a sus editores, a sus padres, a su hermana Ottla–, que lo irán haciendo a partir de 1952. El grueso del trabajo como editor de Franz Kafka está cumplido, así que en adelante se dedicará sobre todo a la revisión, ordenación y preparación para la imprenta de su propia obra en el tiempo que le deje su trabajo como asesor del teatro Habima y las conferencias dentro y fuera de Israel.

Recordemos y dejemos claro para de aquí en adelante que la famosa maleta viajera de Brod contenía tres lotes distintos de material: el legado perteneciente a la familia, a las cuatro sobrinas de Kafka supervivientes del holocausto (en adelante legado K); el integrado por manuscritos regalados por Kafka a Max Brod (KB), y el legado de originales, borradores y partituras del propio Brod (B).

Precisemos también que no todo el material acabó depositado en el mismo lugar. Preocupado por la seguridad y las condiciones materiales de conservación, Brod escribió el 5 de mayo de 1940 a Gotthold Weil, director de la Biblioteca Nacional, perteneciente a la Universidad Hebrea de Jerusalén: «¿Sería posible que me guardase usted una maleta de mi propiedad que contiene importantísimos manuscritos? En ella está el legado de Franz Kafka, mis composiciones musicales y mis diarios aún sin publicar […] Me gustaría que usted los pusiera a salvo, si es posible que algo esté seguro hoy en día». Días de guerra aquellos, con el ejército nazi invadiendo Europa occidental. Días de inseguridad. Tenía razón Brod. Mientras negociaba el depósito de los manuscritos kafkianos en la Biblioteca Nacional, el 9 de septiembre la aviación italiana bombardea Tel Aviv y Brod recurre al editor y coleccionista Salman Schocken, en cuya biblioteca personal en la calle Balfour, de Jerusalén, deposita parte de su tesoro, el legado K, en una caja de seguridad a prueba de incendios, de la que solo existe una llave, lo tranquiliza Schocken.

El 4 de agosto de 1942, con 59 años, muere Elsa Taussig. A pesar de su delicada salud, era una mujer decidida –ella fue la que organizó la huida de Praga–, intelectualmente activa, miembro del Círculo de Praga y reputada traductora al alemán del ruso, francés, italiano, inglés y checo, aunque en los ambientes cultos de Praga fue su marido quien se llevó la gloria del reconocimiento. Tras la muerte de su esposa, el panorama de Brod se ensombreció. A la soledad de la viudez, y sin más familiares en Tel Aviv, se sumaba una cierta frustración por sentirse –y serlo– ninguneado, al tratarse de un escritor que se expresaba en alemán, lengua proscrita por el sionismo nacionalista. Por otro lado, añádase el aislamiento social que suponía en la vida cotidiana el desconocimiento de la lengua hebrea.

Fue precisamente en una escuela de hebreo donde Max Brod conoció a Otto Hoffe, antiguo gerente en Praga de una empresa de papelería y objetos de escritorio. Casado con Ilse Esther Reich, la pareja tenía dos hijas, Eva y Ruth, de ocho y cuatro años al llegar a Palestina. Los Hoffe enseguida acogieron a Brod como uno más de la familia: les leía cuentos en alemán a las niñas, las llevaba a los ensayos del teatro, tocaba el piano para ellas, que lo aceptaron como un segundo padre. Brod convenció a Esther Hoffe para que lo ayudara en la organización y transcripción de los manuscritos que conservaba en su casa y en las cajas de seguridad de la biblioteca de Salman Schocken. Cada mañana, durante 26 años, Esther Hoffe caminaba desde la calle Spinoza hasta el 16 de la calle Hayardeen, subía al piso de la tercera planta, donde disponía de una habitación que le servía de despacho y ayudaba a Brod, que consideraba a Esther Hoffe «mi socia creativa, mi crítica más despiadada, mi ayudante y aliada … un ángel al rescate». La mayoría de investigadores y periodistas dan por hecho que la relación entre Max Brod y Esther Hoffe fue más allá de la habitual entre jefe y secretaria, y que se convirtieron en amantes. Eva Hoffe recuerda al respecto: «Los tres eran más felices cuando estaban juntos […] Salían juntos, viajaban juntos al extranjero, y se apoyaban mucho. Eran un trío. Hay cosas así. Había amor entre mi madre y Max, entre mi padre y mi madre, y entre mi padre y Max […] Mis padres y Max tenían 60 años cuando llegaron a este país. Y aunque hubiera algo, ¿qué más da? No me interesan los tríos románticos. Todos vivían en paz juntos».

En esta larga historia de legados, a Esther Hoffe le tocó el papel de celosa guardiana que impidió durante años el acceso de los investigadores a los originales de Kafka y de Max Brod. Suponemos que si en su momento se hubieran conocido ciertos hechos, la opinión sobre ella no sería tan negativa. En 1945, quizá como pago por su trabajo, Max Brod donó a su secretaria algunos originales del legado Kafka-Brod. Esa donación la ratifica Brod dos años más tarde, el 12 de marzo de 1947, concretando que se trata de «cuatro carpetas de mis recuerdos de Kafka», que incluían también algunos dibujos; junto al documento de donación, una nota aclaraba: «Las cartas que Kafka me dedicó y que me pertenecían, son propiedad de la señora Hoffe».

Páginas manuscritas de Kafka

Transcurridos unos años más, en fecha 2 de abril de 1952, Brod escribe una carta donación a Esther Hoffe –«Querida Esther, en 1945 te regalé todos los manuscritos y cartas de Kafka en mi posesión»– en la que desglosa el material donado, que se encontraba en una caja de seguridad desde 1948: cartas de Kafka a Brod y Elsa Tausig; los manuscritos de El proceso, Descripción de una lucha, Preparativos para una boda en el campo; el mecanoscrito de Carta al padre, tres cuadernos con diarios de los viajes a París, el borrador del primer capítulo de una novela a cuatro manos, entre Brod y Kafka, titulada Richard y Samuel; el «Discurso sobre la lengua yidis», escrito en 1912 como presentación de una obra de teatro interpretada por su amigo, el actor Jizchak Löwy, un cuaderno con ejercicios de hebreo, aforismos sueltos y algunas fotografías. En un margen de la carta aparece la conformidad con la donación –«Por la presente acepto este obsequio»– y la firma de Esther Hoffe. Aclaraba también Brod, que la donación no era de carácter testamentario, efectiva tras su muerte, sino que se trataba de una donación en vida y de efecto inmediato. 

Pero ni Max Brod ni Esther Hoffe podían imaginar la que se avecinaba.

Esther Hoffe y Max Brod

sábado, 31 de mayo de 2025

Sublime sin interrupción

 

A Joaquín Arenas

De los amigos, Joaquín era el más disfrutón con la lectura. Solía descubrirnos libros y autores: sagas nórdicas, novelas del ciclo artúrico, Álvaro Cunqueiro, las Cartas desde mi molino, de Alphonse Daudet… Uno de ellos fue Las ninfas, de Francisco Umbral. Lo leí en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino. Un ejemplar en esa misma colección es el que buscaba el fin de semana pasado en el Rastro madrileño. No fue fácil encontrarlo. Se ve que Umbral no es autor revisitado por los lectores ni revisado por la crítica.

El ejemplar que compré por 1,95 euros tenía amarillento lo blanco de la cubierta y algo estropeados los bordes superiores; le faltaba un trocito en el lomo, justo donde iba impreso el dibujo del ancla y el delfín, y presentaba un doblez de por vida en una de las primeras hojas. Por lo demás, el libro tiene buen aspecto a sus 49 años, aseado, compacto, sin más heridas. Fue el único Umbral que vi en los puestos callejeros.

En febrero de 1976, cuando aparecieron las dos primeras ediciones de la novela, yo cumplía 20 años. Vivíamos aún en la calle Altillo, en el Campo de la Verdad. Llevaba el pelo largo, gafas de lágrima, pantalones vaqueros y camisas de cuadros. Así aparezco en algunas fotos borrosas de aquel cumpleaños junto a mis hermanas y Joaquín.

Todavía de luto el país, con Franco recién muerto. Gestándose ya la Transición. ETA. Los GRAPO. El Frente Polisario y la Marcha Verde. El Concorde. Pinochet en Chile. Los montoneros en Argentina. Bobby Fisher y Anatoli Karpov. Las canciones de Bob Dylan. El Born to run de Bruce Springsteen que me regaló Fátima. Las primeras películas de Woody Allen. El patio de Triana. Tiburón… Haciéndose uno. Adentrándose en su juventud. Aplicándome en los estudios de Filología. Enamorado y virgen. Escribiendo en secreto mis primeros poemas.

Las ninfas fue lo primero que leí de Umbral. Luego vendrían sus columnas periodísticas –Iba yo a comprar el pan, Spleen de Madrid, Los placeres y los días–, donde descubrí el adjetivo “convulso” y me lo apropié, porque así me sentía yo por aquellos días.

La novela cuenta en primera persona la adolescencia del protagonista en una pequeña ciudad castellana. Es un Bildungsroman, una novela de iniciación y aprendizaje en la que el narrador, Francisco, acaba comprobando que el conocimiento de la realidad conduce a la decepción, que las ilusiones suelen ser pompas de jabón. Umbral acaba ofreciéndonos también el retrato de una sociedad provinciana, regida por el aparentar, por una moralina estricta, clasista y cruel, reprimida y represiva, dominada a su vez por un clero obsesionado con el temor al pecado: “La religión –escribe el narrador– era eso: un quitarle el peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en realidad. La religión presentaba siempre el peligro como pecado y el pecado como peligro» (57).

Podría ahora tender la novela en la mesa de disección, abrirla en canal, analizar el paso del tiempo –la adolescencia del protagonista–, encomiar la valía del autor en el retrato de personajes y en la descripción de ambientes, sistematizar los núcleos temáticos de la novela –familia, sexo, religión, bohemia, la ciudad, el oficio literario–; reflexionar sobre ciertas claves simbólicas del libro, como los trenes que pasan de largo o la habitación azul donde fraguan las ensoñaciones del protagonista; divagar sobre el dandismo –la sublimidad– de Baudelaire y del narrador, con sus guantes amarillos; extenderme en la larga noche de la posguerra del país o pormenorizar el lirismo del lenguaje, apuntar la eficacia de los adjetivos y la oportunidad de las comparaciones, pero se lo evitaré al lector. Lo invito simplemente a que busque esta novela y la lea.

Prefiero contestarme a la pregunta que yo mismo hace unos días me hice –¿por qué me gustó aquella novela de Umbral?–, y que me acabo de hacer después de releerla. Razones estrictamente literarias aparte, no negaré que envidiaba las experiencias eróticas del protagonista, pero sobre todo su valentía al romper con la familia, con la ciudad, con su novia, con sus amigos; su visión crítica de los curas y frailes que aparecían en la novela, su desdén por la sociedad “bienpensante”, el desapego por aquella ciudad que se convertiría en cárcel de seguir en ella. Y más aún, admiraba su determinación de consagrarse al oficio literario.

Sí, compartía rasgos con el narrador, como el amor por la poesía –leía a Walt Whitman y Baudelaire, a la Generación del 98 y a Juan Ramón Jiménez, a los modernistas y a los poetas del 27, a los anónimos autores de las canciones y los romances medievales...–; compartía también el asistir a lecturas, presentaciones y conferencias de escritores locales, y fue así como acabé leyendo a Ricardo Molina, conociendo a Juan Bernier, o coleccionando varios números de la revista Kábila, y alguno de Zubia, a cuyos miembros fundadores y colaboradores conocía de vista, de cruzármelos en la calle o de encontrarlos en alguna taberna, en algún pub, en un evento literario, en un concierto al aire libre o en alguna plazoleta de la Judería. Eran para mí días extraños, convulsos –gracias Umbral–, porque para entonces, en tercero de carrera, tenía clara mi verdadera querencia: leer, escribir sobre lo que había leído y, de vez en cuando, un poema, clásico y moderno a un tiempo, vanguardista y antiguo, novedoso y tópico. En fin, un afán, la persecución de un sueño en el que ando todavía, aunque debo reconocer que en 1976 era un iluso inmaduro al que le faltaban las palabras porque le faltaban experiencias, viajes, amores, atrevimiento y seguridad en sí mismo.


lunes, 26 de mayo de 2025

La línea de sombra en tu voz

Yo tenía 27 años y trabajaba como profesor de Lengua en la Academia Lope de Vega. El último día de clase del primer trimestre, ya con las notas entregadas, una alumna, Beatriz Santofimia, me buscó en la sala de profesores y me entregó, nerviosa, lo que parecía un libro envuelto en papel de regalo. Ábralo en su casa, me dijo, espero que le guste. A mí me ha encantado. Perdone los subrayados y los comentarios. Una manía. Dentro hay otro regalo.

Beatriz había abandonado su pueblo y los estudios con quince o dieciséis años para trabajar en una asesoría en Córdoba. El trabajo le permitía vivir en un piso compartido sin la ayuda de sus padres, pero no le ofrecía posibilidades de promoción, así que se había matriculado en la academia para hacer el segundo ciclo de Administración. Luego quería dar el salto a Derecho.

Cuando acabé el papeleo me despedí de mis compañeros y bajé por la calle de la Feria hasta la Sociedad de Plateros. A primera hora de la mañana apenas había jaleo en la taberna, ocupé una mesa pequeña en el patio, pedí un café y saqué el libro de su envoltorio. Era un ejemplar de la editorial Hiperión, con la cubierta en rojo. Lo conocía. Yo mismo lo había comprado la semana anterior. Su autora había logrado el premio Adonais con 21 años, y aparecía en periódicos, suplementos y revistas, en programas de radio y televisión, en lecturas poéticas, conferencias y simposios. Para algunos críticos, la joven poeta representó la eclosión de una nueva generación de poetas, los postnovísimos, que mayoritariamente optaron por la estética de  la tradición clásica o por la poética del silencio. En cambio, la autora del libro había elegido otro camino, había retomado la vía del surrealismo, sazonada con referencias culturalistas –Mozart, Bach, Rilke, JRJ, Baudelaire, Rimbaud, Virginia Woolf–, sirviéndose del versículo y de las técnicas de las cascadas de imágenes, las asociaciones inmediatas, la exploración de lo onírico y lo irracional. Para otros, el libro era pura palabrería ininteligible,  sin conciencia de la arquitectura del poema, simple sarta de palabras al azar que reivindicaba a destiempo el surrealismo. Aplicada a ese libro y a su autora oí por primera vez la palabra bluf.

Cuando abrí el libro, la entrada  ya apuntaba maneras. Escritos con pluma en tinta negra, dos versos y una data: «Con los labios grisáceos del viejo diciembre / aprendí los besos hasta entonces ignorados… Córdoba, 21 de diciembre 83». Me detuve apenas en las páginas de cortesía, donde aparecía una foto de la joven autora, en el prólogo de Francisco Umbral, con algunos subrayados a lápiz: dueña innata de una sintaxis lírica … escritura en vuelo y en vilo, siempre en trance … todos los animales, miedos, dedos, todos los bosques y todas las infancias … caminaron en un mismo sentido, constituyéndose en escritura…

En los márgenes del primer poema, «Di que querías ser caballo esbelto, nombre» encontré tres notas a lápiz, un verso destacado y tres subrayados: adelfa blanca, marihuana, lágrimas verdes. La primera nota a lápiz era simplemente «El sueño», y estaba escrita junto a este versículo: Dilo, caballo griego, que querías ser estatua desde hace diez mil años. La segunda nota, en el margen derecho era una precisión sobre la planta de la adelfa: «la pureza venenosa de la adelfa», supongo que en alusión a su toxicidad. La tercera nota era también explicativa: «la visión verde alucinada y sensual de la marihuana».

Desde ese momento me dediqué a buscar subrayados (anémonas de égloga, desiertos de tomillo, árboles como nervios crispados del día, y no puedo pensar en las palomas que habitan la palabra Alejandría) y notas («otra pureza letal, la de las anémonas», «la naturaleza: vida y muerte», «Pura hermana de amor y muerte»), olvidándome del resto. Comprobé que los subrayados eran mayormente alucinaciones del yo vidente (ahorcaron con algas, cimas de cianuro, pétalos desandados por el pie de la noche, hortensias vestidas de pupilas, montado por calavera sin anémonas, el alma hecha de ortigas) nombres de frutas y plantas (pomelos, zarzas negras, yedra mala, espliego falso, musgo, magnolia, álamo vihuela, malvas, jacinto, tojo, moras lilas) drogas, barbitúricos y venenos (veronal, opio, cicuta, arsénico). 

No me interesaba en ese momento el libro, que ya había leído en casa el día que lo compré, y que me había dejado perplejo, no tanto por la omnipresencia mediática de la autora, como por comprobar que aquellos versos, aquellos poemas a los que no hallaba pie ni cabeza, aquellas letanías non sense, aquellas visiones en trance, motu proprio o sustancia narcótica mediante, me hacían dudar de mis propios versos, de mi autoestima como poeta que buscaba la sencillez y la luz, la emoción sincera y la comunicación con el lector. Aquella verbosidad confusa no estaba hecha para mí. No entendía que la poesía hubiese de ser aquel exceso de imágenes, aquella suma y multiplicación de metáforas por metáforas y metáforas. Yo no quería ser un surrealista, ni un místico a deshora, sino poeta de mi tiempo, que asume la tradición y busca discretamente su maniera, su decir.

Pero no pensaba así Beatriz Santofimia, que parecía dispuesta a ser una postnovísima surrealista según pude comprobar con el poema manuscrito que encontré en una cuartilla plegada entre la solapa posterior, que tuvo a bien dedicarme y que reproduzco aquí. Se trataba de una composición en verso libre que recogía, con correcciones y algunos añadidos, inspiradas sin duda por la lectura del libro galardonado, las anotaciones a lápiz que fui encontrando en los márgenes.

El poema se incluyó en Radiografía de las nubes (1985). Tras un segundo poemario en la misma línea surrealista, Entropías (1991), Beatriz Santofimia abandonó la escritura. Establecida de nuevo en El Viso, en la actualidad compatibiliza el ejercicio de la abogacía con la explotación de una granja de caracoles.

***

Homenaje a una niña de provincias


Con los labios grises del viejo diciembre
conocí los besos hasta entonces presos en la piedra
la belleza letal de las adelfas
la verde sensualidad alucinada por la marihuana

Pura hermana de amor y muerte
de algas transmarinas y océanos mudos

Pura hermana dulce
como los labios de las lilas
como el árbol tabú del exorcismo
como la línea de sombra en tu voz

Oh Rimbaud es el caballo que galopa
frenético tu cuerpo helecho
tu cuerpo ámbar cuaternario
tu sexo de pájaro en el atardecer

Pura hermana temblor terrestre
de blancas visiones metamorfoseadas
en alba, nieve, magnolia o cristal.

Oh pura hermana blanca
de anémonas marchitas
en un mayo sonámbulo.

Oh Rilke Rilke el poeta
el ángel

miércoles, 14 de mayo de 2025

Relecturas


Los lectores tenemos a veces el capricho, la manía, o la necesidad, de releer un libro en la misma edición en que lo leímos por primera vez. En mi caso, fue así, por ejemplo, con un ensayo de Unamuno, lectura obligatoria en la asignatura de Lengua en el COU, una recopilación de artículos periodísticos titulada Contra esto y aquello –el carácter polémico del escritor bilbaíno se refleja hasta en sus títulos–, que había aparecido en la serie verde de la Colección Austral, de Espasa-Calpe. Hace unos años conseguí un ejemplar de la misma quinta edición que yo debí de leer durante aquel curso preuniversitario en la Córdoba de 1972. Ese mismo capricho –manía o necesidad– me llevó a buscar las obras de Bécquer y de Góngora en Aguilar, o la edición del Epistolario español de Rilke que se me había desestructurado y descuajaringado del mucho uso.


Hace unos días, para descansar de un tocho de setecientas páginas sobre la historia del IRA en los años 70, busqué en mi biblioteca algo de menos páginas y de autor español. No recuerdo el cómo ni el porqué me encontré ante la letra ele en las estanterías y busqué Laforet, la autora de Nada. Pero nada, Nada no aparecía por ninguna parte y hube de desistir. La historia de Andrea en la Barcelona de la inmediata posguerra había desaparecido. Las mudanzas. Un préstamo a un amigo. Una ausencia inexplicable. Una amiga me prestó un ejemplar, pero no podía leer en él: ni me gustaba el tamaño, ni el peso, ni el papel, así que dejé la lectura en las primeras páginas, le devolví gentilmente el libro y esperé a que me llegara el ejemplar de la edición que recordaba haber leído, en la Colección Áncora y Delfín, de la editorial Destino.

La querencia por recuperar la misma edición de un libro perdido de nuestra biblioteca no equivale exactamente a la relectura de un libro que lleva con nosotros mucho tiempo. En el primer caso, el libro en cuestión o se ha perdido o lo tenemos en una edición que incluso puede ser mejor en lo material o en el contenido, una edición crítica, por ejemplo, pero que no tiene para nosotros el enganche sentimental, íntimo, que supone recordar cuándo o en qué circunstancias de nuestra vida lo leímos, dónde lo compramos o quién nos lo regaló, eso que no tiene valor económico pero que para nosotros tiene un precio incalculable.

El segundo caso, volver a un libro que nos acompaña desde años ha, nos proporciona también la experiencia de reencontrarnos con un fantasma del pasado, con un yo con el que nos seguimos identificando o con un yo que no reconocemos ahora, que nos sonroja por su atrevimiento juvenil, porque hemos cambiado de ideas o porque el autor ha acabado por aburrirnos y desinteresarnos, sólo que ha estado ahí siempre, como un amigo de la infancia al que nunca renunciamos.

Con Nada estamos ante el libro que se vuelve a comprar en el mismo formato, en idéntica edición a la que teníamos. Es un rescate por el que incluso se pagan unos euros más. No se recupera nuestro original, pero al menos se restituye una copia fiel a los estantes y ya procurará uno que no se repita la desaparición.

Supongo que leí por primera vez la novela de Carmen Laforet en los últimos años de facultad o en los primeros de vida profesional y preparación de oposiciones. El otro día, cuando buscaba el libro en las estanterías, no recordaba con precisión la trama pero sí el estado emocional que dejaba la novela: aquel verano barcelonés, aquel piso de la calle Aribau poco a poco desmantelado para procurarse el sustento escaso de unas sopas de verduras, aquella familia de vencidos por la guerra civil, aquel clima opresivo, aquel niño de incierto futuro, aquel mundo aparte donde imperaban la violencia, el odio, los gritos, el maltrato y la resignación.

Tremendista en ciertos pasajes la novela, lírica y existencial, Carmen Laforet acertó a retratarnos la Barcelona partida aún por la reciente guerra, la Barcelona del hambre, la Barcelona de los derrotados, de los moralmente hundidos, de los silenciados y olvidados, y la Barcelona de los amigos de la protagonista, estudiantes universitarios, de la burguesía que apenas sintió el desastre y pronto se recuperó. Quien dice Barcelona, dice España, porque Nada es un retrato del país.

Una vez leída la novela, es difícil olvidar la sordidez en que se desenvuelve la familia de la protagonista, la frustración, el dolor, la desnudez material y afectiva que gobierna sus vidas, o ese acierto de la autora para identificar las descripciones de la ciudad y de la meteorología urbana con los estados de ánimo de la protagonista: Andrea, no deja de ser una víctima en aquella casa desangelada de la calle Aribau, donde la única escapatoria es la buhardilla en que se refugia el desgraciado tío Román.

A pesar del existencialismo de la novela, de la truculencia de algunas escenas, del engarce artificioso de alguna historia, Nada retrata con fidelidad un periodo terrible de nuestro pasado y es un ejemplo de cómo la literatura es capaz de mostrar a lo vivo la realidad, de cómo en la buena literatura, verdad y ficción no están reñidas. Pero la novelista va más allá del retrato, propone también, o así me lo parece, una nueva ética, individual y colectiva, una nueva manera de relacionarse que no conduzca al extremismo y la polarización, al odio ni a la barbarie de una guerra: «Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas. Y en estos casos en que quieren hacernos ver con sus ojos, para que resulte medianamente bien el experimento se necesita gran tacto y sensibilidad en los mayores y admiración en los jóvenes».

Gratificante relectura de Nada.

martes, 29 de abril de 2025

Divagaciones

Silencio en las primeras horas de la noche...

El latir sólo de las estrellas. Y descubrir que son millones en la oscuridad...

La vida apagada...

Desconectados...

Aislados...

Desinformados...

Piensa uno en esos dos locos y en las cohortes fanáticas que los mantienen y los alientan. Los creo capaces...

Recuerda uno tardes noches de su infancia a la luz débil de unas bombillas que se apagan cuando caen dos gotas. La España del candil y el carburo campesino, del quinqué historiado y del infiernillo de petróleo. Pero no es lo mismo. No es ésta apagada de hoy aquella España, aunque algunos la añoren y pretendan revivirla y sumir a los españoles en otra noche oscura...

Piensa uno, asomado a su balcón, en las noches de Gaza y de Ucrania. En el terror de las bombas que se cuela en los sueños de sus habitantes...

Piensa uno, a pesar de los eufemismos, o precisamente por ellos «fuerte oscilación en los flujos de potencia»,«desconexión de generación fotovoltaica», «cero energético»‒ en la fragilidad del sistema. En la picaresca y la chapuza nacional, en el «ahorro de costes» a costa de seguridad. En los beneficios inmorales.

En lo fácil que resulta dejar un país a oscuras...

Asomado al balcón de su casa, trata uno de imaginarse los caminos de esta dehesa en oscuras noches medievales, el aspecto del pueblo a la sola luz de las estrellas, sin luna y sin farolas. Y piensa en los mandobles del XVII, en la impunidad de las callejuelas a oscuras, donde se emboscan y encapan matones de cicatriz y espada mercenaria...

Piensa uno en la vulnerabilidad de la red, de la colectividad, en los cinco segundos ‒uno… dos… tres… cuatro... cinco...‒ que han bastado para el apagón peninsular. 

Y en la gestión de lo imprevisible. De la incertidumbre.