viernes, 4 de octubre de 2024

Silencio entre hermanos

 Mi madre nos contaba que el abuelo Anselmo y su hermano Pepe dejaron de verse y hablarse años atrás, y que murieron sin reconciliarse. Ella ignoraba el motivo, aunque aventuraba que el distanciamiento vino poco después de la muerte de su madre. 

Ángela Caballero Guadix, mi abuela materna, murió joven y dejó tres adolescentes al cargo de mi abuelo, destinado entonces en Aguilar de la Frontera: Rafael, de 15 años, Anselmo, de 13 y Juana, mi madre, de 11. Tras el entierro hubo cónclave familiar: los dos más pequeños pasarían unos meses en casa de sus tíos. Anselmito fue con el tío Pepe, destinado entonces en Paredes de Nava, provincia de Palencia, donde vivía con la tía Trini y dos hijos. A Juanita, mi madre, la llevaron a Salamanca, a casa del tío Federico, comisario de policía.

Tiempos difíciles. Años tristes de inmediata posguerra. Un país convaleciente. Implacables unos. Humillados, perseguidos, fusilados otros. Exaltación y exultación a un lado. Silencio y resignación a otro. Los hombres de mi familia, los Pérez y los Zarcos, militan en el bando vencedor. Mi abuelo paterno, José, mi abuelo materno, Anselmo, mis tíos abuelos Pío y José, son guardias civiles. Los cuatro han combatido en la guerra. Los cuatro participan en la persecución de huidos, en partidas contra bandoleros, como también llaman a los maquis. Dos de ellos recibieron  heridas, felicitaciones oficiales y medallas pensionadas por su arrojo y sacrificio en la lucha contra los marxistas.

Anselmo Zarco nunca olvidó aquellos años. Ni sus tres hijos. Casado con Ángela en la primavera de 1924, los primeros años del matrimonio transcurrieron felices en Palma del Río, donde nacieron los hijos. Luego vino la guerra: Puente Genil, Palma del Río, Palenciana, Vilanova de la Sal, Tremps, Cervera, en la provincia de Lérida, y finalmente Alicante, desde donde regresó a finales de abril del 39, siendo destinado inmediatamente a Palma del Río. En noviembre de ese año murió su padre. El 14 de abril del 41, en Fernán Núñez, y nuevo destino en junio: Aguilar de la Frontera.  Mi madre nunca olvidó aquellos días. Igual que sus hermanos. La tarde del 20 de noviembre de 1941 en que Ángela Caballero Guadix murió con 37 años.

Los meses de mi madre en Salamanca fueron los más tristes de su vida. Fue el dolor y el desconcierto por la muerte de su madre, el desgarrón de abandonar de un día para otro la casa en que había nacido, de dejar atrás a su padre y a sus hermanos. Pero fue también el desapego, la crueldad con que fue tratada por la esposa del tío Federico, Petra de la Hoz, viva encarnación de la madrastra de Cenicienta, que dejaba a mi madre sola en la casa, con lágrimas silenciosas tras los cristales de la ventana, mientras ella y sus dos hijos iban de paseo, al cine, o a merendar en una pastelería. Fueron también las fiebres de Malta contraídas por mi madre, que obligaron a mi abuelo a viajar a Salamanca para volver con ella a Palma del Río. Mi madre nunca le contó a su padre lo que había sufrido con aquella mujer altanera y cruel.

Anselmito tampoco duró mucho en casa del tío Pepe. Por una carta, supo mi abuelo que el muchacho estaba cuidando una piara de cerdos y que apenas tenía ropa que ponerse, sobre todo de abrigo, así que le envió dinero para el billete de vuelta en tren. Se presentó en Palma del Río con un aspecto realmente lamentable. Esa pudo ser, según mi madre, la causa de la desavenencia entre mi abuelo y el tío Pepe. Creo que mi hermana y yo nunca los vimos juntos en vida. Sí recuerdo que al instante de morir mi abuelo, mi madre me mandó a casa del tío Pepe para avisarle. Supongo que acudió a casa o que fue al entierro.

Siempre me intrigó ese distanciamiento entre los hermanos, ese ignorarse viviendo en la misma ciudad, ese orgullo, ese no olvidar el agravio, fuese cual fuese. Nosotros dábamos por buena la explicación de mi madre, hasta hace unos meses... 


sábado, 28 de septiembre de 2024

Lorey, 8 de agosto

Cisnes en el Eure


Alarga el sol la sombra de los árboles

y deja en la hierba un rastro de oro.

La brisa agita leve los rosales

y unos pétalos vuelan hasta el suelo.

Son las últimas rosas del verano.


Río abajo, una pareja de cisnes.

En el espejo sereno del agua

su blancura se funde

con el claro reflejo de las nubes

en el anochecer.


Baja el río en silencio.

En su nadar tranquilo

se llevan los cisnes la luz del día,

y una música que sólo tú oyes

colma de misterio tu corazón,

y de melancolía.


martes, 24 de septiembre de 2024

Lorey, 12 de agosto de 2024


Canción del tilo y el poeta


La luz del ocaso

te enciende por dentro y te alimenta.

Savia es tu sombra, su línea perfecta.

Savia es el vuelo, y savia el canto

de todos los pájaros

que cada tarde acoge tu regazo.


Savia noche a noche es la luna blanca

bebiendo en tu copa.


Hermano al fin en la misma tierra,

junto al mismo río,

celebro tu vida,

tu hermoso crecer

atento a la luz 

y te hago canción.


La luz del ocaso

te enciende por dentro y te alimenta.


Luego entras en la quietud de la noche,

en el callado latir de los astros.

Y quizá en el sueño de las ardillas. 


viernes, 13 de septiembre de 2024

Helenismos III

 



4

Según el geógrafo Estrabón (64 a. C.—23 d. C.), los griegos crearon la onomatopeya βάρβαροσ (bárbaros) para referirse, de forma descriptiva, que pronto resultó hiriente, a quien hablaba «con una pronunciación difícil y de forma seca y ruda”1. Con el tiempo esa palabra amplió su semántica, usándose como «nombre étnico general» para señalar al extranjero, a quien no hablaba griego, especialmente al persa; también nombraba lo exótico, lo extraño. Posteriormente se creó el verbo βαρβαρίζω (barbarizo): hablar u obrar como los extranjeros; estar de su parte. También consideraban los griegos el barbarismo (βαρβαρισμόσ) un error lingüístico, imputable al conocimiento deficiente de la gramática, y para afirmar que algo era incomprensible utilizaban la pasiva del verbo barbaroo (βαρβαρόω), equivalente en voz activa a ‘convertir en bárbaro’. Finalmente, lo bárbaro estaba muy cerca de lo inculto e ignorante, de lo tosco, lo grosero, e incluso de lo salvaje.

Bárbaros, para los griegos, eran los romanos con su latín, que adoptaron la palabra para designar a los extranjeros, a quienes hablaban otra lengua distinta a la latina y a la griega. Consciente de cómo suena una lengua extraña a quien nunca la ha escuchado, el poeta latino Ovidio, durante su destierro a orillas del Mar Negro, escribió2: «Aquí soy yo el bárbaro, porque ninguno me entiende, y los tontos de los Getas se ríen al oír mis palabras latinas».

Los romanos también incorporaron a su lengua el barbarismus (vicio contra la pureza del lenguaje), las expresiones in barbarum modo y barbarice (a la manera de los bárbaros), el verbo barbarizar, el nombre Barbaria (cualquier nación distinta de Roma y Grecia), o el tecnicismo barbarolexis (empleo de una palabra extranjera en un texto latino).

Desde el siglo III d. C., cuando pueblos bárbaros, es decir, con lengua y cultura no grecorromanas, comenzaron a cruzar las fronteras del Imperio Romano, la palabra bárbaro amplió su significado al observarse la violencia y la destrucción que algunos de aquellos pueblos acarreaban a su paso. Así, el bárbaro, además de con extranjero, se relacionó también con la fiereza y la crueldad: los vándalos, por ejemplo, han dejado su huella léxica en vándalo (que comete acciones propias de gente salvaje y destructiva), en vandalismo (devastación propia de los antiguos vándalos; espíritu de destrucción que no respeta cosa alguna, sagrada ni profana), en el adjetivo vandálico o en el reciente vandalizar (maltratar o destruir una instalación o un bien público).

Que un término que designa una nación, un grupo étnico, una colectividad, aumente su carga significativa, asumiendo connotaciones relacionadas con el carácter, costumbres y cultura del grupo en cuestión, es un fenómeno semántico bastante frecuente en la lengua, y lo que en origen era un término neutro, objetivo, descriptivo —Ese hombre es extranjero, no habla nuestra lengua— acaba cargado por el diablo del racismo y del nacionalismo, como ocurre en nuestros días con las palabras negro, moro, gitano, musulmán, inmigrante… en boca de ultraderechistas y nacionalistas a ultranza.

Pero la lengua, en giros semánticos sorprendentes, es capaz de hacer lo grande pequeño y lo malo bueno, así la palabra bárbaro ha llegado a tomar connotaciones positivas en determinados contextos: el orador estuvo bárbaro. Un lengua viva nunca deja de sorprendernos con su poder creativo: lo que tiene connotaciones negativas, acaba invirtiendo su energía para transformarla en positiva.

En la escuela de mi infancia —recuerdo la viñeta, que se reproduce aquí—, los bárbaros del Norte se presentaban como «pueblos semisalvajes que procedentes del Centro y Norte de Europa invadieron a España en el año 409. Traían consigo a sus familias y sembraron la destrucción y la muerte a su paso». No obstantes las rudas costumbres y el carácter sanguinario, el autor de la enciclopedia Álvarez3 supo encontrar virtudes de estos invasores que calaron hondamente en los españoles: «su sencillez, su valentía y su aprecio al honor y la familia». ¡Bárbaro, don Antonio, magnífico! Nuestro ser colectivo, la identidad española, es huella fiel de aquellos bárbaros.

Esa imagen —como la de Atila y sus hunos— de gente armada, violenta y destructiva, no es sin embargo, la que encontramos en otros pueblos que se adentraron en la península por el Sur, llamados también bárbaros, es decir, extranjeros, bereberes o berberiscos por su algarabía, por su lengua árabe. Curioso este triplete léxico —bárbaro, bereber, berberisco— de abuela griega, introducido en el castellano por doble vía, latina y árabe. Con la peculiaridad, también, de que la vía árabe no ha aportado matices negativos, en correlación, sin duda con el carácter más pacífico de la invasión árabe —los bárbaros del Sur— que la europea.

Para sembrar, no la duda, sino el interés por nuestra lengua, por nuestro vocabulario, y también por nuestro imaginario sobre aquellos pueblos que entraron en la península ibérica durante la Edad Media, reproduzco a continuación un conocido poema de C. P. Cavafis4:


Esperando a los bárbaros


¿A qué esperamos congregados en la plaza?

Es que hoy llegan los bárbaros.

¿Por qué hay tan poca actividad en el Senado?
¿Por qué los senadores —sentados— no legislan?

Porque hoy llegan los bárbaros.
¿Qué leyes dictarían ya los senadores?
Cuando lleguen las dictarán los bárbaros.

¿Por qué el emperador se ha levantado tan temprano
y en la puerta principal de la ciudad está sentado tan solemne,
en su trono, y coronado?

Porque hoy llegan los bárbaros.
Y nuestro emperador está esperando para
recibir a su jefe. Incluso ha preparado
un pergamino para él. Y en él le ha conferido
nombramientos y títulos sin cuento.

¿Por qué nuestros dos cónsules y los pretores han salido hoy
con sus tocas recamadas de púrpura?
—¿Por qué esos brazaletes de tantas amatistas
y anillos de esmeraldas destellantes?
¿Por qué empuñan bastones tan preciosos labrados
maravillosamente en oro y plata?

Porque hoy llegan los bárbaros,
y esas cosas deslumbran a los bárbaros.

—¿Por qué los dignos oradores no vienen como siempre a lanzar
sus discursos, a soltar peroratas?

Porque hoy llegan los bárbaros,
y elocuencia y arengas les aburren.

—¿Por qué surge de pronto esa inquietud
y confusión? (¡Qué gravedad la de esos rostros!)
¿Por qué rápidamente calles y plazas se vacían
y todos vuelven a casa pensativos?

Porque ya ha anochecido y no llegan los bárbaros.
Y desde las fronteras han venido algunos
diciéndonos que no existen más bárbaros.

—Y ahora ya sin bárbaros ¿qué será de nosotros?
Esos hombres eran una cierta solución.


***

1 Estrabón, Geografía, 14.2.28.

2 Publio Ovidio Nasón, Tristes, V, X.
3 Antonio Álvarez Pérez, Enciclopedia. 3º grado. Ed. Miñón, Valladolid, 1958, p. 432.
4 C. P. Cavafis, Poemas. Traducción Ramón Irigoyen. Círculo de Lectores, Barcelona, 1.999, p. 51.


***

domingo, 8 de septiembre de 2024

Helenismos (II)

 

3

Recuerdo los palmetazos en la mano en la mañana de un lunes frío de invierno por no repetir al pie de la letra no sé qué regla ortográfica y sus excepciones. Recuerdo también cómo unos meses después, tras el cambio de maestro y de escuela, la parroquial de Gibraleón, anexa a la iglesia de Santiago, la maestra articulaba a la perfección en los dictados la uve labiodental de viña para distinguirla de la bilabial de barco, y la palatal elle de calle frente a la fricativa de yate. Mis dudas ortográficas desaparecieron: qué gozada escribir al dictado sin dudar caballo, maravilla, Sevilla, valla, baya, cayado, callado. Recuerdo todavía aquel sonido enfatizado, novedoso para mí, de la elle, dicho como a cámara lenta, que yo imitaba en voz baja llevando la punta de la lengua, no exactamente el ápice, a los alvéolos centrales, presionándolos, recreándome, notando cómo el aire salía por los dos lados de la lengua con una clara sensación de liquidez hasta que llegaba la vocal. Aprendí así la diferencia entre la elle y la ye años más tarde supe que en zonas rurales de Huelva se mantenía aún la antigua, medieval, distinción entre uno y otro sonido, y que la batalla oral1 estaba ganada siglos atrás por parte de aquella letra que lo mismo servía para un roto vocálico (la conjunción y, el adverbio muy, el verbo hay), que para un descosido consonántico (el relativo cuyo, aquella aya que ninguno de nosotros había tenido, el moderno adjetivo yeyé que Conchita Velasco nos hizo cantar a todos).

Sí, la i griega, la penúltima letra de nuestro alfabeto, tomada de los romanos, que no la conocían originariamente y acabaron usándola sólo para transcribir algunas palabras griegas en que la Y reproducía el sonido que corresponde a la u francesa (labios cerrados como para u, pero pronunciando i). El trazo de esa letra y procede de la ípsilon mayúscula, que los griegos tomaron de la vau de los fenicios y estos del signo del alfabeto hierático egipcio que representaba una maza. Era la i griega del yugo que recibía a los viajeros en la entrada de las ciudades y pueblos de nuestra posguerra. La del rítmico yunque en la fragua de Manolo el herrero. La de la yunta de mulas con que el padre de mi amigo Serranete labraba su olivar, o la de las yeguas en las carreras de cintas durante las fiestas de mayo. La de los mecheros de yesca y de los sacos de yute con alubias y garbanzos. La i griega de las temidas inyecciones, de la yema de los huevos pasados por agua y de los hoyos de aceite con azúcar para la merienda.

Para los pitagóricos, la Y representaba simbólicamente la vida, la disyuntiva que marca nuestro destino: durante un tiempo, todas las personas seguimos un mismo camino hasta llegar a un punto, una edad, en que hemos de elegir, o bien el camino de la derecha, lleno de obstáculos y dificultades, que exige sacrificio y abnegación, y nos conduce a la virtud, o bien el camino de la izquierda, que supone entregarse a la pereza y a lo sensual, y nos empuja al «abismo de los vicios»2..


La i griega es más que un trazo —grafema o letra—, guarda memoria de la infancia, de los años de aprendizaje de las primeras letras, marca también nuestro ser moral, nuestra ética, pues vivir implica decidir, optar entre alternativas, orienta el sentido de nuestro vivir, configura, en definitiva, la escritura de nuestra existencia.

***

1   Salvo algunos residuos testimoniales, el español de España y de Hispanoamérica se caracterizan por el yeísmo, es decir, por la desaparición de la diferencia fonológica entre la consonante lateral palatal y la fricativa palatal sonora, de manera que, en la pronunciación, no se distinguen palabras como callado y cayado. (RAE)

2   Gregorio Salvador, Juan R. Lodares, Historia de las letras. Espasa Calpe, Madrid, 2001, p. 347.


jueves, 5 de septiembre de 2024

Helenismos (I)

 1

Leí por primera vez la expresión en griego antiguo Molòn labé (Mολὼν λαβέ), hace apenas dos meses, en un texto de Emilio Lledó, y vuelvo a encontrármela al hacer una consulta sobre la palabra lacónico, que nombra al laconio, o laconia, habitante de una región de la antigua Grecia, y también a lo breve, a lo sucinto y compendiado. De una respuesta. De un mensaje. De un estilo o forma de hablar. Lo lacónico está muy cerca del lo bueno, si breve, dos veces bueno. ¿O breve? El lacónico, o lacónica, va al máximo de reducción. Al mínimo de palabras. Un recurso retórico que todos utilizamos.

El Molòn labé del párrafo anterior suele traducirse como Ven y tómalas, lacónica pero valiente y empoderada respuesta del rey espartano Leónidas al embajador del rey persa Artajerjes, que había pedido al ejército laconio la rendición y entrega de las armas. Maravilla de respuesta. Al invasor. Al Putin de aquellos tiempos. Luego, la famosa batalla de las Termópilas. Y la victoria de los invadidos. La capital laconia era la disciplinada Esparta.

Molòn labé, ven y tómalas. No lo olvidemos. Porque es aplicable hoy día y en todos los órdenes de la vida, el dórico, el jónico y el corintio. Ven y tómalas. Es la valentía. La disposición ciudadana a la lucha contra la injusticia, contra el egoísmo capitalista, contra el disparate político. Como Leónidas. Como leones.

Otro ejemplo de breve pero contundente y clara semántica recibió el rey Filipo II de Macedonia, que a su mensaje —Si invado Laconia os arruinaré para siempre— le contestaron con un lacónico, condicional, si. Sin tilde.

¿Rasgo de carácter colectivo: timidez, cortedad, dejadez? ¿Estricta aplicación del principio de economía de la lengua? ¿Ingenio y capacidad de síntesis? ¿Firme oposición a la palabrería?

2

Los antiguos griegos también tenían su Lepe, o su Fernán Núñez, es decir, el lugar típico, tópico, para sus chistes de aldeanos y campesinos. Ante los cultos y refinados señoritos atenienses, los habitantes de la región de Beocia, cuya capital era Tebas, pasaban por palurdos ignorantes, gente zafia y sin instrucción, y así, con esa acepción despectiva, figura el adjetivo «beocio» en nuestro diccionario académico: ignorante, estúpido, tonto.

La Beocia era una región de economía agrícola. En Atenas, en cambio, prosperaban los comerciantes. Además del tópico clásico, que contrapone la vida en la aldea y la vida en la ciudad, en este menosprecio ateniense por los beocios interviene un componente ideológico y quizá una revancha, un desquite, por la actitud de sus vecinos en el pasado. Lo ideológico tiene que ver con el conservadurismo beocio, con su apego a la tierra, con su filisteísmo, con su renuencia al cambio, a lo novedoso, como prueba que Beocia adoptara la democracia dos siglos más tarde que la región ateniense. En cuanto al desquite, los atenienses consideraron a los beocios unos traidores a la causa panhelena, cuando se creó la liga de ciudades, capitaneada por Atenas, para enfrentarse al invasor persa. Los beocios se avinieron con los persas precisamente para que estos no acabaran con sus cultivos. De ahí los chistes de los atenienses sobre la torpeza y cerrazón mental del beocio, que ha perdurado hasta nuestros días.

En descargo de Beocia, digamos que no resultó tan ignara como los atenienses la pintan, pues allí nacieron poetas como Hesíodo, Corina, Píndaro o Plutarco, y el general Epaminondas, quie llevó a Tebas a su máximo poderío y esplendor. Beocio tebano es asimismo el ciclo temático que sirvió de inspiración a Esquilo, Sófocles y Eurípides para sus tragedias sobre las guerras tebanas o sobre el desdichado rey Edipo.


viernes, 26 de julio de 2024

Paideía *

 Somos griegos, pero hablamos lengua de bárbaros en la que desde niños aprendemos a conocer el mundo según ellos, los antiguos griegos, lo miraron y nos explicaron en su remoto alfabeto.

Fue en la escuela donde muy pronto supimos de aquellos navegantes que llegaron a nuestras costas mediterráneas y dejaron sus primeras palabras Rosas, Ampurias, Adraen nuestro idioma. Dos pi erre. La longitud de la circunferencia. El maravilloso, por escurridizo, número pi, que nadie ha conseguido completar hasta ahora. La geometría elemental, euclídea, del mundo: superficies, puntos, líneas rectas, curvas, quebradas, polígonos y cuerpos geométricos suficientes para dibujar en las pizarras y cuadernos escolares una casa con ventanas y chimenea, un sol radiante, un barco velero y la línea del horizonte marino, o un árbol, un ciprés y su sombra, con el que se nos explicaba el teorema —otra vieja palabra helénica— de Pitágoras. Unos días antes, en la lección sobre pesos y medidas, ya habíamos aprendido que deca era diez, hecto cien, kilo mil y miria diez mil. En aquellos días de iniciación en el saber oímos por primera vez la historia del Eureka de Arquímedes en la bañera, y nos explicaron la diferencia entre artrópodos y cefalópodos, arácnidos y anfibios, la distinción entre biosfera, litosfera y estratosfera, la fotosíntesis de las plantas y el fenómeno de la ósmosis, el porqué del nombre helio para el gas, o de los hematíes de la sangre, las hipótesis sobre el átomo, o los conceptos de biología, zoología, morfología, de síntesis y de sintaxis.

Historia, aritmética y geometría, lingüística, geografía, música, retórica y oratoria, rudimentos de la física y la química, literatura, filosofía, astronomía, mitología. Cualquier estudiante de mi generación que con 17 o 18 años hubiera culminado el bachiller superior y el curso preuniversitario, salía del instituto con un considerable bagaje griego, con un amplio y sustancioso estrato helénico que, con mayor o menor intensidad, condicionaría su visión del mundo y de sí mismo, su concepción de la naturaleza, sus valores éticos, su búsqueda de la verdad, su asombro ante la belleza, su ideal de justicia y de felicidad.

Desde niños, lo griego antiguo formaba parte sustancial de nuestro saber, pero también aparecía en la realidad cotidiana cuando se celebraban las olimpiadas y los atletas competían en saltos, carreras y lanzamientos de disco y jabalina, como cantaba Homero en la Odisea. Nos llegaban también ecos de la Grecia contemporánea, sabíamos de la inmensa fortuna del armador Aristóteles Onassis, propietario de la isla de Scorpios, de su romance con Jaqueline Kennedy y de la malhadada María Callas. Recuerdo a Anhony Quin bailando el sirtaki en una playa y el subyugante crescendo del buzuki en la película Zorba el griego, que vi en un cine de verano. Recuerdo el nombre, Giorgios Papadopoulos, del líder de los militares golpistas, que instauraron la negra dictadura de los coroneles. Recuerdo un reportaje periodístico sobre el Monte Athos. Recuerdo a mi madre hablando sobre el fuerte carácter de la reina Federica, madre de reyes —Constantino de Grecia, Sofía de España—, y de su dorado exilio inglés. Recuerdo a Abebe Bikila, doble campeón olímpico de la maratón. Recuerdo una canción, It’s Five O’clock, de Aphrodite’s Child, antes de que Demis Roussos triunfara en solitario. Recuerdo los ojos de Melina Mercouri y el hermoso rostro de Irene Papas, su voz en las Odas con música de Vangelis. Recuerdo las clases de griego con don José Villatoro en quinto de bachillerato. Recuerdo el gozo, la dicha, de la primera lectura completa de la Iliada y la Odisea. Recuerdo el destino trágico de Edipo. Recuerdo mi primer encuentro con la Victoria de Samotracia y con la Venus de Milo. Recuerdo aquel cuento de Cortázar, La isla a mediodía. Recuerdo la emoción, la verdad humana, de los versos de Cavafis. Recuerdo la música y el compromiso político de Mikis Theodorakis. Recuerdo fotografías de Leonard Cohen en Hidra con su novia noruega, Marianne Ihlen. Recuerdo las muchas veces que he abierto el atlas y recorrido la península y las islas griegas. Recuerdo un amor juvenil y los versos de Safo que ella copió en la basa de una estatuilla para despedirse: «Tal como la manzana rojea en la alta rama, en lo más alto de ella, olvidada por los corderos, mas no, no la olvidaban, no lograban cogerla».

Es un verdadero privilegio sentirse hijo, o nieto, heredero al fin, de aquellos griegos que supieron levantar los mejores cimientos para lograr una sociedad sana y feliz: una educación que promueve la curiosidad y el entusiasmo, el amor por el conocimiento y la libertad de pensamiento, sin sesgo ideológico manipulador; que disfruta de la armonía y la belleza de los cuerpos y de las ideas, de la naturaleza, y que camina en todo momento en busca de la verdad y la justicia, como nos recordaba, y reivindicaba, Emilio Lledó en Fidelidad a Grecia. Por ahí va la paideía, la auténtica educación: humanista, democrática, pública y universal.

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 *   La paideía (en griego παιδεία, "educación" o "formación", a su vez de παις, país, "niño") era, para los antiguos griegos, el proceso de crianza de los niños, entendida como la transmisión de valores (saber ser) y saberes técnicos (saber hacer) inherentes a la sociedad.

 

martes, 16 de julio de 2024

Lecturas para el verano


Sí, otro libro sobre la guerra civil, y vengan muchos más como éste, que afronten con honestidad el desastre humano y material de aquellos tres años, y nos permitan ir poniendo en claro, sin revanchismos ni mentiras, qué hizo que los españoles comenzaran a matarse entre ellos. Publicado en marzo de 2024, La península de las casas vacías, de David Uclés, es ya otro libro imprescindible sobre la guerra civil, sea lector o escritor quien se acerque a él.

Hacía años que no leía realismo mágico, muchos años, por lo que me sorprendió encontrármelo en las primeras páginas, pero lo maravilloso, aun siendo importante en las vidas de los personajes, se acepta enseguida. No afecta, además, a la otra y principal intención del libro: contar la repercusión de la guerra en una familia de un pueblo llamado Jándula en un país llamado Iberia. Digamos que se acepta enseguida lo mágico, como también lo dramático, lo doloroso y devastador de aquella guerra, cuyos episodios principales —asedio de Madrid, matanza de Badajoz, Paracuellos, destrucción de Guernica, batalla del Ebro...— rememora un narrador desde la doble perspectiva de los hunos y de los hotros, un contador de historias que anticipa, rectifica, dosifica, hace y deshace con desparpajo y sinceridad, omnisciente en todo momento, y que hace desfilar ante el lector a figuras como Franco, Queipo de Llano, Mola, el general Vicente Rojo, Antonio Machado, Alberti, Miguel Hernández, y Josefina Manresa… o el pintor Rafael Zabaleta, autor del cuadro reproducido en la portada del libro.

Un intento, logrado, sin duda, de ofrecer una visión total de la guerra.


lunes, 10 de junio de 2024

2 breves


Una y mil veces tropezarán los gobernantes en la piedra de la guerra para darle la razón al futurista Marinetti, que alentó el fascismo italiano: lo que necesita el mundo es una catarsis bélica de vez en cuando, una buena sangría que libere la mala sangre y haga más ricos a los fabricantes de armas. Y a los reconstructores de países, que vienen a ser los mismos.

*

Romper, no la sintaxis, sino la norma, lo acostumbrado y previsible. Colocar las palabras en nuevos contextos. Que cada frase lleve dentro la sorpresa. Sólo entonces puede hablarse de creación. De literatura.

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viernes, 7 de junio de 2024

Locus amoenus

Aquella insistencia tuya en conservar memoria de la belleza del lugar. Míralo bien, te decías. La carretera mareante. Lento ya el río camino del mar. Los álamos y los eucaliptos, su leve danza en el atardecer azul. Los pinos, los alcornoques y los madroños, reflejándose en el espejo del agua verde. La ribera espesa. Las umbrías. Guárdalo en la memoria, insistías. El perfume del tomillo. El dulzor de las adelfas.

Allí era la frontera: el pueblo ‒las risas, las canciones, las copas y los besos del verano‒, y la ciudad con su estrecho calendario y sus horarios marcados.

No has vuelto a pasar por allí. Pero esta tarde algo te ha traído el mismo olor a verano, a noche luminosa, a versos calientes de siesta y paseos entre olivos al amanecer. La mucha edad de ahora. La juventud de entonces.


miércoles, 15 de mayo de 2024

La ruta de la seda

Era por estos días mediados de mayo, cuando alguno de los amigos aparecía con la caja de zapatos sutilmente perforada donde habían empezado a eclosionar los huevos y se veían ya los primeros ejemplares, de apenas un centímetro, avanzando por el fondo de la caja. Los demás salíamos pitando para nuestras casas con la esperanza de que la caja que guardamos el verano anterior siguiera en el mismo rincón del armario. Si nuestra madre se había deshecho de ella, y de las sandalias que ya no darían otro verano, siempre había alguno que nos los daba o nos los cambiaba por cromos de la historia del arte, un tebeo o un puñado de hojas de morera frescas.

Recuerdo el asombro de ver nacer una vida, un ser que va creciendo día a día y acaba tejiendo con finísimo hilo de seda el capullo blanco, amarillo, rosado, naranja en que se envuelve a sí misma y, desapareciendo unos días de nuestra vista, aparece de nuevo en otra vida, transformada en otro ser completamente distinto, con alas imago, aunque de efímero vuelo, que a pesar de su transformación guarda el recuerdo biológico, genético, de su ser primero, en el que encarna exactamente al cabo de un año, para así continuar la rueda, el ciclo de su existencia.

Observábamos largos ratos sus idas y venidas, sus matices de color, la paulatina desaparición de los anillos negros que marcaban los distintos segmentos de su cuerpo blando y redondeado, los estigmas, las cagaditas negras y otras secreciones de fluidos, la huella de los minúsculos mordiscos en las hojas de morera.

Nos cautivaba el silencio de aquellas vidas encajadas, su laboriosidad, la inefable magia de la biología, capaz de convertir aquellos hilos en la preciada y colorida seda que yo asociaba con la misteriosa y remota China, con las películas del malvado Fu Manchú, con los exóticos mantones de Manila y los pericones que mi madre guardaba en el baúl.

El cuidado de aquellas criaturas suponía también un ejercicio, un aprendizaje, de responsabilidad: limpiar de vez en cuando la pequeña granja de cartón y procurarles alimento, hojas frescas de morera, que no siempre eran fáciles de conseguir, sobre todo en una ciudad. Aquellos invertebrados nos procuraban también aprendizaje científico, zoológico, y de precisión lingüística: anatomía, Bombyx mori, crisálida, estigmas, larva, pupa, imago, insecto, oruga…

Pero ante todo, lo que aquellos gusanos de seda nos proporcionaban era una maravillosa lección sobre la vida y la muerte, que nada tenía que ver con las explicaciones de los catecismos y predicaciones que recibíamos en la escuela y en la iglesia. Los gusanos de seda nos mostraban de forma palpable, constatable, la continuidad del vivir y, en cierta forma, la negación de la muerte, la negación del tétrico polvo eres y en polvo te convertirás. Vivir es transformarse, no hay muerte sino metamorfosis, continuo paso de un ser a otro. Por ahí va la ruta de la seda.


sábado, 11 de mayo de 2024

Mayo

El verde undoso en los campos de cereal. Las verdascas de la retama. El verde fosco de las encinas.

El rojo amargo de las amapolas.

El blanco rectilíneo en la estela de los aviones. El blanco dulzón de las manzanillas. El blanco en fuga de las nubes.

El amarillo del jaramago en los barbechos

Los añiles de la argamula. Los lilas de la viborera. El morado lejano, recortado, de las sierras. El azul azul infinito entre los claros de nubes.

El vuelo y el canto de calandrias, tarabillas y jilgueros. Los altos planeos de las rapaces. El crotorar en los nidos de cigüeña. La fragancia mañanera del heno recién segado.

Mayo florido y hermoso en los alrededores del pueblo. Mayo exultante. Mayo aireando jubiloso su bandera, su invitación a la dicha.


jueves, 2 de mayo de 2024

Carencias

Primero fueron las tres cucharadas al día de aquel fluido espeso y con un desagradable dulzor amargo de botica. Quizá su madre lo vio una mañana desconchar con el dedo en la pared de la Casa Grande y llevarse a la boca un trocito de cal, que solo sabía a cal. El calcio 20 parecía leche, pero no lo era, ni de vaca, ni de cabra, ni horchata valenciana, ni gazpacho de almendras. Odiaba aquellas botellas de cuello largo.

Fortalecidos los huesos, le llegó el turno a la mente:

—Este niño no va bien en la escuela, se distrae, solo piensa en el juego —pudo decir don Luis, el maestro, y asentiría la madre, que se lo explicaría al padre, y llevarían al niño al médico, que recetaría aquellas pastillas para mejorar la atención y la memoria, sobre todo la memoria; lo fortalecerían, además, contra las frecuentes, febriles, subidas de anginas. Y así empezó a tomar Fósforo Ferrero, un superalimento vegetal de alto poder reconstituyente, que activaba la nutrición y restablecía el sistema nervioso, según aseguraba la propaganda del producto.

Aparte las anginas y las vegetaciones, Marcelo no fue un niño enfermizo. Tampoco torpe en la escuela ni cultivador de calabazas: lo que le explicaban bien lo entendía bien, y lo que no, pues no. Ese era todo el problema. El problema aparente, quiero decir, porque la mar de fondo la ignoraban, o hacían que la ignoraban, los demás.

El problema real eran los continuos cambios de destino en que el padre, guardia civil, embarcaba cada año y medio aproximadamente a la familia: Esparragal, Córdoba, el Bembézar, Córdoba otra vez, Gibraleón, de nuevo Córdoba, Pozoblanco más tarde y vuelta a empezar en Córdoba... En ese vaivén, desde los siete a los dieciséis, dejaba atrás amigos de la escuela, amigos de juego, amigos de todo el rato, de todos los días, de todas las horas. Dejaba atrás maestros, vecinos, casas, calles, paisajes, juegos, olores, palabras, acentos... Y como en las películas de piratas, guardados en un cofre y marcado el punto con una equis, el niño escondía aquellos tesoros en el mapa de su memoria, cuando subía al camión de la mudanza y bajaban las lágrimas.

Emocional, no académico, era el problema: el continuo tener que empezar: el pabellón nuevo, la calle nueva, el barrio nuevo, los nuevos vecinos, los nuevos maestros y los nuevos compañeros, los nuevos juegos y los entretenimientos, un paisaje nuevo, palabras y acentos nuevos, y hasta el cura nuevo. Contra eso, de nada valían fósforo ni calcio. Las vitaminas no curan la nostalgia ni el dolor de los adioses definitivos.

Marcelo se preguntaba ahora, pasada la cincuentena, cuánto fósforo y cuánto calcio de aquellos años queda en él. ¿Habría sido otro del que había llegado a ser si no hubiera tomado tanto calcio y tanto fósforo? ¿Debía achacarles todo lo que era? ¿Todo lo que no era? ¿Desestructuraron aquellos aportes extra su metabolismo? ¿Eran sus recuerdos unos recuerdos auténticos? ¿Existieron aquellos camiones de la mudanza, aquellas casas cuarteles que olían a zotal y a coles hervidas? ¿Los amigos perdidos, la escuela de niños en Esparragal, la academia de don Lázaro en los bajos de los pabellones de la calle Altillo, la tarde en que Arturo le enseñó a silbar, el colegio Fray Albino, la escuela rural en el poblado del Bembézar, la escuela parroquial en Gibraleón, la academia de la Plaza de España, el instituto La Rábida donde hizo la prueba de Ingreso?

—Venga, Marcelo, deje de darle tantas vueltas a las cosas y relájese, que ya prontito estará en casa —le dice con una sonrisa forzada la doctora antes de salir de la habitación.

Marcelo lleva cuatro semanas y cuatro días en el hospital. Aquellos dolores esporádicos que venían unas veces al dedo anular izquierdo, otras a la muñeca derecha, un día en la rodilla, otro en el hombro y al siguiente en la cadera o en las plantas de los pies, como una aguja calando en el hueso, se confabularon una mañana en que estaba en la huerta segando malas hierbas con la guadaña. Se quedó petrificado en un giro, una estatua con la guadaña presta, como un mimo callejero. Ni podía dar un paso, ni soltar la herramienta, ni hacer el menor movimiento. Solo mover los ojos.

Estaba a unos metros de la parra donde había colgado el forro polar con el móvil en el bolsillo. No recordaba cuánto tiempo estuvo petrificado, en un puro dolor cada uno de sus 206 huesos, cómo consiguió desprenderse de la guadaña, dejarse caer al suelo, arrastrarse hasta la parra y llamar por teléfono a Isabela.

Le han hecho un montón de análisis y el diagnóstico no es claro. La doctora le habla a Isabela del síndrome de Fahr; de una rara variante que no sabe cómo tratar.

—La calcificación cerebral está confirmada, lo que no nos explicamos son esos dolores tan intensos en los huesos. Las pruebas dicen que están sanos y fuertes. Su marido tiene los huesos como un chaval de 16 años, pero no sabemos por qué le duelen. Solo podemos calmar el dolor.

Marcelo asegura que es el dolor puro de todos y cada uno de los golpes que se ha dado a lo largo de su vida, que el dolor en el colmillo es producto de una pedrada que recibió de pequeño, y que el suplicio insufrible en la pelvis es de cuando se la golpeó violentamente con el eje del manillar de la bicicleta, el dolor de cuando se fracturó el escafoides, de las patadas, plantillazos y codazos jugando al fútbol, de la luxación de costilla al trepar una tapia, de todos esos golpes tontos que uno se da en la cabeza, en el codo, en las rodillas… La culpa es del calcio 20 y del fósforo ferrero insiste, mis huesos han recuperado la memoria de cada golpe sufrido, como si todo el fósforo ferrero que me he tragado estuviera haciendo su efecto ahora.

Cuando la morfina hace su efecto, Marcelo sueña con una botella de calcio 20 de la que bebe a morro. Nunca se acaba. Siente el líquido pastoso llenando su boca hasta la arcada, bajando con ruidos por la garganta, ramificándose blanco y espeso por todos sus rincones, compactándose en yeso, convirtiendo su cuerpo en una diminuta estatua blanca que poco a poco va aumentando de tamaño, perdiendo forma y deshaciéndose, fundiéndose con una cegadora luz en la que desaparece toda conciencia de sí, todo recuerdo de su vida anterior. Solo una blancura uniforme. Sin límites. Unas manos delicadas que lo toman de sus muñecas y sus tobillos y lo elevan suavemente. La sensación de flotar y navegar en un mar de dulzura. Como debe ser la eternidad. 


martes, 16 de abril de 2024

De flores esmaltado

Lucen hermosos los campos estos días, las sierras y las riberas. El agua ha propiciado una primavera pujante y florida: corre el Guadalmez, corre el Guadamora, corren arroyos y regatos, y hasta en las cunetas queda agua todavía. 

En los sembrados ondulantes, suavemente mecidos por la brisa, encaña el cereal. Bajo el azul limpio, recién tendido, granan las espigas. A un lado y otro de la carretera, un bello tapiz en verdes —avena, cebada, retamas, algunas encinas jóvenes, dispersas— y amarillo de jaramagos, cuyas lindes trazan las amapolas. En las orillas de la carretera, el azur liliáceo de las lenguas de buey, la roja opulencia de las amapolas, el discreto, casi minimalista, rosa de los alfilerillos, los amarillos de la aulaga, de los crisantemos silvestres, de los botones de la manzanilla… 

Con su cresta parda, timbreando mientras vuela, posándose en la punta de una retama, de una mata de encina, o sobre un poste de granito, una alondra como abriéndome paso hasta que se zambulle entre unas avenas locas.

Qué gozada, qué ventura estar allí, qué alta emoción ante aquella estampa natural, que me trajo los versos de San Juan de la Cruz, cuando la Amada pregunta a las criaturas si han visto a su Amado, y éstas le cuentan cómo con la sola presencia del bello desconocido, a su solo paso, la tierra iba floreciendo:


Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.

Tras el lírico subidón, la realidad más contundente: a la vuelta, en el gris de la carretera, el amarillo inconfundible de las alas de un jilguero aplastado por la rueda de un coche.


domingo, 14 de abril de 2024

Para saber de nosotros

 

Nada más fascinante que encontrarnos reflejados y reconocernos en la escena de una novela, en los diálogos de una obra teatral, en las líneas de un ensayo, de una biografía o de un diario, en los versos de un poema, cuyos autores, vivos unos, desaparecidos otros, ni por asomo han tenido contacto con nosotros, ni remoto conocimiento de nuestra existencia. Sin embargo, hay pasajes de Lorca que nos retratan, situaciones kafkianas que hemos vivido, ideas cervantinas que nos definen, personajes que son un espejo de nuestro ser más íntimo. Ese es el don de la literatura: la capacidad de reflejar nuestras múltiples maneras de ser: la palabra convertida en vida, la vida convertida en palabra.

Un libro sobre los libros y la vida. O sobre la vida en los libros. Sobre la íntima conexión entre lector y escritura. Sobre la búsqueda de la propia vida la familia, los amigos, el trabajo, la infancia y la juventud, los afanes, los dolores y los amores en la escritura de los otros.

De esos encuentros y reencuentros con nosotros mismos en las páginas de un libro trata Sigo sin saber de ti, del estadounidense Peter Orner.


lunes, 8 de abril de 2024

La zorra no puede disimular el hopo

Y recordaba con alegría aquel gusto candeal de los panes de su infancia. La frase está escrita a lápiz en el interior de la tapa trasera del tomo I de los cuentos de Ignacio Aldecoa. No aparece fecha ni autor, pero puedo asegurar que reconozco mi caligrafía y que la anoté después de la primera lectura de aquellas historias, algunas de las cuales me llevaban a mi infancia. Reconozco que la candealidad de aquel pan quizá sea más un recurso literario que pura realidad, aunque puedo asegurar también que no he vuelto a probar desde entonces hoyos de pan con aceite tan sabrosos como los que merendaba en Esparragal, ni vienas tan blancas y esponjosas como las que repartía con su triciclo por las mañanas el panadero en la calle Altillo.

Una de las razones por las que vuelvo de vez en cuando a los cuentos de Aldecoa es que presenta ambientes, personajes, situaciones que viví y conocí en mi niñez: la cuadrilla errante de segadores y su temor a que el viento pardo les llegue por la espalda, el niño que caza mariposas, pajarillos, ranas, ratas y lagartijas a las afueras de Madrid, en las orillas del Manzanares; la vida de un discreto héroe de barrio como el boxeador Young Sánchez, el triste futuro de la desangelada pareja de novios que protagoniza la Balada del Manzanares, la épica cotidiana de los trabajadores ferroviarios que evitan un choque de trenes, los personajes marginales que pueblan el callejón de Andín, la familia de emigrantes que habita una chabola en el Solar del paraíso.

Ese hilo que conecta a Aldecoa con mi infancia es también lingüístico. Leer a Aldecoa es descubrir una palabra vieja, un giro de argot, el aire campesino de un refrán, y celebrar el hallazgo, y meditar brevemente sobre el mundo nuestro de ayer y el de hoy, sobre el tiempo que cambia nuestra vida y nuestro decir. 


viernes, 29 de marzo de 2024

Gatti e uccelli

A Paqui y Juanito

Todo el mundo habla, y vosotros mismos los habréis observado, de los gatos romanos, de esos enormes gatos orondos y grandes de cabeza, tranquilos, que dormitan entre las ruinas de mármoles imperiales y muros de ladrillo. Gatos del Tíber, que merodean, lentos como nubes, las orillas en busca de gorriones y palomas jóvenes. Gatos que se adentran por las cloacas en los huertos del Vaticano y se aparean al pie de un viejo olivo en noches de luna nueva. Gatos de solideo y capelo cardenalicio, maestros de siete vidas, listos como el hambre. Viejos gatos de catacumbas y callejones sin farolas, que saben latín, lunfardo y arameo. Gatos ladinos de lúbricas madrugadas, que en las noches más cerradas del invierno procesionan por el laberinto de los museos vaticanos hasta llegar a la cámara de Bastet, la benevolente diosa gata, a quien rinden culto desde tiempos inmemoriales. Los gatos son Roma, y Roma son los gatos.

Pero yo os hablaré hoy de pájaros, de algunos que acabo de conocer en Roma: los mirlos de amplio silbo, melodioso y cristalino, que cantaban mientras rodeábamos andando el monte Testaccio en una mañana de lluvia y viento. Y en esa misma mañana, sobreponiéndose a la lluvia y al ruido del tráfico, la colonia de cotorras en los pinos que rodean el templete de Hércules Victorioso a la entrada del puente Palatino. El canario enjaulado que lanzaba su vibrante sonata desde el balcón de un bloque de pisos en la avenida del Trastévere, y el gorrión que insistía con su romanza desde la valla metálica que protege el jardín inglés de una casa particular. La corneja aquella que picoteaba una paloma muerta sobre los adoquines brillantes de una calleja a la salida de la plaza de San Pedro. Las gaviotas allá arriba, en el capitel de una columna que se yergue solitaria entre las ruinas de los foros, lanzándose luego en vuelo sobre las cabezas de los turistas. La pareja de herrerillos que cuchicheaban chismes y amoríos en la rama de un ciruelo en flor, cerca del circo Máximo. El ruiseñor oculto que la otra tarde hacía oír su delicada canción en la pequeña terraza de la casa donde murió el poeta inglés John Keats.

Escribo ahora en Torrecampo, y persiste la lluvia, pero no oigo la música. 


sábado, 23 de marzo de 2024

Cuatro dedos de enjundia civilera

 El Zarco le venía a su madre de La Mancha, de Miguelturra, donde nació su padre, el abuelo Anselmo; de Tomelloso y de Mota del Cuervo, en Cuenca, donde también vivieron tíos y abuelos. Ella siempre estuvo orgullosa de este apellido, que pronunciaba enfatizando y alargando la zeta, y murió convencida de que todos los Zarcos de España eran familia y descendientes de un noble y marino portugués de los tiempos de Enrique el Navegante, Joao Gonçalves Zarco, descubridor de las islas de Porto Santo y Madeira, y fundador de la isleña ciudad de Funchal allá por 1421.

Cómo llegaron estos Zarcos lusitanos a la llanura manchega está aún por averiguar, aunque no faltan concienzudas y certeras aproximaciones genealógicas, como la del doctor José Zarco Castellano, que ejerció en Mota del Cuervo, completada por otro doctor, éste por su tesis sobre La diócesis de Córdoba en el último cuarto del siglo XIX. José Zarco Cañadillas, y que remite a un Agustín Zarco y a su esposa, Inés Rodríguez, padres de Bartolomé Zarco, nacido el 13 de abril de 1603. Y quiero acordarme aquí del Toboso y de la sin par Dulcinea, inspirada, como bien saben los académicos de Argamasilla y todo cervantista que se precie, por doña Ana Martínez Zarco de Morales. En esta rama se cuentan, entre bisabuelos, abuelos, tíos y primos, hasta 11 Zarcos guardias civiles, siendo el primero de ellos Tórbulo Primo Antonio Gervasio Zarco-Bacas y García, nacido en Mota del Cuervo (22 de abril de 1857) y fallecido en Cuenca en octubre de 1936. En cuanto a la rama paterna, los beneméritos parten de su abuelo José y continúan y acaban en su padre y en su tío Antonio.

Para un niño tenía beneficios y perjuicios ser hijo de guardia civil. En su caso, y en el de su hermana mayor, el provecho venía porque su padre, excepto en sus últimos años de servicio, siempre fue destinado a los pueblos como comandante de puesto, es decir, con el mando sobre la tropa, así que cuando llegaba la feria, los feriantes le regalaban algunas fichas y vales para las atracciones y los circos, y su madre y su hermana tenía una inusitada suerte en las tómbolas. Si en la feria había toros, allá que se iba con el piquete de guardias y entraba gratis por el patio de cuadrillas y podía ver de cerca a los toreros remetiéndose el capote de paseo bajo el brazo o echando un cigarrillo con la cuadrilla, a los picadores, embutidos, congestionados con las apreturas de la chaquetilla, el calzón de talle alto y las polainas de hierro; cuando se aburría de las faenas en el coso bajaba a ver cómo los carniceros despellejaban y despiezaban a los astados. Pero la mejor renta para élñ, desde los ocho o nueve a los catorce años, era que por ser hijo de quien era, entraba de gorra en los cines, de manera que vio todos los peplum de la época y todos los spaghetti western (italianos y españoles) incluido Lo llamaban Trinidad.

Hasta los quince años su expediente escolar parece el de un alumno difícil que no se adapta a ningún centro, o el del vástago de una familia errante impelida por un destino aciago e ineludible. Comenzando por la escuela unitaria de Esparragal, con veinte o treinta niños de distinta edad en la misma clase; siguiendo en Córdoba con la academia, también unitaria, de Don Lázaro, en los bajos de los pabellones de la calle Altillo, y con el colegio Fray Albino, donde pudo acabar un curso y hacer algún amigo; saltando luego a Gibraleón, a una habitación sin apenas luz natural donde el maestro castigaba las faltas de ortografía con palmetazos, y de allí a la Escuela Parroquial, con don Manuel, que los entretenía ayudándole a culminar una noria hecha de palillos de dientes, papel y pegamento imedio; después de unos meses en el poblado del pantano del Bembézar, donde no llegan a la media docena de niños, la familia se trasladó a Pozoblanco, donde finalizó el curso en los Salesianos y completó al año siguiente segundo de bachiller en el instituto de enseñanza media; volviendo luego a Córdoba, donde cursó tercero en el instituto «Séneca», cuarto en el »Luis de Góngora» y quinto, por libre, en la academia «Lope de Vega»; finalmente, sexto y cou en el «Averroes». 12 centros escolares, 12, desde los cuatro a los dieciséis. Un errabundaje académico ligado a los destinos de su padre que le produjo lagunas en todas las materias y que le hicieron aborrecer la escuela, los libros de texto y las tareas en casa.

Un perjuicio adjunto a esta itinerancia escolar fue la falta de compañeros de un curso para otro; siempre era el nuevo, el recién llegado, el que se va en unos meses, al que no le da tiempo a sumarse a un grupo que viene ya de largo. Esa es la razón de que no pudiera citar más de cinco o seis compañeros de clase hasta que llegó al instituto «Averroes». Ser carne de «matrícula viva» era el peor tormento para un niño, para un adolescente; tenía que olvidar lo anterior y adaptarse rápidamente al ahora, empezar a hablar con unos y con otros, agarrarse al que le dirigiera la palabra o se sentara a su lado, y procurar no ser un bicho raro, que mira reconcentradamente a sus compañeros aislado en un rincón.

Más dolorosa era la falta de amigos de continuidad; los suyos, los pocos con que le dio tiempo a fraguar auténtica y gozosa amistad entre traslado y traslado, fueron visto y no visto. Se separaba de ellos con un desgarrón en el alma y durante las primeras semanas de llegar a otro pueblo el ánimo se le anubarraba y pensaba que no podría remontar sin su amigo Serranete, sin Paco Bautista o sin el Ino, sin Rafalín Ortiz. Pero sobrevivió uno a esos adioses, a esas dramáticas rupturas forzadas, sobrevivió a las múltiples casas, a los múltiples pabellones y habitaciones donde transcurrieron aquellos años, sobrevivió a los muchos maestros, curas y profesores. Como sobrevivió a ser uno de los del cuartel.

Otro daño colateral era el desarraigo geográfico. Nacido en Córdoba, donde vivió intermitentemente hasta que su padre se jubiló, no podía considerarla su tierra, su patria chica, pues, echando cuentas, había pasado en ella tanto tiempo como en los variopintos pueblos por los que pasó la familia. Nunca fue lo que luego han llamado un cordobita. Tampoco ha sentido ese fervor terruñero que ha visto, y ve, en muchas personas, que llevan a su pueblo, a su virgen y sus fiestas, sus costumbres y sus dichos por bandera donde quiera que vayan. Él era ave de paso en aquella ciudad, como lo fue en todos los sitios en que vivió aquellos, a pesar de todo, maravillosos años. Nunca salió de su boca la expresión mi pueblo o mi ciudad. Desde una perspectiva romántica y existencial, era una desgracia no tener un sitio donde volver, un lugar, como decía el otro, que fuera su patria, el lugar de su infancia. Cuál era su patria, a qué pueblo, a qué casa, a qué paisaje y a qué amigos volver. Hubo un tiempo en que le importó esa falta de raíces y se veía de viejo, después de una vida ajetreada, sin un lugar al que volver y en el que ser enterrado. Melodrama de pubertad, sin duda, pero con su aquel de verdad y su punzadita de dolor.

El nomadismo era consustancial a la profesión del padre, la guardia civil era caminera y rural por naturaleza, y benemérita por su protección de la población civil y de la propiedad, por su acción salvadora en catástrofes y accidentes, por su persecución de la delincuencia.

Hacia los dieciséis años emergió en él un inquietante sentimiento de pesar por la ocupación de su padre. No se avergonzaba de sus orígenes humildes, de pertenecer a la asendereada clase media española, ni experimentaba odio de clase. Era consciente de la mezcolanza social en el instituto Averroes y en la Facultad —hijas e hijos de trabajadores ferroviarios y de obreros de la Electromecánicas, de abogados, médicos, terratenientes, oficiales y suboficiales del ejército y de la guardia civil, de empleados de banco, mecánicos, pequeños agricultores y comerciantes, empresarios locales, maestros, profesores, contratistas de obras, chóferes—, pero su desazón no era socioeconómica, sino ideológica: había nacido en el lado equivocado, no en el de la gente que luchaba por la desaparición de la dictadura, sino en el lado de su brazo represor. La guardia civil y la policía armada eran cómplices del franquismo y reprimían sin contemplaciones a quienes se organizaban clandestinamente y se manifestaban exigiendo libertad, progreso y democracia. Su padre defendía enardecidamente al Caudillo en las conversaciones y discusiones familiares, y nunca se planteó que la dictadura desapareciera de España una vez muerto Franco.

Como tantos otros jóvenes de su edad durante la primera mitad de los 70, nunca se inscribió en ningún partido ni asociación política, pero encajaba en el concepto, en el estereotipo interno y externo, del progre antifranquista. Ahí estaba el meollo de su malestar íntimo: ideológicamente de izquierdas en una familia franquista, que durante la guerra y la posguerra había derramado su sangre por el Generalísimo, y que ahora lo defendía sin fisuras, contra los rojos, barbudos, revolucionarios, que querían acabar con la prosperidad y la paz de España. No era fácil afrontar la dicotomía, admitir que su padre estaba en el otro lado de la calle. Por eso solía callar que era guardia civil, no lo ocultaba ni mentía inventando otra profesión, pero evitaba revelarla siempre que podía, aunque antes de llegar a los 30 ya se había reconciliado interiormente con él y había empezado a entenderlo. Pero esa es historia para otro momento.


jueves, 14 de marzo de 2024

Puerta Gallegos


Seis años sin volver a Córdoba. Desde lo de Bujalance, en diciembre del 33. Salió una foto suya en los periódicos. La recortó y la llevaba desde entonces en su cartera. No para enseñarla a nadie, sino para mirarla de vez en cuando a solas y recordarse lo peligroso de su oficio, lo fácil que una bala siega la vida de un hombre. Él tuvo suerte y la mano le quedó útil para el servicio de armas. Al guardia Félix Wolgeschaffen le fue peor. Se quedó rezagado y los revolucionarios lo cazaron como un conejo. Le dispararon desde los dos lados de la calle. Lo arrastraron hasta un callejón y se ensañaron con él. Hasta el reloj le robaron, y la alianza y los pocos billetes que llevara en la cartera.

El centro de Córdoba era un hervidero. Días de feria. Días de Corpus Christi y procesiones en todas las parroquias. De homenaje al dos veces laureado general Varela, salvador de la ciudad en los primeros días del Glorioso Movimiento de Liberación; días de entrega de una bandera al Regimiento de Infantería de la Reina; de inauguración del Club de Campo de la Arruzafa, de corridas de toros con Manolete cerrando cartel, de operarios municipales montando y desmontando tribunas para los oradores, de electricistas ultimando guirnaldas de bombillas, de camareros que regresaban adormilados a la caseta desde el Campo de la Verdad, desde la Corredera y San Pedro, desde el Alcázar viejo o la Magdalena; días de la inauguración del monumento a Julio Romero de Torres en los jardines de la Agricultura con un inmenso gentío acudido de todos los puntos de la ciudad, de repartidores de bebidas, de fotógrafos ambulantes, de periodistas y recepciones oficiales en las casetas, de jinetes en el Paseo de Caballos y de muchachas —bellas señoritas— con el traje andaluz, bailando sevillanas o saludando desde las manolas; días de oleadas de viajeros en trenes especiales (de Sevilla, de Puente Genil y Cabra) desparramándose desde la Estación Central por el Paseo de la Victoria, por Gran Capitán y Ronda de los Tejares, para ir a los toros, para curiosear en la Exposición Provincial de Productos Industriales, para celebrar la victoria del Racing F. C. en el viejo Stadium América, para acercarse al concurso hípico en el campo de la Electromecánicas. Días alegres y calurosos de gentes de la farándula, de artistas de varietés y cómicos de la legua que representan en el Gran Teatro y en el Duque de Rivas, que toman el vermú y la cerveza en las terrazas de Las Tendillas o de Gran Capitán, en la calle de la Plata, en los salones del hotel Simón. De ases del manillar, de payasos, malabaristas, trapecistas, domadores y equilibristas en los circos. Días de estraperlo (patatas, jabón, conejos y perdices, azúcar, café, aceite), días del Caudillo victorioso y de exaltado y combativo falangismo. De listas y control de los ex-combatientes, de Caballeros Mutilados. Días también de guerra en Europa. En el mundo. De ocupación en Bélgica y de batalla en Noruega, en Grecia. De asedio de París. De Winston Churchill. De combates en Alsacia y Lorena y Normandía. Días nefastos del führer y del duce. Días tristes del exilio republicano. De denuncias y de aplicación de la ley de fugas. Días de pelás, de mujeres silenciadas, encarceladas, señaladas, condenadas.

Pero los cordobeses no querían saber nada de aquello. Estos eran días de calle y de jolgorio. Quién va a querer hablar de la maldita guerra en aquel ambiente festivo de las casetas, en aquel desborde de alegría, de bailes y cantes, de músicas de bandas y orquestinas.

Él no había vivido la guerra. No había combatido. No tenía idea clara de lo ocurrido en el país en aquellos tres años, porque fueron, salvo los confusos cinco primeros días, tres años de prisión, tres años de mortal incertidumbre, tres años de miedo; miles de horas de rumia callando, recordando, aventurando, observando, aguantando estopa para no saltar a la desesperada y ganarse un balazo. Era la guerra, pero no lo era.

No podría explicar la razón de haber pedido permiso para volver a Córdoba. Aquí no lo esperaba nadie. Trinidad, su mujer, y sus dos hijos habían quedado en el cuartel de Gádor. A sus hermanos no los veía desde antes de la guerra: Federico en Salamanca, Emilia en Tomelloso, Anselmo y Pío, uno en Palma del Río, el otro en Montoro. Tampoco vivían ya en Córdoba los padres de Trinidad, que se habían marchado a Lérida cuando su suegro, teniente de la Guardia Nacional Republicana, había cumplido la edad para el retiro.

Se alojaba en La Ruteña, en la calle San Fernando, junto al Arco del Portillo. Desayunaba en la pensión y luego callejeaba —La Corredera y San Pedro, Santiago, la Ribera, la Magdalena, o cruzaba al Campo de la Verdad— hasta la hora del vino, en la cantina de la Comandancia, donde antiguos compañeros iban poniéndolo al tanto. Desde que los nacionales lo liberaron del batallón de trabajo y se presentó a sus superiores en Alicante, vivía dentro de un remolino que lo llevaba y lo traía sin que él pudiera decidir: el traslado en camión ambulancia, los días de recuperación en el hospital militar de Almería, el reencuentro con su mujer y sus hijos, los interrogatorios del inspector del Cuerpo para averiguar con exactitud sus vicisitudes y paraderos durante la guerra, el viaje a Lérida por la muerte de su suegra, y a primeros de julio del 39, de nuevo en el servicio activo, comandante del puesto de Gádor, más la muerte de su padre, a mediados de noviembre. El ciclón avasallador y destructivo de la guerra. Había que tener aguante.

Me pregunto de dónde saca un hombre ánimo y fortaleza para sobrevivir al hambre, a los piojos, a la humedad nauseabunda y al calor asfixiante, a la inactividad absoluta durante semanas en la bodega infecta de un barco, a la disentería, al terror diario de esperar oír su nombre en una lista para ser fusilado. El tío Pepe sacó fuerzas de su fe. Se encomendó a Dios. A veces lo recuerdo con la tía Trini a su brazo, yendo o viniendo de misa en la iglesia del Campo de la Verdad. Calmosos en el andar, callados, impasible el rostro él, erguida la barbilla, afrontando con orgullo la vida a cara descubierta; risueña, confiada en su hombre ella.

Fue el día 25 de mayo de 1940, sobre las dos de la tarde. Sábado, día grande de la feria cordobesa. Por la mañana, homenaje al general Varela, entonces ministro del Ejército, como salvador de la ciudad frente al enemigo rojo en septiembre del 36. También se inauguró en el real de la feria la Exposición Provincial de Productos Industriales. Por la tarde, a Manolete —después de unas irrepetibles verónicas, unos portentosos pases por alto y unos naturales para las crónicas en medio del redondel— lo cogió el toro al entrar a matar. No sé si estas precisiones las aportó mi madre o si fue el propio tío Pepe el que ilustraba así la historia.

Volvía él de la Comandancia, en la avenida de Medina Azahara, hacia la Ruteña. Vestía de paisano. El cruce por la Pérgola y los jardines del duque de Rivas hacia la Puerta Gallegos es un hormiguero. Confluyen allí cientos de personas que llegan o salen por la calle Concepción, que bajan desde los jardines de la Agricultura, que suben desde la Puerta de Almodóvar, Paseo de la Victoria arriba. Familias y grupos que van a las atracciones, a las casetas —Centro Filarmónico, Ayuntamiento, Círculo de la Amistad, Peña Racinguista, Educación y Descanso, Asociación de la Prensa, La Coroza, Caballeros Mutilados—, jinetes, amazonas, coches de caballos. Cuando está cruzando el Paseo de la Victoria hacia la Puerta Gallegos casi choca de frente con un hombre que va en dirección contraria. El tío Pepe lo mira a la cara y sigue andando. Conoce a ese hombre. Su aspecto es inconfundible, difícil de olvidar: la caída de hombros, el rostro moreno y demacrado, el mirar oblicuo. Y se le viene súbitamente la imagen: en perfil, iluminado por el haz de luz que baja por la escotilla, aquel hombre lee una lista de nombres, entre ellos el suyo, y el tío Pepe aguanta los golpes violentos del corazón en el pecho, templa sus nervios, su miedo, su voz, permanece sentado en el suelo de la bodega, apoyada su espalda en una columna de hierro, y declara tranquilamente: ¡¿Cuántas veces vais a fusilar a ese?! Ya os lo llevasteis el otro día. Aquel era el hombre con el que se acababa de cruzar, uno de los suboficiales del barco-prisión en el puerto de Almería. El encargado de conducir a los que iban a ser pasados por las armas. No vaciló. Se dio media vuelta y lo siguió. El hombre entró en la exposición de Productos Industriales. Aprovechó el tío Pepe para correr a la cercana Comandancia, avisar al oficial de guardia y llegar a la Exposición con un piquete de guardias que allí mismo esposaron al hombre y lo condujeron al cuartel. El hombre fue juzgado en Almería y condenado a muerte unos meses después.

Azar, destino, justicia divina, leyenda o pura invención, aquella historia del tío Pepe parecía sacada de una película o de un libro, y cada vez que mi madre nos la contaba, mi imaginación volaba y recreaba el ambiente, las ropas, los gestos y los breves diálogos, la manera de andar, la sorpresa de la gente que asistió a la detención, el gesto serio del tío Pepe, la mirada incrédula del denido.

Han pasado más de sesenta años de la primera vez que oí esta historia. Muchos también desde que enterramos al tío Pepe y a la tita Trini. Me gustaría tener más detalles, más concreciones del relato, pero uno era niño entonces y le bastaba con escuchar y abrir los ojos de asombro. Tampoco he hablado con sus hijos o sus nietos, en busca de fotografías, documentos, objetos que ayuden a reconstruir su vida en aquellos días de guerra y de posguerra, pero estoy satisfecho con lo escrito hasta ahora, porque es una historia que lleva muchos años dentro de mí, atrapada como un insecto en el ámbar de los recuerdos1, y creo llegado el momento de darla a la luz para que no se pierda entre las muchas historias de esa larga saga de guardias civiles que hubo en mi familia.

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1 Luis Landero, El balcón en invierno. Tusquets Editores, Barcelona, 2014, p. 229.