viernes, 26 de julio de 2024

Paideía *

 Somos griegos, pero hablamos lengua de bárbaros en la que desde niños aprendemos a conocer el mundo según ellos, los antiguos griegos, lo miraron y nos explicaron en su remoto alfabeto.

Fue en la escuela donde muy pronto supimos de aquellos navegantes que llegaron a nuestras costas mediterráneas y dejaron sus primeras palabras Rosas, Ampurias, Adraen nuestro idioma. Dos pi erre. La longitud de la circunferencia. El maravilloso, por escurridizo, número pi, que nadie ha conseguido completar hasta ahora. La geometría elemental, euclídea, del mundo: superficies, puntos, líneas rectas, curvas, quebradas, polígonos y cuerpos geométricos suficientes para dibujar en las pizarras y cuadernos escolares una casa con ventanas y chimenea, un sol radiante, un barco velero y la línea del horizonte marino, o un árbol, un ciprés y su sombra, con el que se nos explicaba el teorema —otra vieja palabra helénica— de Pitágoras. Unos días antes, en la lección sobre pesos y medidas, ya habíamos aprendido que deca era diez, hecto cien, kilo mil y miria diez mil. En aquellos días de iniciación en el saber oímos por primera vez la historia del Eureka de Arquímedes en la bañera, y nos explicaron la diferencia entre artrópodos y cefalópodos, arácnidos y anfibios, la distinción entre biosfera, litosfera y estratosfera, la fotosíntesis de las plantas y el fenómeno de la ósmosis, el porqué del nombre helio para el gas, o de los hematíes de la sangre, las hipótesis sobre el átomo, o los conceptos de biología, zoología, morfología, de síntesis y de sintaxis.

Historia, aritmética y geometría, lingüística, geografía, música, retórica y oratoria, rudimentos de la física y la química, literatura, filosofía, astronomía, mitología. Cualquier estudiante de mi generación que con 17 o 18 años hubiera culminado el bachiller superior y el curso preuniversitario, salía del instituto con un considerable bagaje griego, con un amplio y sustancioso estrato helénico que, con mayor o menor intensidad, condicionaría su visión del mundo y de sí mismo, su concepción de la naturaleza, sus valores éticos, su búsqueda de la verdad, su asombro ante la belleza, su ideal de justicia y de felicidad.

Desde niños, lo griego antiguo formaba parte sustancial de nuestro saber, pero también aparecía en la realidad cotidiana cuando se celebraban las olimpiadas y los atletas competían en saltos, carreras y lanzamientos de disco y jabalina, como cantaba Homero en la Odisea. Nos llegaban también ecos de la Grecia contemporánea, sabíamos de la inmensa fortuna del armador Aristóteles Onassis, propietario de la isla de Scorpios, de su romance con Jaqueline Kennedy y de la malhadada María Callas. Recuerdo a Anhony Quin bailando el sirtaki en una playa y el subyugante crescendo del buzuki en la película Zorba el griego, que vi en un cine de verano. Recuerdo el nombre, Giorgios Papadopoulos, del líder de los militares golpistas, que instauraron la negra dictadura de los coroneles. Recuerdo un reportaje periodístico sobre el Monte Athos. Recuerdo a mi madre hablando sobre el fuerte carácter de la reina Federica, madre de reyes —Constantino de Grecia, Sofía de España—, y de su dorado exilio inglés. Recuerdo a Abebe Bikila, doble campeón olímpico de la maratón. Recuerdo una canción, It’s Five O’clock, de Aphrodite’s Child, antes de que Demis Roussos triunfara en solitario. Recuerdo los ojos de Melina Mercouri y el hermoso rostro de Irene Papas, su voz en las Odas con música de Vangelis. Recuerdo las clases de griego con don José Villatoro en quinto de bachillerato. Recuerdo el gozo, la dicha, de la primera lectura completa de la Iliada y la Odisea. Recuerdo el destino trágico de Edipo. Recuerdo mi primer encuentro con la Victoria de Samotracia y con la Venus de Milo. Recuerdo aquel cuento de Cortázar, La isla a mediodía. Recuerdo la emoción, la verdad humana, de los versos de Cavafis. Recuerdo la música y el compromiso político de Mikis Theodorakis. Recuerdo fotografías de Leonard Cohen en Hidra con su novia noruega, Marianne Ihlen. Recuerdo las muchas veces que he abierto el atlas y recorrido la península y las islas griegas. Recuerdo un amor juvenil y los versos de Safo que ella copió en la basa de una estatuilla para despedirse: «Tal como la manzana rojea en la alta rama, en lo más alto de ella, olvidada por los corderos, mas no, no la olvidaban, no lograban cogerla».

Es un verdadero privilegio sentirse hijo, o nieto, heredero al fin, de aquellos griegos que supieron levantar los mejores cimientos para lograr una sociedad sana y feliz: una educación que promueve la curiosidad y el entusiasmo, el amor por el conocimiento y la libertad de pensamiento, sin sesgo ideológico manipulador; que disfruta de la armonía y la belleza de los cuerpos y de las ideas, de la naturaleza, y que camina en todo momento en busca de la verdad y la justicia, como nos recordaba, y reivindicaba, Emilio Lledó en Fidelidad a Grecia. Por ahí va la paideía, la auténtica educación: humanista, democrática, pública y universal.

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 *   La paideía (en griego παιδεία, "educación" o "formación", a su vez de παις, país, "niño") era, para los antiguos griegos, el proceso de crianza de los niños, entendida como la transmisión de valores (saber ser) y saberes técnicos (saber hacer) inherentes a la sociedad.

 

martes, 16 de julio de 2024

Lecturas para el verano


Sí, otro libro sobre la guerra civil, y vengan muchos más como éste, que afronten con honestidad el desastre humano y material de aquellos tres años, y nos permitan ir poniendo en claro, sin revanchismos ni mentiras, qué hizo que los españoles comenzaran a matarse entre ellos. Publicado en marzo de 2024, La península de las casas vacías, de David Uclés, es ya otro libro imprescindible sobre la guerra civil, sea lector o escritor quien se acerque a él.

Hacía años que no leía realismo mágico, muchos años, por lo que me sorprendió encontrármelo en las primeras páginas, pero lo maravilloso, aun siendo importante en las vidas de los personajes, se acepta enseguida. No afecta, además, a la otra y principal intención del libro: contar la repercusión de la guerra en una familia de un pueblo llamado Jándula en un país llamado Iberia. Digamos que se acepta enseguida lo mágico, como también lo dramático, lo doloroso y devastador de aquella guerra, cuyos episodios principales —asedio de Madrid, matanza de Badajoz, Paracuellos, destrucción de Guernica, batalla del Ebro...— rememora un narrador desde la doble perspectiva de los hunos y de los hotros, un contador de historias que anticipa, rectifica, dosifica, hace y deshace con desparpajo y sinceridad, omnisciente en todo momento, y que hace desfilar ante el lector a figuras como Franco, Queipo de Llano, Mola, el general Vicente Rojo, Antonio Machado, Alberti, Miguel Hernández, y Josefina Manresa… o el pintor Rafael Zabaleta, autor del cuadro reproducido en la portada del libro.

Un intento, logrado, sin duda, de ofrecer una visión total de la guerra.


lunes, 10 de junio de 2024

2 breves


Una y mil veces tropezarán los gobernantes en la piedra de la guerra para darle la razón al futurista Marinetti, que alentó el fascismo italiano: lo que necesita el mundo es una catarsis bélica de vez en cuando, una buena sangría que libere la mala sangre y haga más ricos a los fabricantes de armas. Y a los reconstructores de países, que vienen a ser los mismos.

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Romper, no la sintaxis, sino la norma, lo acostumbrado y previsible. Colocar las palabras en nuevos contextos. Que cada frase lleve dentro la sorpresa. Sólo entonces puede hablarse de creación. De literatura.

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viernes, 7 de junio de 2024

Locus amoenus

Aquella insistencia tuya en conservar memoria de la belleza del lugar. Míralo bien, te decías. La carretera mareante. Lento ya el río camino del mar. Los álamos y los eucaliptos, su leve danza en el atardecer azul. Los pinos, los alcornoques y los madroños, reflejándose en el espejo del agua verde. La ribera espesa. Las umbrías. Guárdalo en la memoria, insistías. El perfume del tomillo. El dulzor de las adelfas.

Allí era la frontera: el pueblo ‒las risas, las canciones, las copas y los besos del verano‒, y la ciudad con su estrecho calendario y sus horarios marcados.

No has vuelto a pasar por allí. Pero esta tarde algo te ha traído el mismo olor a verano, a noche luminosa, a versos calientes de siesta y paseos entre olivos al amanecer. La mucha edad de ahora. La juventud de entonces.


miércoles, 15 de mayo de 2024

La ruta de la seda

Era por estos días mediados de mayo, cuando alguno de los amigos aparecía con la caja de zapatos sutilmente perforada donde habían empezado a eclosionar los huevos y se veían ya los primeros ejemplares, de apenas un centímetro, avanzando por el fondo de la caja. Los demás salíamos pitando para nuestras casas con la esperanza de que la caja que guardamos el verano anterior siguiera en el mismo rincón del armario. Si nuestra madre se había deshecho de ella, y de las sandalias que ya no darían otro verano, siempre había alguno que nos los daba o nos los cambiaba por cromos de la historia del arte, un tebeo o un puñado de hojas de morera frescas.

Recuerdo el asombro de ver nacer una vida, un ser que va creciendo día a día y acaba tejiendo con finísimo hilo de seda el capullo blanco, amarillo, rosado, naranja en que se envuelve a sí misma y, desapareciendo unos días de nuestra vista, aparece de nuevo en otra vida, transformada en otro ser completamente distinto, con alas imago, aunque de efímero vuelo, que a pesar de su transformación guarda el recuerdo biológico, genético, de su ser primero, en el que encarna exactamente al cabo de un año, para así continuar la rueda, el ciclo de su existencia.

Observábamos largos ratos sus idas y venidas, sus matices de color, la paulatina desaparición de los anillos negros que marcaban los distintos segmentos de su cuerpo blando y redondeado, los estigmas, las cagaditas negras y otras secreciones de fluidos, la huella de los minúsculos mordiscos en las hojas de morera.

Nos cautivaba el silencio de aquellas vidas encajadas, su laboriosidad, la inefable magia de la biología, capaz de convertir aquellos hilos en la preciada y colorida seda que yo asociaba con la misteriosa y remota China, con las películas del malvado Fu Manchú, con los exóticos mantones de Manila y los pericones que mi madre guardaba en el baúl.

El cuidado de aquellas criaturas suponía también un ejercicio, un aprendizaje, de responsabilidad: limpiar de vez en cuando la pequeña granja de cartón y procurarles alimento, hojas frescas de morera, que no siempre eran fáciles de conseguir, sobre todo en una ciudad. Aquellos invertebrados nos procuraban también aprendizaje científico, zoológico, y de precisión lingüística: anatomía, Bombyx mori, crisálida, estigmas, larva, pupa, imago, insecto, oruga…

Pero ante todo, lo que aquellos gusanos de seda nos proporcionaban era una maravillosa lección sobre la vida y la muerte, que nada tenía que ver con las explicaciones de los catecismos y predicaciones que recibíamos en la escuela y en la iglesia. Los gusanos de seda nos mostraban de forma palpable, constatable, la continuidad del vivir y, en cierta forma, la negación de la muerte, la negación del tétrico polvo eres y en polvo te convertirás. Vivir es transformarse, no hay muerte sino metamorfosis, continuo paso de un ser a otro. Por ahí va la ruta de la seda.


sábado, 11 de mayo de 2024

Mayo

El verde undoso en los campos de cereal. Las verdascas de la retama. El verde fosco de las encinas.

El rojo amargo de las amapolas.

El blanco rectilíneo en la estela de los aviones. El blanco dulzón de las manzanillas. El blanco en fuga de las nubes.

El amarillo del jaramago en los barbechos

Los añiles de la argamula. Los lilas de la viborera. El morado lejano, recortado, de las sierras. El azul azul infinito entre los claros de nubes.

El vuelo y el canto de calandrias, tarabillas y jilgueros. Los altos planeos de las rapaces. El crotorar en los nidos de cigüeña. La fragancia mañanera del heno recién segado.

Mayo florido y hermoso en los alrededores del pueblo. Mayo exultante. Mayo aireando jubiloso su bandera, su invitación a la dicha.


jueves, 2 de mayo de 2024

Carencias

Primero fueron las tres cucharadas al día de aquel fluido espeso y con un desagradable dulzor amargo de botica. Quizá su madre lo vio una mañana desconchar con el dedo en la pared de la Casa Grande y llevarse a la boca un trocito de cal, que solo sabía a cal. El calcio 20 parecía leche, pero no lo era, ni de vaca, ni de cabra, ni horchata valenciana, ni gazpacho de almendras. Odiaba aquellas botellas de cuello largo.

Fortalecidos los huesos, le llegó el turno a la mente:

—Este niño no va bien en la escuela, se distrae, solo piensa en el juego —pudo decir don Luis, el maestro, y asentiría la madre, que se lo explicaría al padre, y llevarían al niño al médico, que recetaría aquellas pastillas para mejorar la atención y la memoria, sobre todo la memoria; lo fortalecerían, además, contra las frecuentes, febriles, subidas de anginas. Y así empezó a tomar Fósforo Ferrero, un superalimento vegetal de alto poder reconstituyente, que activaba la nutrición y restablecía el sistema nervioso, según aseguraba la propaganda del producto.

Aparte las anginas y las vegetaciones, Marcelo no fue un niño enfermizo. Tampoco torpe en la escuela ni cultivador de calabazas: lo que le explicaban bien lo entendía bien, y lo que no, pues no. Ese era todo el problema. El problema aparente, quiero decir, porque la mar de fondo la ignoraban, o hacían que la ignoraban, los demás.

El problema real eran los continuos cambios de destino en que el padre, guardia civil, embarcaba cada año y medio aproximadamente a la familia: Esparragal, Córdoba, el Bembézar, Córdoba otra vez, Gibraleón, de nuevo Córdoba, Pozoblanco más tarde y vuelta a empezar en Córdoba... En ese vaivén, desde los siete a los dieciséis, dejaba atrás amigos de la escuela, amigos de juego, amigos de todo el rato, de todos los días, de todas las horas. Dejaba atrás maestros, vecinos, casas, calles, paisajes, juegos, olores, palabras, acentos... Y como en las películas de piratas, guardados en un cofre y marcado el punto con una equis, el niño escondía aquellos tesoros en el mapa de su memoria, cuando subía al camión de la mudanza y bajaban las lágrimas.

Emocional, no académico, era el problema: el continuo tener que empezar: el pabellón nuevo, la calle nueva, el barrio nuevo, los nuevos vecinos, los nuevos maestros y los nuevos compañeros, los nuevos juegos y los entretenimientos, un paisaje nuevo, palabras y acentos nuevos, y hasta el cura nuevo. Contra eso, de nada valían fósforo ni calcio. Las vitaminas no curan la nostalgia ni el dolor de los adioses definitivos.

Marcelo se preguntaba ahora, pasada la cincuentena, cuánto fósforo y cuánto calcio de aquellos años queda en él. ¿Habría sido otro del que había llegado a ser si no hubiera tomado tanto calcio y tanto fósforo? ¿Debía achacarles todo lo que era? ¿Todo lo que no era? ¿Desestructuraron aquellos aportes extra su metabolismo? ¿Eran sus recuerdos unos recuerdos auténticos? ¿Existieron aquellos camiones de la mudanza, aquellas casas cuarteles que olían a zotal y a coles hervidas? ¿Los amigos perdidos, la escuela de niños en Esparragal, la academia de don Lázaro en los bajos de los pabellones de la calle Altillo, la tarde en que Arturo le enseñó a silbar, el colegio Fray Albino, la escuela rural en el poblado del Bembézar, la escuela parroquial en Gibraleón, la academia de la Plaza de España, el instituto La Rábida donde hizo la prueba de Ingreso?

—Venga, Marcelo, deje de darle tantas vueltas a las cosas y relájese, que ya prontito estará en casa —le dice con una sonrisa forzada la doctora antes de salir de la habitación.

Marcelo lleva cuatro semanas y cuatro días en el hospital. Aquellos dolores esporádicos que venían unas veces al dedo anular izquierdo, otras a la muñeca derecha, un día en la rodilla, otro en el hombro y al siguiente en la cadera o en las plantas de los pies, como una aguja calando en el hueso, se confabularon una mañana en que estaba en la huerta segando malas hierbas con la guadaña. Se quedó petrificado en un giro, una estatua con la guadaña presta, como un mimo callejero. Ni podía dar un paso, ni soltar la herramienta, ni hacer el menor movimiento. Solo mover los ojos.

Estaba a unos metros de la parra donde había colgado el forro polar con el móvil en el bolsillo. No recordaba cuánto tiempo estuvo petrificado, en un puro dolor cada uno de sus 206 huesos, cómo consiguió desprenderse de la guadaña, dejarse caer al suelo, arrastrarse hasta la parra y llamar por teléfono a Isabela.

Le han hecho un montón de análisis y el diagnóstico no es claro. La doctora le habla a Isabela del síndrome de Fahr; de una rara variante que no sabe cómo tratar.

—La calcificación cerebral está confirmada, lo que no nos explicamos son esos dolores tan intensos en los huesos. Las pruebas dicen que están sanos y fuertes. Su marido tiene los huesos como un chaval de 16 años, pero no sabemos por qué le duelen. Solo podemos calmar el dolor.

Marcelo asegura que es el dolor puro de todos y cada uno de los golpes que se ha dado a lo largo de su vida, que el dolor en el colmillo es producto de una pedrada que recibió de pequeño, y que el suplicio insufrible en la pelvis es de cuando se la golpeó violentamente con el eje del manillar de la bicicleta, el dolor de cuando se fracturó el escafoides, de las patadas, plantillazos y codazos jugando al fútbol, de la luxación de costilla al trepar una tapia, de todos esos golpes tontos que uno se da en la cabeza, en el codo, en las rodillas… La culpa es del calcio 20 y del fósforo ferrero insiste, mis huesos han recuperado la memoria de cada golpe sufrido, como si todo el fósforo ferrero que me he tragado estuviera haciendo su efecto ahora.

Cuando la morfina hace su efecto, Marcelo sueña con una botella de calcio 20 de la que bebe a morro. Nunca se acaba. Siente el líquido pastoso llenando su boca hasta la arcada, bajando con ruidos por la garganta, ramificándose blanco y espeso por todos sus rincones, compactándose en yeso, convirtiendo su cuerpo en una diminuta estatua blanca que poco a poco va aumentando de tamaño, perdiendo forma y deshaciéndose, fundiéndose con una cegadora luz en la que desaparece toda conciencia de sí, todo recuerdo de su vida anterior. Solo una blancura uniforme. Sin límites. Unas manos delicadas que lo toman de sus muñecas y sus tobillos y lo elevan suavemente. La sensación de flotar y navegar en un mar de dulzura. Como debe ser la eternidad. 


martes, 16 de abril de 2024

De flores esmaltado

Lucen hermosos los campos estos días, las sierras y las riberas. El agua ha propiciado una primavera pujante y florida: corre el Guadalmez, corre el Guadamora, corren arroyos y regatos, y hasta en las cunetas queda agua todavía. 

En los sembrados ondulantes, suavemente mecidos por la brisa, encaña el cereal. Bajo el azul limpio, recién tendido, granan las espigas. A un lado y otro de la carretera, un bello tapiz en verdes —avena, cebada, retamas, algunas encinas jóvenes, dispersas— y amarillo de jaramagos, cuyas lindes trazan las amapolas. En las orillas de la carretera, el azur liliáceo de las lenguas de buey, la roja opulencia de las amapolas, el discreto, casi minimalista, rosa de los alfilerillos, los amarillos de la aulaga, de los crisantemos silvestres, de los botones de la manzanilla… 

Con su cresta parda, timbreando mientras vuela, posándose en la punta de una retama, de una mata de encina, o sobre un poste de granito, una alondra como abriéndome paso hasta que se zambulle entre unas avenas locas.

Qué gozada, qué ventura estar allí, qué alta emoción ante aquella estampa natural, que me trajo los versos de San Juan de la Cruz, cuando la Amada pregunta a las criaturas si han visto a su Amado, y éstas le cuentan cómo con la sola presencia del bello desconocido, a su solo paso, la tierra iba floreciendo:


Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.

Tras el lírico subidón, la realidad más contundente: a la vuelta, en el gris de la carretera, el amarillo inconfundible de las alas de un jilguero aplastado por la rueda de un coche.


domingo, 14 de abril de 2024

Para saber de nosotros

 

Nada más fascinante que encontrarnos reflejados y reconocernos en la escena de una novela, en los diálogos de una obra teatral, en las líneas de un ensayo, de una biografía o de un diario, en los versos de un poema, cuyos autores, vivos unos, desaparecidos otros, ni por asomo han tenido contacto con nosotros, ni remoto conocimiento de nuestra existencia. Sin embargo, hay pasajes de Lorca que nos retratan, situaciones kafkianas que hemos vivido, ideas cervantinas que nos definen, personajes que son un espejo de nuestro ser más íntimo. Ese es el don de la literatura: la capacidad de reflejar nuestras múltiples maneras de ser: la palabra convertida en vida, la vida convertida en palabra.

Un libro sobre los libros y la vida. O sobre la vida en los libros. Sobre la íntima conexión entre lector y escritura. Sobre la búsqueda de la propia vida la familia, los amigos, el trabajo, la infancia y la juventud, los afanes, los dolores y los amores en la escritura de los otros.

De esos encuentros y reencuentros con nosotros mismos en las páginas de un libro trata Sigo sin saber de ti, del estadounidense Peter Orner.


lunes, 8 de abril de 2024

La zorra no puede disimular el hopo

Y recordaba con alegría aquel gusto candeal de los panes de su infancia. La frase está escrita a lápiz en el interior de la tapa trasera del tomo I de los cuentos de Ignacio Aldecoa. No aparece fecha ni autor, pero puedo asegurar que reconozco mi caligrafía y que la anoté después de la primera lectura de aquellas historias, algunas de las cuales me llevaban a mi infancia. Reconozco que la candealidad de aquel pan quizá sea más un recurso literario que pura realidad, aunque puedo asegurar también que no he vuelto a probar desde entonces hoyos de pan con aceite tan sabrosos como los que merendaba en Esparragal, ni vienas tan blancas y esponjosas como las que repartía con su triciclo por las mañanas el panadero en la calle Altillo.

Una de las razones por las que vuelvo de vez en cuando a los cuentos de Aldecoa es que presenta ambientes, personajes, situaciones que viví y conocí en mi niñez: la cuadrilla errante de segadores y su temor a que el viento pardo les llegue por la espalda, el niño que caza mariposas, pajarillos, ranas, ratas y lagartijas a las afueras de Madrid, en las orillas del Manzanares; la vida de un discreto héroe de barrio como el boxeador Young Sánchez, el triste futuro de la desangelada pareja de novios que protagoniza la Balada del Manzanares, la épica cotidiana de los trabajadores ferroviarios que evitan un choque de trenes, los personajes marginales que pueblan el callejón de Andín, la familia de emigrantes que habita una chabola en el Solar del paraíso.

Ese hilo que conecta a Aldecoa con mi infancia es también lingüístico. Leer a Aldecoa es descubrir una palabra vieja, un giro de argot, el aire campesino de un refrán, y celebrar el hallazgo, y meditar brevemente sobre el mundo nuestro de ayer y el de hoy, sobre el tiempo que cambia nuestra vida y nuestro decir. 


viernes, 29 de marzo de 2024

Gatti e uccelli

A Paqui y Juanito

Todo el mundo habla, y vosotros mismos los habréis observado, de los gatos romanos, de esos enormes gatos orondos y grandes de cabeza, tranquilos, que dormitan entre las ruinas de mármoles imperiales y muros de ladrillo. Gatos del Tíber, que merodean, lentos como nubes, las orillas en busca de gorriones y palomas jóvenes. Gatos que se adentran por las cloacas en los huertos del Vaticano y se aparean al pie de un viejo olivo en noches de luna nueva. Gatos de solideo y capelo cardenalicio, maestros de siete vidas, listos como el hambre. Viejos gatos de catacumbas y callejones sin farolas, que saben latín, lunfardo y arameo. Gatos ladinos de lúbricas madrugadas, que en las noches más cerradas del invierno procesionan por el laberinto de los museos vaticanos hasta llegar a la cámara de Bastet, la benevolente diosa gata, a quien rinden culto desde tiempos inmemoriales. Los gatos son Roma, y Roma son los gatos.

Pero yo os hablaré hoy de pájaros, de algunos que acabo de conocer en Roma: los mirlos de amplio silbo, melodioso y cristalino, que cantaban mientras rodeábamos andando el monte Testaccio en una mañana de lluvia y viento. Y en esa misma mañana, sobreponiéndose a la lluvia y al ruido del tráfico, la colonia de cotorras en los pinos que rodean el templete de Hércules Victorioso a la entrada del puente Palatino. El canario enjaulado que lanzaba su vibrante sonata desde el balcón de un bloque de pisos en la avenida del Trastévere, y el gorrión que insistía con su romanza desde la valla metálica que protege el jardín inglés de una casa particular. La corneja aquella que picoteaba una paloma muerta sobre los adoquines brillantes de una calleja a la salida de la plaza de San Pedro. Las gaviotas allá arriba, en el capitel de una columna que se yergue solitaria entre las ruinas de los foros, lanzándose luego en vuelo sobre las cabezas de los turistas. La pareja de herrerillos que cuchicheaban chismes y amoríos en la rama de un ciruelo en flor, cerca del circo Máximo. El ruiseñor oculto que la otra tarde hacía oír su delicada canción en la pequeña terraza de la casa donde murió el poeta inglés John Keats.

Escribo ahora en Torrecampo, y persiste la lluvia, pero no oigo la música. 


sábado, 23 de marzo de 2024

Cuatro dedos de enjundia civilera

 El Zarco le venía a su madre de La Mancha, de Miguelturra, donde nació su padre, el abuelo Anselmo; de Tomelloso y de Mota del Cuervo, en Cuenca, donde también vivieron tíos y abuelos. Ella siempre estuvo orgullosa de este apellido, que pronunciaba enfatizando y alargando la zeta, y murió convencida de que todos los Zarcos de España eran familia y descendientes de un noble y marino portugués de los tiempos de Enrique el Navegante, Joao Gonçalves Zarco, descubridor de las islas de Porto Santo y Madeira, y fundador de la isleña ciudad de Funchal allá por 1421.

Cómo llegaron estos Zarcos lusitanos a la llanura manchega está aún por averiguar, aunque no faltan concienzudas y certeras aproximaciones genealógicas, como la del doctor José Zarco Castellano, que ejerció en Mota del Cuervo, completada por otro doctor, éste por su tesis sobre La diócesis de Córdoba en el último cuarto del siglo XIX. José Zarco Cañadillas, y que remite a un Agustín Zarco y a su esposa, Inés Rodríguez, padres de Bartolomé Zarco, nacido el 13 de abril de 1603. Y quiero acordarme aquí del Toboso y de la sin par Dulcinea, inspirada, como bien saben los académicos de Argamasilla y todo cervantista que se precie, por doña Ana Martínez Zarco de Morales. En esta rama se cuentan, entre bisabuelos, abuelos, tíos y primos, hasta 11 Zarcos guardias civiles, siendo el primero de ellos Tórbulo Primo Antonio Gervasio Zarco-Bacas y García, nacido en Mota del Cuervo (22 de abril de 1857) y fallecido en Cuenca en octubre de 1936. En cuanto a la rama paterna, los beneméritos parten de su abuelo José y continúan y acaban en su padre y en su tío Antonio.

Para un niño tenía beneficios y perjuicios ser hijo de guardia civil. En su caso, y en el de su hermana mayor, el provecho venía porque su padre, excepto en sus últimos años de servicio, siempre fue destinado a los pueblos como comandante de puesto, es decir, con el mando sobre la tropa, así que cuando llegaba la feria, los feriantes le regalaban algunas fichas y vales para las atracciones y los circos, y su madre y su hermana tenía una inusitada suerte en las tómbolas. Si en la feria había toros, allá que se iba con el piquete de guardias y entraba gratis por el patio de cuadrillas y podía ver de cerca a los toreros remetiéndose el capote de paseo bajo el brazo o echando un cigarrillo con la cuadrilla, a los picadores, embutidos, congestionados con las apreturas de la chaquetilla, el calzón de talle alto y las polainas de hierro; cuando se aburría de las faenas en el coso bajaba a ver cómo los carniceros despellejaban y despiezaban a los astados. Pero la mejor renta para élñ, desde los ocho o nueve a los catorce años, era que por ser hijo de quien era, entraba de gorra en los cines, de manera que vio todos los peplum de la época y todos los spaghetti western (italianos y españoles) incluido Lo llamaban Trinidad.

Hasta los quince años su expediente escolar parece el de un alumno difícil que no se adapta a ningún centro, o el del vástago de una familia errante impelida por un destino aciago e ineludible. Comenzando por la escuela unitaria de Esparragal, con veinte o treinta niños de distinta edad en la misma clase; siguiendo en Córdoba con la academia, también unitaria, de Don Lázaro, en los bajos de los pabellones de la calle Altillo, y con el colegio Fray Albino, donde pudo acabar un curso y hacer algún amigo; saltando luego a Gibraleón, a una habitación sin apenas luz natural donde el maestro castigaba las faltas de ortografía con palmetazos, y de allí a la Escuela Parroquial, con don Manuel, que los entretenía ayudándole a culminar una noria hecha de palillos de dientes, papel y pegamento imedio; después de unos meses en el poblado del pantano del Bembézar, donde no llegan a la media docena de niños, la familia se trasladó a Pozoblanco, donde finalizó el curso en los Salesianos y completó al año siguiente segundo de bachiller en el instituto de enseñanza media; volviendo luego a Córdoba, donde cursó tercero en el instituto «Séneca», cuarto en el »Luis de Góngora» y quinto, por libre, en la academia «Lope de Vega»; finalmente, sexto y cou en el «Averroes». 12 centros escolares, 12, desde los cuatro a los dieciséis. Un errabundaje académico ligado a los destinos de su padre que le produjo lagunas en todas las materias y que le hicieron aborrecer la escuela, los libros de texto y las tareas en casa.

Un perjuicio adjunto a esta itinerancia escolar fue la falta de compañeros de un curso para otro; siempre era el nuevo, el recién llegado, el que se va en unos meses, al que no le da tiempo a sumarse a un grupo que viene ya de largo. Esa es la razón de que no pudiera citar más de cinco o seis compañeros de clase hasta que llegó al instituto «Averroes». Ser carne de «matrícula viva» era el peor tormento para un niño, para un adolescente; tenía que olvidar lo anterior y adaptarse rápidamente al ahora, empezar a hablar con unos y con otros, agarrarse al que le dirigiera la palabra o se sentara a su lado, y procurar no ser un bicho raro, que mira reconcentradamente a sus compañeros aislado en un rincón.

Más dolorosa era la falta de amigos de continuidad; los suyos, los pocos con que le dio tiempo a fraguar auténtica y gozosa amistad entre traslado y traslado, fueron visto y no visto. Se separaba de ellos con un desgarrón en el alma y durante las primeras semanas de llegar a otro pueblo el ánimo se le anubarraba y pensaba que no podría remontar sin su amigo Serranete, sin Paco Bautista o sin el Ino, sin Rafalín Ortiz. Pero sobrevivió uno a esos adioses, a esas dramáticas rupturas forzadas, sobrevivió a las múltiples casas, a los múltiples pabellones y habitaciones donde transcurrieron aquellos años, sobrevivió a los muchos maestros, curas y profesores. Como sobrevivió a ser uno de los del cuartel.

Otro daño colateral era el desarraigo geográfico. Nacido en Córdoba, donde vivió intermitentemente hasta que su padre se jubiló, no podía considerarla su tierra, su patria chica, pues, echando cuentas, había pasado en ella tanto tiempo como en los variopintos pueblos por los que pasó la familia. Nunca fue lo que luego han llamado un cordobita. Tampoco ha sentido ese fervor terruñero que ha visto, y ve, en muchas personas, que llevan a su pueblo, a su virgen y sus fiestas, sus costumbres y sus dichos por bandera donde quiera que vayan. Él era ave de paso en aquella ciudad, como lo fue en todos los sitios en que vivió aquellos, a pesar de todo, maravillosos años. Nunca salió de su boca la expresión mi pueblo o mi ciudad. Desde una perspectiva romántica y existencial, era una desgracia no tener un sitio donde volver, un lugar, como decía el otro, que fuera su patria, el lugar de su infancia. Cuál era su patria, a qué pueblo, a qué casa, a qué paisaje y a qué amigos volver. Hubo un tiempo en que le importó esa falta de raíces y se veía de viejo, después de una vida ajetreada, sin un lugar al que volver y en el que ser enterrado. Melodrama de pubertad, sin duda, pero con su aquel de verdad y su punzadita de dolor.

El nomadismo era consustancial a la profesión del padre, la guardia civil era caminera y rural por naturaleza, y benemérita por su protección de la población civil y de la propiedad, por su acción salvadora en catástrofes y accidentes, por su persecución de la delincuencia.

Hacia los dieciséis años emergió en él un inquietante sentimiento de pesar por la ocupación de su padre. No se avergonzaba de sus orígenes humildes, de pertenecer a la asendereada clase media española, ni experimentaba odio de clase. Era consciente de la mezcolanza social en el instituto Averroes y en la Facultad —hijas e hijos de trabajadores ferroviarios y de obreros de la Electromecánicas, de abogados, médicos, terratenientes, oficiales y suboficiales del ejército y de la guardia civil, de empleados de banco, mecánicos, pequeños agricultores y comerciantes, empresarios locales, maestros, profesores, contratistas de obras, chóferes—, pero su desazón no era socioeconómica, sino ideológica: había nacido en el lado equivocado, no en el de la gente que luchaba por la desaparición de la dictadura, sino en el lado de su brazo represor. La guardia civil y la policía armada eran cómplices del franquismo y reprimían sin contemplaciones a quienes se organizaban clandestinamente y se manifestaban exigiendo libertad, progreso y democracia. Su padre defendía enardecidamente al Caudillo en las conversaciones y discusiones familiares, y nunca se planteó que la dictadura desapareciera de España una vez muerto Franco.

Como tantos otros jóvenes de su edad durante la primera mitad de los 70, nunca se inscribió en ningún partido ni asociación política, pero encajaba en el concepto, en el estereotipo interno y externo, del progre antifranquista. Ahí estaba el meollo de su malestar íntimo: ideológicamente de izquierdas en una familia franquista, que durante la guerra y la posguerra había derramado su sangre por el Generalísimo, y que ahora lo defendía sin fisuras, contra los rojos, barbudos, revolucionarios, que querían acabar con la prosperidad y la paz de España. No era fácil afrontar la dicotomía, admitir que su padre estaba en el otro lado de la calle. Por eso solía callar que era guardia civil, no lo ocultaba ni mentía inventando otra profesión, pero evitaba revelarla siempre que podía, aunque antes de llegar a los 30 ya se había reconciliado interiormente con él y había empezado a entenderlo. Pero esa es historia para otro momento.


jueves, 14 de marzo de 2024

Puerta Gallegos


Seis años sin volver a Córdoba. Desde lo de Bujalance, en diciembre del 33. Salió una foto suya en los periódicos. La recortó y la llevaba desde entonces en su cartera. No para enseñarla a nadie, sino para mirarla de vez en cuando a solas y recordarse lo peligroso de su oficio, lo fácil que una bala siega la vida de un hombre. Él tuvo suerte y la mano le quedó útil para el servicio de armas. Al guardia Félix Wolgeschaffen le fue peor. Se quedó rezagado y los revolucionarios lo cazaron como un conejo. Le dispararon desde los dos lados de la calle. Lo arrastraron hasta un callejón y se ensañaron con él. Hasta el reloj le robaron, y la alianza y los pocos billetes que llevara en la cartera.

El centro de Córdoba era un hervidero. Días de feria. Días de Corpus Christi y procesiones en todas las parroquias. De homenaje al dos veces laureado general Varela, salvador de la ciudad en los primeros días del Glorioso Movimiento de Liberación; días de entrega de una bandera al Regimiento de Infantería de la Reina; de inauguración del Club de Campo de la Arruzafa, de corridas de toros con Manolete cerrando cartel, de operarios municipales montando y desmontando tribunas para los oradores, de electricistas ultimando guirnaldas de bombillas, de camareros que regresaban adormilados a la caseta desde el Campo de la Verdad, desde la Corredera y San Pedro, desde el Alcázar viejo o la Magdalena; días de la inauguración del monumento a Julio Romero de Torres en los jardines de la Agricultura con un inmenso gentío acudido de todos los puntos de la ciudad, de repartidores de bebidas, de fotógrafos ambulantes, de periodistas y recepciones oficiales en las casetas, de jinetes en el Paseo de Caballos y de muchachas —bellas señoritas— con el traje andaluz, bailando sevillanas o saludando desde las manolas; días de oleadas de viajeros en trenes especiales (de Sevilla, de Puente Genil y Cabra) desparramándose desde la Estación Central por el Paseo de la Victoria, por Gran Capitán y Ronda de los Tejares, para ir a los toros, para curiosear en la Exposición Provincial de Productos Industriales, para celebrar la victoria del Racing F. C. en el viejo Stadium América, para acercarse al concurso hípico en el campo de la Electromecánicas. Días alegres y calurosos de gentes de la farándula, de artistas de varietés y cómicos de la legua que representan en el Gran Teatro y en el Duque de Rivas, que toman el vermú y la cerveza en las terrazas de Las Tendillas o de Gran Capitán, en la calle de la Plata, en los salones del hotel Simón. De ases del manillar, de payasos, malabaristas, trapecistas, domadores y equilibristas en los circos. Días de estraperlo (patatas, jabón, conejos y perdices, azúcar, café, aceite), días del Caudillo victorioso y de exaltado y combativo falangismo. De listas y control de los ex-combatientes, de Caballeros Mutilados. Días también de guerra en Europa. En el mundo. De ocupación en Bélgica y de batalla en Noruega, en Grecia. De asedio de París. De Winston Churchill. De combates en Alsacia y Lorena y Normandía. Días nefastos del führer y del duce. Días tristes del exilio republicano. De denuncias y de aplicación de la ley de fugas. Días de pelás, de mujeres silenciadas, encarceladas, señaladas, condenadas.

Pero los cordobeses no querían saber nada de aquello. Estos eran días de calle y de jolgorio. Quién va a querer hablar de la maldita guerra en aquel ambiente festivo de las casetas, en aquel desborde de alegría, de bailes y cantes, de músicas de bandas y orquestinas.

Él no había vivido la guerra. No había combatido. No tenía idea clara de lo ocurrido en el país en aquellos tres años, porque fueron, salvo los confusos cinco primeros días, tres años de prisión, tres años de mortal incertidumbre, tres años de miedo; miles de horas de rumia callando, recordando, aventurando, observando, aguantando estopa para no saltar a la desesperada y ganarse un balazo. Era la guerra, pero no lo era.

No podría explicar la razón de haber pedido permiso para volver a Córdoba. Aquí no lo esperaba nadie. Trinidad, su mujer, y sus dos hijos habían quedado en el cuartel de Gádor. A sus hermanos no los veía desde antes de la guerra: Federico en Salamanca, Emilia en Tomelloso, Anselmo y Pío, uno en Palma del Río, el otro en Montoro. Tampoco vivían ya en Córdoba los padres de Trinidad, que se habían marchado a Lérida cuando su suegro, teniente de la Guardia Nacional Republicana, había cumplido la edad para el retiro.

Se alojaba en La Ruteña, en la calle San Fernando, junto al Arco del Portillo. Desayunaba en la pensión y luego callejeaba —La Corredera y San Pedro, Santiago, la Ribera, la Magdalena, o cruzaba al Campo de la Verdad— hasta la hora del vino, en la cantina de la Comandancia, donde antiguos compañeros iban poniéndolo al tanto. Desde que los nacionales lo liberaron del batallón de trabajo y se presentó a sus superiores en Alicante, vivía dentro de un remolino que lo llevaba y lo traía sin que él pudiera decidir: el traslado en camión ambulancia, los días de recuperación en el hospital militar de Almería, el reencuentro con su mujer y sus hijos, los interrogatorios del inspector del Cuerpo para averiguar con exactitud sus vicisitudes y paraderos durante la guerra, el viaje a Lérida por la muerte de su suegra, y a primeros de julio del 39, de nuevo en el servicio activo, comandante del puesto de Gádor, más la muerte de su padre, a mediados de noviembre. El ciclón avasallador y destructivo de la guerra. Había que tener aguante.

Me pregunto de dónde saca un hombre ánimo y fortaleza para sobrevivir al hambre, a los piojos, a la humedad nauseabunda y al calor asfixiante, a la inactividad absoluta durante semanas en la bodega infecta de un barco, a la disentería, al terror diario de esperar oír su nombre en una lista para ser fusilado. El tío Pepe sacó fuerzas de su fe. Se encomendó a Dios. A veces lo recuerdo con la tía Trini a su brazo, yendo o viniendo de misa en la iglesia del Campo de la Verdad. Calmosos en el andar, callados, impasible el rostro él, erguida la barbilla, afrontando con orgullo la vida a cara descubierta; risueña, confiada en su hombre ella.

Fue el día 25 de mayo de 1940, sobre las dos de la tarde. Sábado, día grande de la feria cordobesa. Por la mañana, homenaje al general Varela, entonces ministro del Ejército, como salvador de la ciudad frente al enemigo rojo en septiembre del 36. También se inauguró en el real de la feria la Exposición Provincial de Productos Industriales. Por la tarde, a Manolete —después de unas irrepetibles verónicas, unos portentosos pases por alto y unos naturales para las crónicas en medio del redondel— lo cogió el toro al entrar a matar. No sé si estas precisiones las aportó mi madre o si fue el propio tío Pepe el que ilustraba así la historia.

Volvía él de la Comandancia, en la avenida de Medina Azahara, hacia la Ruteña. Vestía de paisano. El cruce por la Pérgola y los jardines del duque de Rivas hacia la Puerta Gallegos es un hormiguero. Confluyen allí cientos de personas que llegan o salen por la calle Concepción, que bajan desde los jardines de la Agricultura, que suben desde la Puerta de Almodóvar, Paseo de la Victoria arriba. Familias y grupos que van a las atracciones, a las casetas —Centro Filarmónico, Ayuntamiento, Círculo de la Amistad, Peña Racinguista, Educación y Descanso, Asociación de la Prensa, La Coroza, Caballeros Mutilados—, jinetes, amazonas, coches de caballos. Cuando está cruzando el Paseo de la Victoria hacia la Puerta Gallegos casi choca de frente con un hombre que va en dirección contraria. El tío Pepe lo mira a la cara y sigue andando. Conoce a ese hombre. Su aspecto es inconfundible, difícil de olvidar: la caída de hombros, el rostro moreno y demacrado, el mirar oblicuo. Y se le viene súbitamente la imagen: en perfil, iluminado por el haz de luz que baja por la escotilla, aquel hombre lee una lista de nombres, entre ellos el suyo, y el tío Pepe aguanta los golpes violentos del corazón en el pecho, templa sus nervios, su miedo, su voz, permanece sentado en el suelo de la bodega, apoyada su espalda en una columna de hierro, y declara tranquilamente que a ese ya se lo llevaron en otra saca. Aquel era el hombre con el que se acababa de cruzar, uno de los suboficiales del barco-prisión en el puerto de Almería. El encargado de conducir a los que iban a ser pasados por las armas. No vaciló. Se dio media vuelta y lo siguió. El hombre entró en la exposición de Productos Industriales. Aprovechó el tío Pepe para correr a la cercana Comandancia, avisar al oficial de guardia y llegar a la Exposición con un piquete de guardias que allí mismo esposaron al hombre y lo condujeron al cuartel. El hombre fue juzgado en Almería y condenado a muerte unos meses después.

Azar, destino, justicia divina, leyenda o pura invención, aquella historia del tío Pepe parecía sacada de una película o de un libro, y cada vez que mi madre nos la contaba, mi imaginación volaba y recreaba el ambiente, las ropas, los gestos y los breves diálogos, la manera de andar, la sorpresa de la gente que asistió a la detención, el gesto serio del tío Pepe, la mirada incrédula del denido.

Han pasado más de sesenta años de la primera vez que oí esta historia. Muchos también desde que enterramos al tío Pepe y a la tita Trini. Me gustaría tener más detalles, más concreciones del relato, pero uno era niño entonces y le bastaba con escuchar y abrir los ojos de asombro. Tampoco he hablado con sus hijos o sus nietos, en busca de fotografías, documentos, objetos que ayuden a reconstruir su vida en aquellos días de guerra y de posguerra, pero estoy satisfecho con lo escrito hasta ahora, porque es una historia que lleva muchos años dentro de mí, atrapada como un insecto en el ámbar de los recuerdos1, y creo llegado el momento de darla a la luz para que no se pierda entre las muchas historias de esa larga saga de guardias civiles que hubo en mi familia.

***

1 Luis Landero, El balcón en invierno. Tusquets Editores, Barcelona, 2014, p. 229.

martes, 12 de marzo de 2024

Pequeño, peludo suave

Esparragal. 18 de febrero de 1962. Cumplo seis años. Después de comer salgo a jugar a la puerta del cuartel. No hay ningún niño todavía, solo el muchacho de la Casa Grande, que pasa con su borriquillo y me invita a ir con él. Entro corriendo, entusiasmado, a casa y le pido permiso a mi madre para faltar a la escuela. Después de abrevar en la fuente, subimos a lomos del animal que toma el camino de Fuente Alhama a Priego, hasta un cercado a orillas de un arroyo, donde nos bajamos. Allí pasamos el rato, paciendo el pollino la hierba menuda, haciendo puntería nosotros con el tirador, sentándonos a mirar el campo, observando el vuelo de los aguiluchos, sacándole punta a una vara de olivo con la navaja. Horas felices de la infancia, momentos de dicha en aquel paraíso rural, a espaldas de la Serrezuela y los restos de la vieja torre árabe de vigilancia. Qué inocente recreo aquella tarde soleada de febrero.

Llegó la hora de irse y quise yo coger las riendas del animal, que andaban entre sus patas traseras. La coz —tan contundente la palabra como el golpe— me tumbó de espaldas y empecé a sangrar por la cara. Aturdido por el golpe, no lloré ni me quejé. El muchacho de la Casa Grande se sacó un pañuelo del bolsillo, me dijo que lo apretara contra la herida, me cargó en sus brazos y salió corriendo. Cuando avistó el cuartel, llamaba a voces a mi madre —¡Juanita! ¡Juanita!—, que se asustó con la sangre y con el pañuelo tan sucio que me taponaba la herida. Enseguida se presentó el practicante, que lavó y desinfectó la herida en el pómulo. Podía haber perdido el ojo, pero tuve suerte.

¡Arre, Platero, arre!


jueves, 7 de marzo de 2024

41 Trinan con alborozo

Trinan con alborozo los gorriones a primera hora de la mañana y silban jubilosos los tordos en las antenas.
Como un general entrando victorioso en Roma bajo exultante la calle Nueva, agradecido por el cortejo.


domingo, 3 de marzo de 2024

Somos fuerzas porque somos vidas

Los poetas y las enamoradas, o los enamorados y las poetas, a veces guardan la hoja de una flor entre las páginas de un libro como recuerdo de una tarde feliz en amada compañía. No es ritual vacío, moda o muesca a lo Tenorio en la cacha del revólver. Quien lo ha hecho lo sabe. Esa hoja es una historia lejana de amor. Un hito que vuelve al cabo del tiempo.

Me acaba de ocurrir. En el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. La hoja de un lirio entre las páginas 200 y 201. No recuerdo haberla puesto allí, aunque sí que leí el libro. Corría 1984. Y estaba solo. Desconsoladamente solo. Cuando la conocí. En alguno de los bares de entonces. Unas veces con su hijo de apenas dos años. Otras sola. Actriz de teatro infantil. En primavera y verano, contrataban la Diputación o el Ayuntamiento. Los inviernos, penosos. Con días de soledad y hambre.

Así fue un poco nuestro amor. Labios fríos. Caricias sin futuro. Camas prestadas. Desangeladas.

Ternura a pesar de todo.

Amada flor de lis.



miércoles, 28 de febrero de 2024

Lo que permanece lo crean los poetas

Vuela el tren sobre los campos de La Mancha mientras leo unos versos de Friedrich Hölderlin. Son poemas de juventud, que emocionan por la pureza de su aliento romántico, por su arrebatado aspirar a un mundo ideal, armonioso, bello.

De vez en cuando miro por la ventanilla y veo unas hermosas nubes de resplandeciente blancura en el horizonte: un paisaje amplio, luminoso, vivo. En armonía con los versos que voy leyendo. Y siento renacer en mí el impulso, el entusiasmo juvenil el empuje de la tormenta—, la conciencia, también, de este mundo sórdido, materialista, frustrante, que duele, del que sólo es posible escapar con la voluntad de ensueño del poeta.


«¿Por qué moderar el fuego de mi alma
que se abrasa bajo el yugo de esta edad de bronce?
¿Por qué, débiles corazones, querer sacarme
mi elemento de fuego, a mí, que sólo puedo vivir en el combate?» 

Así pregunta el joven poeta a sus juiciosos consejeros en un contundente poema que entroniza al héroe que se rebela ante una ética (o religión) opresora y contradictoria:

«La vida no está dedicada a la muerte,
ni al letargo el dios que inflama».

Es consciente el poeta de la dolorosa herida que supone el vivir «hicieron una quemadura en mi corazón, // pero no lo han consumido», pero lo es también de que, perdida la inocencia de la niñez y de la juventud, despojado del paraíso y de la feliz edad de oro, sólo nos queda la lucha, el sueño:

«Mi siglo es para mí un azote.

Yo aspiro a los campos verdes de la vida
y al cielo del entusiasmo».

viernes, 23 de febrero de 2024

Cosas de hermanos (3)

En la hoja de servicios del tío Pepe en la Guardia Civil, leemos la anotación que ya conocemos correspondiente al año 1936: «Al iniciarse el Glorioso Movimiento Militar Salvador de España, se hallaba este cabo prestando sus servicios en la Comandancia de Almería, su destino, y al quedar aquella provincia en poder de los marxistas, continuó en situación desconocida y en la misma finó el año». Para 1937 y 1938 encontramos la misma nota manuscrita: «Todo el año en la misma situación desconocida en que finó el anterior». Finalmente, las líneas correspondientes a 1939 detallan: «Continúa en su anterior situación. El Señor Primer Jefe de la Comandancia de Almería, en escrito fecha 10 de mayo marginal, participa al Señor Coronel del Tercio que el cabo comprendido en la presente verificó su presentación en Alicante al ser liberada dicha capital por las tropas nacionales».

¿Qué fue del tío Pepe durante los tres años de guerra? En casa conocíamos solamente el episodio del barco, cuando se libró de ser fusilado haciéndose pasar por otro, pero una llamada telefónica de mi hermana y una breve investigación en archivos y estudios históricos me pusieron enseguida, si no sobre sus pasos, sí muy cerca de ellos, aunque pronto pude comprobar que su periplo carcelario era guadianesco.

Ya vimos que ingresó en prisión provisional apenas una semana después del alzamiento, el 24 de julio; lo que no he podido averiguar con exactitud es dónde pasó sus primeras semanas, pero existe una hipótesis razonable que concuerda con la historia del barco.

En los primeros días de la sublevación militar, se organiza en Almería el comité Central Antifascista, formado por hombres de los distintos partidos y organizaciones del Frente Popular, presidido por el socialista Cayetano Martínez Artés. Este Comité Central, que fija su sede en el Casino Cultural, actúa al principio como la máxima autoridad política, por encima incluso del Gobierno Civil, y organiza la represión de los derechistas y afines al golpe militar, bien mediante detenciones oficiales y juicios ante un Tribunal Especial Popular, bien mediante excarcelaciones y ejecuciones inmediatas. En pocas semanas, la prisión de Almería Gachas Colorás se queda pequeña y desde el 27 de septiembre se transforma en prisión de mujeres, mientras los hombres son trasladados a otros lugares. Hay que improvisar cárceles para tantos detenidos. Una de ellas es la capilla del convento de las Adoratrices, en el barrio del Quemadero, donde ingresan los primeros presos el 25 de julio. Otra es el Colegio La Salle, todavía en construcción, en el que se habilitan la planta baja como Cuartel de Milicias y tres amplias salas de la primera planta como prisión. Se recurre también al Ingenio, una antigua fábrica de azúcar Virgen de Montserrat (1885)—, transformada luego en fábrica de productos químicos y ahora en cárcel donde se hacinan en condiciones insalubres religiosos, militares y partidarios de Franco. Finalmente, dos barcos mercantes dedicados al transporte de carbón y de mineral de hierro, atracados en el puerto, se convierten en barcos-prisión: el «Capitán Segarra» y el »Astoy Mendi». Se habla de 500 hombres hacinados en sus bodegas con restos de residuos tóxicos, con la sola ventilación de las escotillas, sin condiciones higiénicas, con calor asfixiante y ambiente nauseabundo, con escasa luz y pésima alimentación. En ambos barcos se hicieron sacas desde mediados de agosto hasta finales de septiembre. El tío Pepe estuvo, sin duda, en uno de esos barcos, sobrevivió a las sacas y sobrevivió a las inmundas bodegas. Todo casa con lo que mi madre nos contaba.

Es muy posible que sus primeras semanas como prisionero las pasara en la cárcel almeriense de «Gachas Colorás» —en las Adoratrices, o en La Salle—, y que una vez desbordada su capacidad pasara a uno de los barcos prisión que ya conocemos, hasta que en fecha desconocida fue trasladado a la prisión del Ingenio. Supongo que este primer tramo de su experiencia carcelaria fue el más duro: decidirse a favor o en contra del golpe militar y traicionar el juramento a la República, la detención, el juicio ante el Tribunal Popular y la condena, la separación de la familia, el temor a morir en una saca, las condiciones deplorables del encarcelamiento, la inactividad y el no saber nada del exterior castigarían duramente el ánimo de aquel manchego de 29 años, de marcado temple e instinto de supervivencia que no estaba dispuesto a caer fusilado o muerto de hambre a las primeras de cambio.

El segundo tramo de encarcelamiento, cuando lo sacan del barco prisión, debió liberarlo de miedos, procurarle un cierto optimismo, un alivio al menos, después de su paso por la nauseabunda y oscura bodega del barco. Se sabe, y está documentado, que presos del «Astoy Mendi» —¿uno de ellos el tío Pepe?— fueron trasladados a la prisión del Ingenio a partir del 6 de noviembre de 1936, y podemos afirmar, porque está documentado, que en su periplo carcelario, ingresó en la Prisión Provincial de Almería el 8 de mayo de 1937, procedente... ¡de la Prisión del Ingenio!, como leemos en su expediente procesal: «Ingresa en esta prisión, procedente de la Prisión del Ingenio, entregado por fuerza de la GNR, en concepto de penado a disposición». Pasó ocho meses en la antigua Prisión Provincial de Almería, hasta el 27 de diciembre, en que lo trasladan al Campo de Trabajo de Totana (Murcia).

Este campo fue el primero creado por el gobierno republicano. Formaba parte del proyecto del ministro de Justicia, el cenetista Juan García Oliver, que pretendía renovar la política penitenciaria y aprovechar la mano de obra de los condenados por los Tribunales Especiales Populares y los Jurados de Urgencia, por conspiración o por desafección al régimen. En lugar de pelotas, calcetines y otras menudencias, los penados trabajarían en obras de utilidad pública: canales de riego, ferrocarriles, carreteras, instalaciones de agua potable, repoblación forestal, escuelas, granjas agrícolas…

Publicado a finales de diciembre de 1936 el decreto de creación de dichos campos, el de Totana estaba listo a finales de abril de 1937, y el 5 de mayo los primeros condenados cruzaron sus puertas, sobre las que campaba el lema: «Trabaja y no pierdas la esperanza». Para las principales dependencias del campo se había aprovechado el convento y el colegio de los Capuchinos, que lo habían abandonado en los primeros días de guerra. Los informes de este campo destacan sus buenas costumbres y su adecuada conducta.

Venturosas me las aventuraba cuando localicé el historial penitenciario del tío Pepe, ya que leí con precipitación y supuse que estando él en Totana acabó la guerra civil. Salvo las circunstancias del viaje final hasta Alicante, que no se menciona en ningún documento, el periplo carcelario parecía cerrarse en aquel convento capuchino, donde los penados trabajaban en la traída del agua para la población y en la construcción de una carretera local. Pero no fue así.

En la sección «Vicisitudes penales y penitenciarias» de su expediente en el campo de trabajo, leemos el siguiente apunte, fechado el 16 de mayo de 1938: «Por resolución del Tribunal sentenciador […] se dispone que este interno pase destinado al Batallón disciplinario n.º 2 de Trabajo, afecto al Ejército de Extremadura». Días más tarde, el 27 de mayo, el tío Pepe es entregado a las fuerzas de asalto, que lo conducen hasta Almadén y lo ponen a disposición del jefe del batallón disciplinario. ¡Otro bandazo de la maldita guerra! Otro golpe en la moral, otra dramática incertidumbre. Nos adentramos así en el tercer tramo del recorrido penal, como el Guadiana, el tío Pepe desaparece durante diez meses, hasta que se presenta a sus superiores en Alicante.


jueves, 22 de febrero de 2024

18 de febrero

Nací con el frío una ola blanqueaba Europa y con el miedo al comunismo, que amenazaba al mundo con la bomba atómica y con la bomba H. Nací con Franco la leyenda asegura que mientras desayunaba firmando sentencias de muerte. Del Pardo habían salido nuevos nombramientos, simples cambios de guardia en la transmisión del mando, según declaraba la prensa del Movimiento. Nací con los camisas azules acrisolada lealtad al régimen, fidelidad a los principios del 18 de julio, insobornable honestidad, espíritu combativo, indiscutible eficiencia, con el «Cara al sol» a diario, con la enciclopedia Álvarez y el catecismo de la doctrina cristiana, con viejos pupitres manchados de tinta y con los bidones de leche en polvo. Nací en los días de fastos inaugurales del Córdoba Palace, aquella nueva joya de la hostelería cordobesa, construida y confortablemente equipada en el corto plazo de un año y dos días. Nací con Manolete muerto, pero con la sombra triste de doña Angustias en aquella casa de mármol blanco junto al jardín de las palomas: mi madre nos hablaba de Linares, de Islero, del gentío que asistió al entierro y de la avioneta que arrojaba flores. Nací con la televisión en blanco y negro desde el Paseo de La Habana. El rojo sólo se veía en la bandera, en la casulla de los curas y en las plazas de toros.

Tiempos de guerra ya sabemos del contubernio estadounidense-israelí en Oriente Medio, de revolución en Argentina y Perú. De segregación racial, cuando las autoridades académicas, secundadas por una mayoría de estudiantes blancos, expulsaron de la Universidad de Alabama a la estudiante negra Juanita Lucy. Días, en fin, de guerra fría, en que los cordobeses pudieron entretenerse en el Palacio del Cine con El Piyayo, la obra póstuma del popular actor Valeriano León; con las aventuras de tres monjas y un taxista Un día perdido para encontrar a los padres de un niño abandonado en una cesta, que se proyectaba en el Duque de Rivas; con la comedia francesa Americanos en Montecarlo, en el Alkázar; en la sesión continua Falsa obsesióndel Gran Teatro, con Michèle Morgan y Raf Vallone en grandioso technicolor, con alguno de los dos pases de Cerco de odio en el Góngora; pero si preferían cines de barrio pudieron elegir el Séneca, de la barriada Fray Albino, y el Magdalena, en el barrio del mismo nombre, para ver a Gary Cooper, Richard Widmark y Susan Hayward en El jardín del diablo, o el programa doble La mujer y el monstruo, Perseguido del cine Iris, en San Lorenzo.

Aquel domingo, 18 de febrero, a las siete y media de la tarde pronunciaba el poeta y académico Ricardo Molina en la sede de la Real Academia de Córdoba su tercera conferencia sobre el escritor cordobés Dionisio Solís, que vivió a caballo entre el XVIII y el XIX. Nadie podía imaginar que el hilo del tiempo y del azar volviera a conectarme con aquel poeta, fundador del grupo «Cántico», muchos años después, cuando descubrí sus versos, y luego cuando en mi memoria de investigación del doctorado recuperé y analicé sus artículos periodísticos.

Esa misma tarde, el reverendísimo obispo fray Albino asistió en la iglesia de la Compañía a la misa que cerraba el solemne triduo ofrecido por la Congregación Mariana a su fundador, el beato Marcelino de Champagnat. Ya por la noche, en el Hogar Juvenil San Fernando, hubo junta general de la Legión de Guías y Cadetes del Frente de Juventudes para debatir sobre la consigna de la semana: «Fe y lealtad al mando y perseverancia en el servicio».

Por lo demás, en el escalafón taurino mandaban los dos Antonios, Bienvenida y Ordóñez, y los caballeros rejoneadores Carlos Arruza y Ángel Peralta. A Jaime Ostos, Malaver, Julio Aparicio, Joaquín Bernadó, y los novilleros Victoriano Valencia, y Chamaco les quedaban todavía unas temporadas para cuajar.

Sí, circunstancias.


viernes, 16 de febrero de 2024

40 Una vez más

 Allá en las nubes de la lejanía empieza a fraguar el oro mientras van recortándose limpias las siluetas de las casas y de los cipreses del cementerio. Y poblándose de cantos los cables y las antenas.

Se va quedando sin luz la tarde en un hermoso acabarse, como cuentan del majestuoso cisne y su dulce irse.

Una vez más asistes al prodigio y te preguntas cómo revelar la belleza de este momento que hace nacer en ti la emoción más pura y honda, que te lleva sin saber por qué a tu niñez más plena, y quisieras hundir tus manos en el venero claro de las palabras y colmar este anochecer de febrero con el silbo de los tordos, con el timbreo de la alondra acurrucada en el sembrado, con la hermosa luz del día que se va y perdura en estas líneas.


martes, 13 de febrero de 2024

Cosas de hermanos (2)

 «En Berja, el alcalde ordenó al comandante del puesto de la guardia civil que entregara las armas a los milicianos y éste los ahuyentó a tiros; el día 22, el teniente jefe de la línea les ordenó que con los de Dalías se concentraran en El Ejido».

Es evidente que estas líneas nos remiten a la provincia de Almería ‒allí nos llevan los topónimos: Berja, Dalías, El Ejido‒, y que aluden a un episodio de la guerra civil. Puede, aunque no cabe ahora adentrarse en investigaciones lexicográficas, que la palabra “milicianos” se haya usado en nuestra lengua en otros momentos históricos, pero el más reciente, el que comúnmente asociamos hoy con ella es el de aquella guerra provocada por un alzamiento militar contra la II República Española. Los milicianos y milicianas la defendieron a muerte, pero los rebeldes lograron la victoria. Tampoco vamos a entretenernos aquí.

La situación no es baladí, y por nada quisiera uno verse en ella. A guerra pasada, las decisiones son fáciles. Yo, que soy de izquierdas y abomino de la monarquía… Pues yo defiendo a Franco y su alzamiento salvador. Qué lógico todo, ¿verdad?

Pero no estábamos allí. No éramos ninguno de los personajes protagonistas del episodio: ni el alcalde de Berja, ni el comandante del puesto, ni los guardias, ni el teniente, ni los milicianos. Somos gentes del presente, de los años 20 del siglo XXI, que leemos sobre un episodio bélico de hace casi noventa años, sobre unos hechos de sobra conocidos porque se repitieron en toda la geografía del país.

El 17 de julio de 1936 comienza en Melilla un golpe de estado militar que rápidamente se extiende a la península y provoca el enfrentamiento armado entre las fuerzas leales a la República y las rebeldes. Hubo que tomar bando: jornaleros, médicos y abogados, periodistas, herreros y zapateros, horteras, mozos de estación y maquinistas, costureras, secretarias, estudiantes, terratenientes, alcaldes, secretarios de ayuntamiento, comerciantes, panaderos, maestras y maestros, frailes, sacerdotes, monjas, oficinistas, militares, políticos, sastres, diplomáticos, bibliotecarias, empresarios, marinos, toreros y deportistas, dependientas, gentes del arte y la farándula, músicos, profesores universitarios, adolescentes y jóvenes sin oficio, albañiles, obreras y obreros, camareros, fotógrafos, carteristas, impresores, telefonistas, reclutas y generales. Antes o después, todos los españoles, mujeres y hombres, tuvieron que elegir.

Y eso hicieron los protagonistas de nuestro párrafo inicial. Tomó su decisión el alcalde, que permaneció leal a las autoridades republicanas y pidió armas para el pueblo. Tomó la suya el comandante del puesto de la guardia civil, que ignoró la orden del alcalde y además mandó recibir a tiros a los hombres que se acercaron al cuartel en busca de armas. Decidieron los guardias, al secundar la orden de su superior. Y cada uno de los milicianos. Tomó también su decisión el teniente al ordenar a las fuerzas de Berja y de Dalías que se concentraran en El Ejido.

Las decisiones tomadas por estos hombres en Berja en aquellos calurosos y convulsos días de julio de 1936 marcarían el resto de sus vidas. Estamos ante unos hechos concretos que ganan rigor histórico, viveza y dramatismo, cuando conocemos el nombre y condición de sus protagonistas. Sabemos del nombre del alcalde, Francisco Sánchez Sánchez, a quien sus convecinos llamaban El Espiritista; miembro de la UGT, fue detenido al finalizar la guerra, sometido a consejo de guerra y fusilado en Berja el 1 de julio de 1939; tenía 50 años. Sabemos también el nombre de los guardias ‒Diego Moya Villegas, Francisco Manzano González, Encarnación Peña Vera, Federico Alonso Hidalgo, Juan Lupiáñez García, Francisco Pérez González, Luis Lupiáñez Estévez‒ que recibieron con hostilidad a los milicianos, y puede rastrearse el curso de sus vidas, su currículum, en ensayos históricos, en sumarios judiciales y en los expedientes individuales obrantes en el archivo histórico de la Guardia Civil; conocemos el nombre del teniente, Antonio Ruiz Román, aunque no el de los milicianos. Y conocemos también el nombre del cabo, José Zarco Castillo, el tío Pepe.

Como ya sabemos, las decisiones tomadas por el tío Pepe aquellos confusos primeros días de guerra lo llevaron a ser detenido el 24 de julio por una patrulla de la Guardia de Asalto llegada en camión desde Almería, enviada por el gobernador civil. Pero nada de esto se contaba en mi casa, no sé si por olvido, por desconocimiento, o porque no interesaban los detalles. Solo el meollo, que el tío Pepe estuvo en un barco prisión y que se libró de ser fusilado haciéndose pasar por otro cuando a él lo nombraron para una saca: ¡¿Cuántas veces vais a fusilar a X?! Ya os lo llevasteis el otro día.

Esos detalles ‒el nombre de los guardias a su cargo, el del teniente, el del alcalde, los días exactos, el tiroteo, la fecha de la detención‒ precisan y concretan una historia oída muchas veces, hacen más viva su representación mental. Subrayan también la distancia entre el niño que oía en boca de su madre aquellas historias de la guerra, que abría los ojos de asombro ante la figura legendaria del tío Pepe, al que admiraba por su valentía, de quien recibía en las visitas el afecto de un abrazo o de un beso en la mejilla, pero ante el que sentía un temeroso respeto por aquel andar enhiesto, por aquella forma tajante de hablar, por aquella voz cavernosa que le subía desde el estómago, y entre el hombre de hoy que sabe cuántos como el tío Pepe, en aquellos nefastos días de julio, tomaron la decisión de sumarse a los militares rebeldes para derrocar la República y hacerla desaparecer. 


jueves, 8 de febrero de 2024

Resistencia

Días atrás recibí en el móvil el enlace a un artículo del periodista Justo Barranco titulado «Llega la izquierda anti-woke», que trata sobre la llamada izquierda woke, esa izquierda tribal, no ecuménica, que ha encumbrado el victimismo individual, antes que la lucha y la superación colectiva; esa izquierda tan centrada en la identidad de género, y tan narcisista, que se ha olvidado de la Ilustración, de las libertades para todos y de la justicia social; esa izquierda, en fin, que se considera moralmente superior a todas las izquierdas y enarbola airadamente, como la extrema derecha, el conmigo o contra mí y la cultura de la cancelación (retirar el apoyo, ya sea moral, financiero, digital e incluso social, a aquellas personas u organizaciones que se consideran inadmisibles, como consecuencia de determinados comentarios o acciones, independientemente de la veracidad o falsedad de estos, o porque esas personas o instituciones transgreden ciertas expectativas que sobre ellas había, wikipedia dixit). Lo woke es la radicalización de grupos de izquierdas que se mueven por intereses exclusivos ‒animalismo, especismo, feminismos radicales, ciertas corrientes veganas, activismo climático‒, minoritarios hoy dentro de la mayoría social de izquierdas, es decir, una izquierda radical centrada en objetivos muy específicos, que la mayoría de la izquierda “tradicional” considera secundarios con respecto a otros de mayor alcance social.

Izquierda “woke”. Otro anglicismo, hijo de wake (‘despertar’), que a finales de los años 30 cristalizó en Estados Unidos en la expresión Stay woke: mantente despierto, sé consciente de lo que pasa a tu alrededor, date cuenta, toma nota del racismo imperante en tu país. Sí, la expresión era una alerta, un llamado al compromiso individual, y colectivo, contra la discriminación racial. La palabra amplió luego su carga semántica para referirse también a cualquier persona concienciada de otras situaciones de desigualdad, como las relacionadas con la orientación sexual, y a finales de la década de 2010, eran wokes los movimientos y partidos progresistas de izquierda que hacían hincapié en las políticas identitarias de las personas LGTB. La corriente woke cristalizó en colectivos elitistas y pretenciosos, que rechazan “los valores universales y las reglas neutrales, como la libertad de expresión y la igualdad de oportunidades”1. Según la filósofa Susan Neiman, los wokes, disfrazados de progresistas, defienden el tribalismo en lugar de la solidaridad, no creen en la justicia, sino en el poder, son reaccionarios y favorecen a la derecha.

Ya en los 20, woke empezó a utilizarse con sentido irónico hasta que asumió connotaciones puramente negativas en boca de la derecha y la ultraderecha ‒esa que vota a Trump y asalta el Capitolio, esa que alienta a Marine Le Pen, esa que reza rosarios en la calle Ferraz y jalea los manotazos de Ortega Smith, la que estrecha la mano de Netanyahu y de Putin‒, que arrojan la palabra como dardo peyorativo contra el enemigo común de la izquierda. La derecha, experta en la perversión del lenguaje, y de la realidad, ha intervenido en la mentalidad de los hablantes maliciando la semántica del término, que hoy tiene la misma intención insultante y menospreciadora que perroflauta.

En nuestro país, en nuestro idioma, la derecha, valiéndose de su hegemonía en los medios de comunicación, propició un proceso idéntico de desprestigio y caricaturización con la palabra progre. Creado en los años 70 como apócope de ‘progresista’, el progre de los últimos años de la dictadura y de la Transición se ubicaba políticamente en la izquierda, defendía la igualdad mujer hombre, era amante de la canción protesta y del rock, del cine social y de la literatura engagée, se consideraba heredero del Mayo francés, veía posible una transformación social por medio de la política y la cultura, soñaba un mundo más limpio y más justo, y votaba por un futuro de bienestar colectivo.

El progre de antaño, si bien ha visto cumplidas ciertas expectativas ‒consolidación de la democracia, divorcio, laicismo de la vida pública…‒, sigue hoy enfrentado ideológicamente a una derecha y a una extrema derecha que quieren dinamitar las bases democráticas de nuestro sistema con políticas de inmigración intolerantes y represivas, con el desmantelamiento de lo público ‒enseñanza, salud, vivienda, pensiones, desempleo, salario mínimo…‒, con la explotación insensata de los recursos naturales, con políticas de desigualdad y discriminación por género, con censura o prohibición de expresiones artísticas críticas con el poder, con el control de los diferentes medios de comunicación, con circuitos de clientelismo y corrupción institucional. Supongo que nadie democráticamente sensato defenderá estas políticas, sin embargo, las bocas derechistas han cargado el término progre de connotaciones negativas y lo lanzan peyorativamente como descalificación absoluta de quien no es de su cuerda.

Progre, woke. Revelan estas dos palabras actitudes sociales positivas, pues alertan contra la manipulación, contra el populismo, contra el peligro de la derecha y la ultraderecha en el poder, y sintonizan ideológicamente con unos valores conocidos por todos pero no respetados por muchos: libertad, igualdad, fraternidad.

Ante esa distorsión de la realidad, y del lenguaje, sólo caben cuatro palabras: Stay woke, sé progre.

1Cristian Zamorano Guzmán, «Qué es lo woke», en CIPER 16, 02.11. 2023.