viernes, 4 de octubre de 2024

Silencio entre hermanos

 Mi madre nos contaba que el abuelo Anselmo y su hermano Pepe dejaron de verse y hablarse años atrás, y que murieron sin reconciliarse. Ella ignoraba el motivo, aunque aventuraba que el distanciamiento vino poco después de la muerte de su madre. 

Ángela Caballero Guadix, mi abuela materna, murió joven y dejó tres adolescentes al cargo de mi abuelo, destinado entonces en Aguilar de la Frontera: Rafael, de 15 años, Anselmo, de 13 y Juana, mi madre, de 11. Tras el entierro hubo cónclave familiar: los dos más pequeños pasarían unos meses en casa de sus tíos. Anselmito fue con el tío Pepe, destinado entonces en Paredes de Nava, provincia de Palencia, donde vivía con la tía Trini y dos hijos. A Juanita, mi madre, la llevaron a Salamanca, a casa del tío Federico, comisario de policía.

Tiempos difíciles. Años tristes de inmediata posguerra. Un país convaleciente. Implacables unos. Humillados, perseguidos, fusilados otros. Exaltación y exultación a un lado. Silencio y resignación a otro. Los hombres de mi familia, los Pérez y los Zarcos, militan en el bando vencedor. Mi abuelo paterno, José, mi abuelo materno, Anselmo, mis tíos abuelos Pío y José, son guardias civiles. Los cuatro han combatido en la guerra. Los cuatro participan en la persecución de huidos, en partidas contra bandoleros, como también llaman a los maquis. Dos de ellos recibieron  heridas, felicitaciones oficiales y medallas pensionadas por su arrojo y sacrificio en la lucha contra los marxistas.

Anselmo Zarco nunca olvidó aquellos años. Ni sus tres hijos. Casado con Ángela en la primavera de 1924, los primeros años del matrimonio transcurrieron felices en Palma del Río, donde nacieron los hijos. Luego vino la guerra: Puente Genil, Palma del Río, Palenciana, Vilanova de la Sal, Tremps, Cervera, en la provincia de Lérida, y finalmente Alicante, desde donde regresó a finales de abril del 39, siendo destinado inmediatamente a Palma del Río. En noviembre de ese año murió su padre. El 14 de abril del 41, en Fernán Núñez, y nuevo destino en junio: Aguilar de la Frontera.  Mi madre nunca olvidó aquellos días. Igual que sus hermanos. La tarde del 20 de noviembre de 1941 en que Ángela Caballero Guadix murió con 37 años.

Los meses de mi madre en Salamanca fueron los más tristes de su vida. Fue el dolor y el desconcierto por la muerte de su madre, el desgarrón de abandonar de un día para otro la casa en que había nacido, de dejar atrás a su padre y a sus hermanos. Pero fue también el desapego, la crueldad con que fue tratada por la esposa del tío Federico, Petra de la Hoz, viva encarnación de la madrastra de Cenicienta, que dejaba a mi madre sola en la casa, con lágrimas silenciosas tras los cristales de la ventana, mientras ella y sus dos hijos iban de paseo, al cine, o a merendar en una pastelería. Fueron también las fiebres de Malta contraídas por mi madre, que obligaron a mi abuelo a viajar a Salamanca para volver con ella a Palma del Río. Mi madre nunca le contó a su padre lo que había sufrido con aquella mujer altanera y cruel.

Anselmito tampoco duró mucho en casa del tío Pepe. Por una carta, supo mi abuelo que el muchacho estaba cuidando una piara de cerdos y que apenas tenía ropa que ponerse, sobre todo de abrigo, así que le envió dinero para el billete de vuelta en tren. Se presentó en Palma del Río con un aspecto realmente lamentable. Esa pudo ser, según mi madre, la causa de la desavenencia entre mi abuelo y el tío Pepe. Creo que mi hermana y yo nunca los vimos juntos en vida. Sí recuerdo que al instante de morir mi abuelo, mi madre me mandó a casa del tío Pepe para avisarle. Supongo que acudió a casa o que fue al entierro.

Siempre me intrigó ese distanciamiento entre los hermanos, ese ignorarse viviendo en la misma ciudad, ese orgullo, ese no olvidar el agravio, fuese cual fuese. Nosotros dábamos por buena la explicación de mi madre, hasta hace unos meses... 


sábado, 28 de septiembre de 2024

Lorey, 8 de agosto

Cisnes en el Eure


Alarga el sol la sombra de los árboles

y deja en la hierba un rastro de oro.

La brisa agita leve los rosales

y unos pétalos vuelan hasta el suelo.

Son las últimas rosas del verano.


Río abajo, una pareja de cisnes.

En el espejo sereno del agua

su blancura se funde

con el claro reflejo de las nubes

en el anochecer.


Baja el río en silencio.

En su nadar tranquilo

se llevan los cisnes la luz del día,

y una música que sólo tú oyes

colma de misterio tu corazón,

y de melancolía.


martes, 24 de septiembre de 2024

Lorey, 12 de agosto de 2024


Canción del tilo y el poeta


La luz del ocaso

te enciende por dentro y te alimenta.

Savia es tu sombra, su línea perfecta.

Savia es el vuelo, y savia el canto

de todos los pájaros

que cada tarde acoge tu regazo.


Savia noche a noche es la luna blanca

bebiendo en tu copa.


Hermano al fin en la misma tierra,

junto al mismo río,

celebro tu vida,

tu hermoso crecer

atento a la luz 

y te hago canción.


La luz del ocaso

te enciende por dentro y te alimenta.


Luego entras en la quietud de la noche,

en el callado latir de los astros.

Y quizá en el sueño de las ardillas. 


viernes, 13 de septiembre de 2024

Helenismos III

 



4

Según el geógrafo Estrabón (64 a. C.—23 d. C.), los griegos crearon la onomatopeya βάρβαροσ (bárbaros) para referirse, de forma descriptiva, que pronto resultó hiriente, a quien hablaba «con una pronunciación difícil y de forma seca y ruda”1. Con el tiempo esa palabra amplió su semántica, usándose como «nombre étnico general» para señalar al extranjero, a quien no hablaba griego, especialmente al persa; también nombraba lo exótico, lo extraño. Posteriormente se creó el verbo βαρβαρίζω (barbarizo): hablar u obrar como los extranjeros; estar de su parte. También consideraban los griegos el barbarismo (βαρβαρισμόσ) un error lingüístico, imputable al conocimiento deficiente de la gramática, y para afirmar que algo era incomprensible utilizaban la pasiva del verbo barbaroo (βαρβαρόω), equivalente en voz activa a ‘convertir en bárbaro’. Finalmente, lo bárbaro estaba muy cerca de lo inculto e ignorante, de lo tosco, lo grosero, e incluso de lo salvaje.

Bárbaros, para los griegos, eran los romanos con su latín, que adoptaron la palabra para designar a los extranjeros, a quienes hablaban otra lengua distinta a la latina y a la griega. Consciente de cómo suena una lengua extraña a quien nunca la ha escuchado, el poeta latino Ovidio, durante su destierro a orillas del Mar Negro, escribió2: «Aquí soy yo el bárbaro, porque ninguno me entiende, y los tontos de los Getas se ríen al oír mis palabras latinas».

Los romanos también incorporaron a su lengua el barbarismus (vicio contra la pureza del lenguaje), las expresiones in barbarum modo y barbarice (a la manera de los bárbaros), el verbo barbarizar, el nombre Barbaria (cualquier nación distinta de Roma y Grecia), o el tecnicismo barbarolexis (empleo de una palabra extranjera en un texto latino).

Desde el siglo III d. C., cuando pueblos bárbaros, es decir, con lengua y cultura no grecorromanas, comenzaron a cruzar las fronteras del Imperio Romano, la palabra bárbaro amplió su significado al observarse la violencia y la destrucción que algunos de aquellos pueblos acarreaban a su paso. Así, el bárbaro, además de con extranjero, se relacionó también con la fiereza y la crueldad: los vándalos, por ejemplo, han dejado su huella léxica en vándalo (que comete acciones propias de gente salvaje y destructiva), en vandalismo (devastación propia de los antiguos vándalos; espíritu de destrucción que no respeta cosa alguna, sagrada ni profana), en el adjetivo vandálico o en el reciente vandalizar (maltratar o destruir una instalación o un bien público).

Que un término que designa una nación, un grupo étnico, una colectividad, aumente su carga significativa, asumiendo connotaciones relacionadas con el carácter, costumbres y cultura del grupo en cuestión, es un fenómeno semántico bastante frecuente en la lengua, y lo que en origen era un término neutro, objetivo, descriptivo —Ese hombre es extranjero, no habla nuestra lengua— acaba cargado por el diablo del racismo y del nacionalismo, como ocurre en nuestros días con las palabras negro, moro, gitano, musulmán, inmigrante… en boca de ultraderechistas y nacionalistas a ultranza.

Pero la lengua, en giros semánticos sorprendentes, es capaz de hacer lo grande pequeño y lo malo bueno, así la palabra bárbaro ha llegado a tomar connotaciones positivas en determinados contextos: el orador estuvo bárbaro. Un lengua viva nunca deja de sorprendernos con su poder creativo: lo que tiene connotaciones negativas, acaba invirtiendo su energía para transformarla en positiva.

En la escuela de mi infancia —recuerdo la viñeta, que se reproduce aquí—, los bárbaros del Norte se presentaban como «pueblos semisalvajes que procedentes del Centro y Norte de Europa invadieron a España en el año 409. Traían consigo a sus familias y sembraron la destrucción y la muerte a su paso». No obstantes las rudas costumbres y el carácter sanguinario, el autor de la enciclopedia Álvarez3 supo encontrar virtudes de estos invasores que calaron hondamente en los españoles: «su sencillez, su valentía y su aprecio al honor y la familia». ¡Bárbaro, don Antonio, magnífico! Nuestro ser colectivo, la identidad española, es huella fiel de aquellos bárbaros.

Esa imagen —como la de Atila y sus hunos— de gente armada, violenta y destructiva, no es sin embargo, la que encontramos en otros pueblos que se adentraron en la península por el Sur, llamados también bárbaros, es decir, extranjeros, bereberes o berberiscos por su algarabía, por su lengua árabe. Curioso este triplete léxico —bárbaro, bereber, berberisco— de abuela griega, introducido en el castellano por doble vía, latina y árabe. Con la peculiaridad, también, de que la vía árabe no ha aportado matices negativos, en correlación, sin duda con el carácter más pacífico de la invasión árabe —los bárbaros del Sur— que la europea.

Para sembrar, no la duda, sino el interés por nuestra lengua, por nuestro vocabulario, y también por nuestro imaginario sobre aquellos pueblos que entraron en la península ibérica durante la Edad Media, reproduzco a continuación un conocido poema de C. P. Cavafis4:


Esperando a los bárbaros


¿A qué esperamos congregados en la plaza?

Es que hoy llegan los bárbaros.

¿Por qué hay tan poca actividad en el Senado?
¿Por qué los senadores —sentados— no legislan?

Porque hoy llegan los bárbaros.
¿Qué leyes dictarían ya los senadores?
Cuando lleguen las dictarán los bárbaros.

¿Por qué el emperador se ha levantado tan temprano
y en la puerta principal de la ciudad está sentado tan solemne,
en su trono, y coronado?

Porque hoy llegan los bárbaros.
Y nuestro emperador está esperando para
recibir a su jefe. Incluso ha preparado
un pergamino para él. Y en él le ha conferido
nombramientos y títulos sin cuento.

¿Por qué nuestros dos cónsules y los pretores han salido hoy
con sus tocas recamadas de púrpura?
—¿Por qué esos brazaletes de tantas amatistas
y anillos de esmeraldas destellantes?
¿Por qué empuñan bastones tan preciosos labrados
maravillosamente en oro y plata?

Porque hoy llegan los bárbaros,
y esas cosas deslumbran a los bárbaros.

—¿Por qué los dignos oradores no vienen como siempre a lanzar
sus discursos, a soltar peroratas?

Porque hoy llegan los bárbaros,
y elocuencia y arengas les aburren.

—¿Por qué surge de pronto esa inquietud
y confusión? (¡Qué gravedad la de esos rostros!)
¿Por qué rápidamente calles y plazas se vacían
y todos vuelven a casa pensativos?

Porque ya ha anochecido y no llegan los bárbaros.
Y desde las fronteras han venido algunos
diciéndonos que no existen más bárbaros.

—Y ahora ya sin bárbaros ¿qué será de nosotros?
Esos hombres eran una cierta solución.


***

1 Estrabón, Geografía, 14.2.28.

2 Publio Ovidio Nasón, Tristes, V, X.
3 Antonio Álvarez Pérez, Enciclopedia. 3º grado. Ed. Miñón, Valladolid, 1958, p. 432.
4 C. P. Cavafis, Poemas. Traducción Ramón Irigoyen. Círculo de Lectores, Barcelona, 1.999, p. 51.


***

domingo, 8 de septiembre de 2024

Helenismos (II)

 

3

Recuerdo los palmetazos en la mano en la mañana de un lunes frío de invierno por no repetir al pie de la letra no sé qué regla ortográfica y sus excepciones. Recuerdo también cómo unos meses después, tras el cambio de maestro y de escuela, la parroquial de Gibraleón, anexa a la iglesia de Santiago, la maestra articulaba a la perfección en los dictados la uve labiodental de viña para distinguirla de la bilabial de barco, y la palatal elle de calle frente a la fricativa de yate. Mis dudas ortográficas desaparecieron: qué gozada escribir al dictado sin dudar caballo, maravilla, Sevilla, valla, baya, cayado, callado. Recuerdo todavía aquel sonido enfatizado, novedoso para mí, de la elle, dicho como a cámara lenta, que yo imitaba en voz baja llevando la punta de la lengua, no exactamente el ápice, a los alvéolos centrales, presionándolos, recreándome, notando cómo el aire salía por los dos lados de la lengua con una clara sensación de liquidez hasta que llegaba la vocal. Aprendí así la diferencia entre la elle y la ye años más tarde supe que en zonas rurales de Huelva se mantenía aún la antigua, medieval, distinción entre uno y otro sonido, y que la batalla oral1 estaba ganada siglos atrás por parte de aquella letra que lo mismo servía para un roto vocálico (la conjunción y, el adverbio muy, el verbo hay), que para un descosido consonántico (el relativo cuyo, aquella aya que ninguno de nosotros había tenido, el moderno adjetivo yeyé que Conchita Velasco nos hizo cantar a todos).

Sí, la i griega, la penúltima letra de nuestro alfabeto, tomada de los romanos, que no la conocían originariamente y acabaron usándola sólo para transcribir algunas palabras griegas en que la Y reproducía el sonido que corresponde a la u francesa (labios cerrados como para u, pero pronunciando i). El trazo de esa letra y procede de la ípsilon mayúscula, que los griegos tomaron de la vau de los fenicios y estos del signo del alfabeto hierático egipcio que representaba una maza. Era la i griega del yugo que recibía a los viajeros en la entrada de las ciudades y pueblos de nuestra posguerra. La del rítmico yunque en la fragua de Manolo el herrero. La de la yunta de mulas con que el padre de mi amigo Serranete labraba su olivar, o la de las yeguas en las carreras de cintas durante las fiestas de mayo. La de los mecheros de yesca y de los sacos de yute con alubias y garbanzos. La i griega de las temidas inyecciones, de la yema de los huevos pasados por agua y de los hoyos de aceite con azúcar para la merienda.

Para los pitagóricos, la Y representaba simbólicamente la vida, la disyuntiva que marca nuestro destino: durante un tiempo, todas las personas seguimos un mismo camino hasta llegar a un punto, una edad, en que hemos de elegir, o bien el camino de la derecha, lleno de obstáculos y dificultades, que exige sacrificio y abnegación, y nos conduce a la virtud, o bien el camino de la izquierda, que supone entregarse a la pereza y a lo sensual, y nos empuja al «abismo de los vicios»2..


La i griega es más que un trazo —grafema o letra—, guarda memoria de la infancia, de los años de aprendizaje de las primeras letras, marca también nuestro ser moral, nuestra ética, pues vivir implica decidir, optar entre alternativas, orienta el sentido de nuestro vivir, configura, en definitiva, la escritura de nuestra existencia.

***

1   Salvo algunos residuos testimoniales, el español de España y de Hispanoamérica se caracterizan por el yeísmo, es decir, por la desaparición de la diferencia fonológica entre la consonante lateral palatal y la fricativa palatal sonora, de manera que, en la pronunciación, no se distinguen palabras como callado y cayado. (RAE)

2   Gregorio Salvador, Juan R. Lodares, Historia de las letras. Espasa Calpe, Madrid, 2001, p. 347.


jueves, 5 de septiembre de 2024

Helenismos (I)

 1

Leí por primera vez la expresión en griego antiguo Molòn labé (Mολὼν λαβέ), hace apenas dos meses, en un texto de Emilio Lledó, y vuelvo a encontrármela al hacer una consulta sobre la palabra lacónico, que nombra al laconio, o laconia, habitante de una región de la antigua Grecia, y también a lo breve, a lo sucinto y compendiado. De una respuesta. De un mensaje. De un estilo o forma de hablar. Lo lacónico está muy cerca del lo bueno, si breve, dos veces bueno. ¿O breve? El lacónico, o lacónica, va al máximo de reducción. Al mínimo de palabras. Un recurso retórico que todos utilizamos.

El Molòn labé del párrafo anterior suele traducirse como Ven y tómalas, lacónica pero valiente y empoderada respuesta del rey espartano Leónidas al embajador del rey persa Artajerjes, que había pedido al ejército laconio la rendición y entrega de las armas. Maravilla de respuesta. Al invasor. Al Putin de aquellos tiempos. Luego, la famosa batalla de las Termópilas. Y la victoria de los invadidos. La capital laconia era la disciplinada Esparta.

Molòn labé, ven y tómalas. No lo olvidemos. Porque es aplicable hoy día y en todos los órdenes de la vida, el dórico, el jónico y el corintio. Ven y tómalas. Es la valentía. La disposición ciudadana a la lucha contra la injusticia, contra el egoísmo capitalista, contra el disparate político. Como Leónidas. Como leones.

Otro ejemplo de breve pero contundente y clara semántica recibió el rey Filipo II de Macedonia, que a su mensaje —Si invado Laconia os arruinaré para siempre— le contestaron con un lacónico, condicional, si. Sin tilde.

¿Rasgo de carácter colectivo: timidez, cortedad, dejadez? ¿Estricta aplicación del principio de economía de la lengua? ¿Ingenio y capacidad de síntesis? ¿Firme oposición a la palabrería?

2

Los antiguos griegos también tenían su Lepe, o su Fernán Núñez, es decir, el lugar típico, tópico, para sus chistes de aldeanos y campesinos. Ante los cultos y refinados señoritos atenienses, los habitantes de la región de Beocia, cuya capital era Tebas, pasaban por palurdos ignorantes, gente zafia y sin instrucción, y así, con esa acepción despectiva, figura el adjetivo «beocio» en nuestro diccionario académico: ignorante, estúpido, tonto.

La Beocia era una región de economía agrícola. En Atenas, en cambio, prosperaban los comerciantes. Además del tópico clásico, que contrapone la vida en la aldea y la vida en la ciudad, en este menosprecio ateniense por los beocios interviene un componente ideológico y quizá una revancha, un desquite, por la actitud de sus vecinos en el pasado. Lo ideológico tiene que ver con el conservadurismo beocio, con su apego a la tierra, con su filisteísmo, con su renuencia al cambio, a lo novedoso, como prueba que Beocia adoptara la democracia dos siglos más tarde que la región ateniense. En cuanto al desquite, los atenienses consideraron a los beocios unos traidores a la causa panhelena, cuando se creó la liga de ciudades, capitaneada por Atenas, para enfrentarse al invasor persa. Los beocios se avinieron con los persas precisamente para que estos no acabaran con sus cultivos. De ahí los chistes de los atenienses sobre la torpeza y cerrazón mental del beocio, que ha perdurado hasta nuestros días.

En descargo de Beocia, digamos que no resultó tan ignara como los atenienses la pintan, pues allí nacieron poetas como Hesíodo, Corina, Píndaro o Plutarco, y el general Epaminondas, quie llevó a Tebas a su máximo poderío y esplendor. Beocio tebano es asimismo el ciclo temático que sirvió de inspiración a Esquilo, Sófocles y Eurípides para sus tragedias sobre las guerras tebanas o sobre el desdichado rey Edipo.


viernes, 26 de julio de 2024

Paideía *

 Somos griegos, pero hablamos lengua de bárbaros en la que desde niños aprendemos a conocer el mundo según ellos, los antiguos griegos, lo miraron y nos explicaron en su remoto alfabeto.

Fue en la escuela donde muy pronto supimos de aquellos navegantes que llegaron a nuestras costas mediterráneas y dejaron sus primeras palabras Rosas, Ampurias, Adraen nuestro idioma. Dos pi erre. La longitud de la circunferencia. El maravilloso, por escurridizo, número pi, que nadie ha conseguido completar hasta ahora. La geometría elemental, euclídea, del mundo: superficies, puntos, líneas rectas, curvas, quebradas, polígonos y cuerpos geométricos suficientes para dibujar en las pizarras y cuadernos escolares una casa con ventanas y chimenea, un sol radiante, un barco velero y la línea del horizonte marino, o un árbol, un ciprés y su sombra, con el que se nos explicaba el teorema —otra vieja palabra helénica— de Pitágoras. Unos días antes, en la lección sobre pesos y medidas, ya habíamos aprendido que deca era diez, hecto cien, kilo mil y miria diez mil. En aquellos días de iniciación en el saber oímos por primera vez la historia del Eureka de Arquímedes en la bañera, y nos explicaron la diferencia entre artrópodos y cefalópodos, arácnidos y anfibios, la distinción entre biosfera, litosfera y estratosfera, la fotosíntesis de las plantas y el fenómeno de la ósmosis, el porqué del nombre helio para el gas, o de los hematíes de la sangre, las hipótesis sobre el átomo, o los conceptos de biología, zoología, morfología, de síntesis y de sintaxis.

Historia, aritmética y geometría, lingüística, geografía, música, retórica y oratoria, rudimentos de la física y la química, literatura, filosofía, astronomía, mitología. Cualquier estudiante de mi generación que con 17 o 18 años hubiera culminado el bachiller superior y el curso preuniversitario, salía del instituto con un considerable bagaje griego, con un amplio y sustancioso estrato helénico que, con mayor o menor intensidad, condicionaría su visión del mundo y de sí mismo, su concepción de la naturaleza, sus valores éticos, su búsqueda de la verdad, su asombro ante la belleza, su ideal de justicia y de felicidad.

Desde niños, lo griego antiguo formaba parte sustancial de nuestro saber, pero también aparecía en la realidad cotidiana cuando se celebraban las olimpiadas y los atletas competían en saltos, carreras y lanzamientos de disco y jabalina, como cantaba Homero en la Odisea. Nos llegaban también ecos de la Grecia contemporánea, sabíamos de la inmensa fortuna del armador Aristóteles Onassis, propietario de la isla de Scorpios, de su romance con Jaqueline Kennedy y de la malhadada María Callas. Recuerdo a Anhony Quin bailando el sirtaki en una playa y el subyugante crescendo del buzuki en la película Zorba el griego, que vi en un cine de verano. Recuerdo el nombre, Giorgios Papadopoulos, del líder de los militares golpistas, que instauraron la negra dictadura de los coroneles. Recuerdo un reportaje periodístico sobre el Monte Athos. Recuerdo a mi madre hablando sobre el fuerte carácter de la reina Federica, madre de reyes —Constantino de Grecia, Sofía de España—, y de su dorado exilio inglés. Recuerdo a Abebe Bikila, doble campeón olímpico de la maratón. Recuerdo una canción, It’s Five O’clock, de Aphrodite’s Child, antes de que Demis Roussos triunfara en solitario. Recuerdo los ojos de Melina Mercouri y el hermoso rostro de Irene Papas, su voz en las Odas con música de Vangelis. Recuerdo las clases de griego con don José Villatoro en quinto de bachillerato. Recuerdo el gozo, la dicha, de la primera lectura completa de la Iliada y la Odisea. Recuerdo el destino trágico de Edipo. Recuerdo mi primer encuentro con la Victoria de Samotracia y con la Venus de Milo. Recuerdo aquel cuento de Cortázar, La isla a mediodía. Recuerdo la emoción, la verdad humana, de los versos de Cavafis. Recuerdo la música y el compromiso político de Mikis Theodorakis. Recuerdo fotografías de Leonard Cohen en Hidra con su novia noruega, Marianne Ihlen. Recuerdo las muchas veces que he abierto el atlas y recorrido la península y las islas griegas. Recuerdo un amor juvenil y los versos de Safo que ella copió en la basa de una estatuilla para despedirse: «Tal como la manzana rojea en la alta rama, en lo más alto de ella, olvidada por los corderos, mas no, no la olvidaban, no lograban cogerla».

Es un verdadero privilegio sentirse hijo, o nieto, heredero al fin, de aquellos griegos que supieron levantar los mejores cimientos para lograr una sociedad sana y feliz: una educación que promueve la curiosidad y el entusiasmo, el amor por el conocimiento y la libertad de pensamiento, sin sesgo ideológico manipulador; que disfruta de la armonía y la belleza de los cuerpos y de las ideas, de la naturaleza, y que camina en todo momento en busca de la verdad y la justicia, como nos recordaba, y reivindicaba, Emilio Lledó en Fidelidad a Grecia. Por ahí va la paideía, la auténtica educación: humanista, democrática, pública y universal.

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 *   La paideía (en griego παιδεία, "educación" o "formación", a su vez de παις, país, "niño") era, para los antiguos griegos, el proceso de crianza de los niños, entendida como la transmisión de valores (saber ser) y saberes técnicos (saber hacer) inherentes a la sociedad.