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Recuerdo los palmetazos en la mano en la mañana de un lunes frío de invierno por no repetir al pie de la letra no sé qué regla ortográfica y sus excepciones. Recuerdo también cómo unos meses después, tras el cambio de maestro y de escuela, la parroquial de Gibraleón, anexa a la iglesia de Santiago, la maestra articulaba a la perfección en los dictados la uve labiodental de viña para distinguirla de la bilabial de barco, y la palatal elle de calle frente a la fricativa de yate. Mis dudas ortográficas desaparecieron: qué gozada escribir al dictado sin dudar caballo, maravilla, Sevilla, valla, baya, cayado, callado. Recuerdo todavía aquel sonido enfatizado, novedoso para mí, de la elle, dicho como a cámara lenta, que yo imitaba en voz baja llevando la punta de la lengua, no exactamente el ápice, a los alvéolos centrales, presionándolos, recreándome, notando cómo el aire salía por los dos lados de la lengua con una clara sensación de liquidez hasta que llegaba la vocal. Aprendí así la diferencia entre la elle y la ye —años más tarde supe que en zonas rurales de Huelva se mantenía aún la antigua, medieval, distinción entre uno y otro sonido—, y que la batalla oral1 estaba ganada siglos atrás por parte de aquella letra que lo mismo servía para un roto vocálico (la conjunción y, el adverbio muy, el verbo hay), que para un descosido consonántico (el relativo cuyo, aquella aya que ninguno de nosotros había tenido, el moderno adjetivo yeyé que Conchita Velasco nos hizo cantar a todos).
Sí, la i griega, la penúltima letra de nuestro alfabeto, tomada de los romanos, que no la conocían originariamente y acabaron usándola sólo para transcribir algunas palabras griegas en que la Y reproducía el sonido que corresponde a la u francesa (labios cerrados como para u, pero pronunciando i). El trazo de esa letra —y— procede de la ípsilon mayúscula, que los griegos tomaron de la vau de los fenicios y estos del signo del alfabeto hierático egipcio que representaba una maza. Era la i griega del yugo que recibía a los viajeros en la entrada de las ciudades y pueblos de nuestra posguerra. La del rítmico yunque en la fragua de Manolo el herrero. La de la yunta de mulas con que el padre de mi amigo Serranete labraba su olivar, o la de las yeguas en las carreras de cintas durante las fiestas de mayo. La de los mecheros de yesca y de los sacos de yute con alubias y garbanzos. La i griega de las temidas inyecciones, de la yema de los huevos pasados por agua y de los hoyos de aceite con azúcar para la merienda.
Para los pitagóricos, la Y representaba simbólicamente la vida, la disyuntiva que marca nuestro destino: durante un tiempo, todas las personas seguimos un mismo camino hasta llegar a un punto, una edad, en que hemos de elegir, o bien el camino de la derecha, lleno de obstáculos y dificultades, que exige sacrificio y abnegación, y nos conduce a la virtud, o bien el camino de la izquierda, que supone entregarse a la pereza y a lo sensual, y nos empuja al «abismo de los vicios»2..
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1 Salvo algunos residuos testimoniales, el español de España y de Hispanoamérica se caracterizan por el yeísmo, es decir, por la desaparición de la diferencia fonológica entre la consonante lateral palatal y la fricativa palatal sonora, de manera que, en la pronunciación, no se distinguen palabras como callado y cayado. (RAE)
2 Gregorio Salvador, Juan R. Lodares, Historia de las letras. Espasa Calpe, Madrid, 2001, p. 347.
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