viernes, 20 de enero de 2012

Gente ancha de conciencia


            Se levantaron temprano. Ella a su trabajo en la residencia de ancianos. Él a su mester en la huerta: después de echar el pienso a las gallinas y los gatos, encendió la candela, se sirvió un café del termo y se dispuso a pasar la mañana entretenido en El coloquio de los perros.
A Cipión y Berganza, dos perros que guardan el Hospital de la Resurrección de Valladolid, les concede el cielo el don de la palabra y el raciocinio durante una noche, que  aprovechan para hablar de sus experiencias con los hombres en razonables juicios y concertadas apreciaciones.
Recuerdan ambos canes al comienzo de su coloquio la alta consideración en que los humanos tienen a los de su raza por su mucha memoria, su claro entendimiento y su gran fidelidad.
Cipión teme que el prodigio de hablar dos perros sea augurio de una cercana calamidad, y aquí asoma ya el humor cervantino con un chiste sobre los dos mil estudiantes para médico que hay solo en Valladolid: o se mueren de hambre por los muchos que son, o tienen todos enfermos que curar, y esa es mayor calamidad aún.
Para que la noche de conversa no se les vaya en divagaciones y murmuraciones, propone Cipión un hilo conductor: “Sea esta la manera, Berganza amigo; que esta noche me cuentes tu vida y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas.”
Al Cervantes hombre ya se le va conociendo el ton desde estos primeros sones, pues no desaprovecha compás para dejarnos una verdad universal, una sentencia, un buen consejo: “Mejor será gastar el tiempo en contar las propias que en saber las ajenas vidas.” Declaración de principios moral —no es la única de la novela—, censora de las chismorrerías y maledicencias que al propio Cervantes le acarrearon pesares y quebrantos, pero también principio artístico, proclama poética: el escritor ha de hacerlo sobre sí mismo, desde su experiencia vital. La literatura es el yo, la mirada de alguien desde la ventana de su habitación.
            El relato de la vida de Berganza principia en el matadero de Sevilla y con su primer amo, el matarife Nicolás el Romo. El perro hablador describe así el ambiente de aquel barrio más bien con la suya propia que al margen de la ley: “Todos cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el mayor, es gente ancha de conciencia, desalmada, sin temor al Rey ni a su justicia”. Ladrones y siseros redomados, criminales impunes, pendencieros y valentones que campaban por sus fueros en una ciudad que acogía a gentes de toda la escala social, ennortada por el color del dinero, del comercio y del cambalache. Gente ancha de conciencia. Y de manga.
Advierte luego Cipión de las dos calidades de cuentos que existen: los que dan contento por sí mismos, y los que por desmayados y flojos necesitan retoques y aderezos para no acabar en naderías. Para entonces ya se nos ha hablado de las tretas o ardides para sacarle a alguien más dinero del que está obligado a dar por algo, de las socaliñas; y dejado otro aviso contra las murmuraciones y calumnias: “Vete a la lengua —pide Cipión a su compadre—, que en ella consisten los mayores daños de la humana vida.”
Retoma Berganza el hilo de su vida de perro de muchos amos. Del Matadero de Sevilla a pastor de ovejas, carlanca al cuello, motivo –el del erizado collar—que aprovecha Berganza-Cervantes para una consideración sobre “la necesidad de los humildes y los que poco pueden, de defenderse de los poderosos.” Y de nuevo, entreverada, la poética cervantina, la metaliteratura, al reconocer lo difícil que resulta escribir sin satirizar un tanto. Y nueva máxima contra chismes y hablillas: “No es buena la murmuración, aunque haga reír a muchos, si mata a uno.”
Tras una desmitificación de la vida pastoril, anticipa Berganza el asunto de la Camacha de Montilla y prosigue el cuento de aquellos bucólicos días, que acaban cuando descubre que los lobos que menguan el rebaño no son los tales, sino los hombres, los pastores, para alimentarse a escondidas. Vuelve entonces a Sevilla, al vagabundeo, al hambre y a los palos callejeros, hasta que es recogido por un rico mercader. Nuevos días de gloria y de regalo; incluso obtiene el privilegio de asistir con los hijos de su amo al estudio de los jesuitas, de quienes pondera el amor y entrega a sus discípulos, su disposición y su ingenio pedagógico, la suavidad de sus riñas, su misericordia en el castigo, su ejemplaridad, su incitación al bien y censura de los vicios, su prudencia, honestidad, fe cristiana y humildad. El antiguo alumno de los jesuitas tiene las mejores palabras para sus maestros de escuela.
Por servir de distracción a los estudiantes, Berganza vuelve a la cadena en casa del mercader, donde tiene tiempo para repasar los conocimientos adquiridos en el estudio y hasta para meter la puya en el cogote de los falsos eruditos que empiedran de latines sus discursos sin saber qué están diciendo.
Para no perder el hilo, Cipión pide a Berganza que no se entretenga en los primeros pépinos y vaya de golpe con lo principal, con el discurso de su vida, que sufre otro avatar al sorprender la conducta licenciosa de una criada de la casa. Los pies en polvorosa lo dejan ante un alguacil, amigo por cierto del jifero Nicolás el Romo. La fortuna es variable, constata Berganza: “Ayer me vi estudiante, y hoy me ves corchete.”
Este alguacil era un prenda, compinche de un escribano y de unas mujeres de buen ver,  con “mucho de desenfado y de taimería putesca”, y todos estaban conchabados para aprovecharse de los incautos y sacarles el último maravedí.
Nueva huida de Berganza, que se enrola en Mairena en una compañía de soldados con los que aprende volatines y trucos circenses de perro sabio. Fue así como llegó a Montilla y conoció a la Cañizares, una vieja bruja que lo tenía por perro encantado. Pasa luego Berganza a la provincia de Granada, y después de tres semanas con unos gitanos, encuentra acogida en la huerta de un morisco, de quien termina huyendo para caer con un poeta hambriento y malo, su último amo, antes de llegar a Valladolid y conocer a Cipión.
Hasta aquí el cuento. Conocemos la peripecia, las idas y las venidas del perro Berganza, y de paso hemos recorrido una galería humana de tipos indeseables, embusteros, crueles y egoístas, cuando no ladrones o asesinos.
Famosa ya dentro y fuera del reino la primera parte del Quijote y en marcha la segunda, El Manco de Lepanto ofrece otro espléndido fruto a sus 66. Las ejemplares son unas novelas novedosas, aunque de padres y abuelos bien conocidos. Tomó Cervantes las narraciones italianas de moda y las aprovechó para asentar el nuevo género de la novela corta, como asegura en el prólogo. Sabía que estaba haciendo historia, creando algo nuevo a partir de la tradición: “Yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras [...] mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa.”
Hay quien piensa que la ejemplaridad de estas novelas viene por la íntima, y legítima, aspiración del autor  a ser ubicado en un escalón más alto: el conocimiento del alma humana y la maestría técnica de su Quijote eran su carta ejecutoria. Que no lo ningunearan y que lo incluyeran entre los ilustres hombres sabios e ingeniosos de la República de las Letras, esa era la íntima congoja y el legítimo empeño cervantino. Pretendía una vejez digna y honorable como escritor y como individuo, a salvo de las inquinas y la mala voluntad de algunas lenguas que conocían sus antecedentes personales y familiares. Muchas páginas se han escrito y más se escribirán sobre los últimos años de Miguel de Cervantes, pero no es su vejez lo que nos interesa ahora.
Estábamos con Cipión y Berganza en el hospital de la Resurrección. La novela fue escrita probablemente en Valladolid hacia 1604, en los 57/58 años de Cervantes. Se la puede presentar como una novela picaresca dialogada —autobiografía del protagonista, recorrido por la escala social y profesional, mirada satírica sobre el ser humano—, que sirvió a su autor de íntimo desahogo por su desventurada vida: los fracasos personales, los devaneos de Las Cervantas, las mujeres de su familia, los encarcelamientos, la inestabilidad económica, sus vanos intentos en el teatro, llevan al escritor a momentos de amargura y pesimismo, a no creer en sus semejantes, a lanzar contra ellos las saetas de la sátira y la crítica moral, de manera que podemos interpretar biográficamente El coloquio de los perros como la imagen del alma dolorida, y ejemplar, de Miguel de Cervantes frente a la delincuente realidad ambiente.  De ahí que ninguno de los amos de Berganza se libre de la quema.
Antes de echar el candado, escribe el hortelano unas apuntaciones en un cuaderno de tapas negras, se asegura de haber apagado bien el fuego, corta y limpia la última col de la temporada, se mete bajo el brazo un cartón con una docena de huevos y sale a la carretera de vuelta a casa. Magnífico azul en el cielo y temperatura casi de primavera.
Mientras espera que ella vuelva para comer juntos, enciende el ordenador y mira el correo: cinco mensajes de amigos con buenos deseos para el nuevo año y archivos adjuntos con chistes sobre corruptos de estos días menguados.
Nada nuevo bajo el sol, se dice. Los truhanes alguaciles y escribanos cervantiles, son ahora especuladores sin escrúpulo, presidentes o directores generales, y hasta excelentísimos señores duques, aunque menudean más los concejales de urbanismo. Gente experta en socaliñas, en el habet bovem in lingua con que los antiguos señalaban al que aceptaba dinero por callar o mirar a otra parte, veteranos en el interesado intercambio de favores, en el háceme la barba y hacerte he el copete, como diría Cervantes. Gente ancha de conciencia.
Y luego vino ella muy cansada de trabajar, y comieron juntos y sestearon felices, y urdangarín urdangarado, ese cuento se te ha acabado. 


http://www.youtube.com/watch?v=33ArSY1MQD8

martes, 10 de enero de 2012

Aforismos (14)


Epitafio de Fidel Cobos, secretario municipal: “Traté de rellenar con sentido el formulario que tenía delante.”

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En literatura no hay que sermonear; para eso están los púlpitos.

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Acomodados en el sofá, veían un documental de sobremesa en La 2: un recorrido por Ucrania, que empezaba en Lviv, bajaba hasta el mar Negro y la península de Crimea, y volvía luego hacia el norte, pasando por Kiev y acabando a 3 kilómetros de Chernóbil.
—¿Te has fijado en la fecha? La mayor catástrofe ambiental de la historia ocurrió el 26 de abril de 1986. El día que nos casamos.
—¿Tú qué crees? —sonrió ella en sus ojos azules.
Y siguieron viendo la televisión.

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¿De qué tiene que hablar
un poeta? De todo.
¿Cómo? Con ritmo.
¿Cuándo? La musa dirá.

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A veces, un libro, más que ante el de quien lo escribió, nos deja ante otro espíritu. Esos seres que se alinean silenciosos en los estantes de nuestra biblioteca guardan memoria de su creador, pero también de quien un día entró en una librería, pagó y se lo llevó a casa.

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Rilkeana
Semejantes en todo al árbol, a su echar raíces y elevarse en silencio, al anhelo siempre de que ramas y frutos se eleven a la pura geometría del cielo hacia el que tienden ya desde la semilla, resignados a soñar la imagen de lo que nunca será, porque somos —árboles y hombres— raíces de lo efímero.
Semejantes al leño que arde y nos muestra su ser de rojo vivo, hermoso como la hipnótica bailarina cuyo último velo descubre la fría realidad de la ceniza.
Somos sueño, una visión, un vacío que consolamos con bellas imágenes de rosas encendidas, de pájaros en vuelo, de frutos en los árboles.
Pero qué nos queda si restamos los sueños a lo que somos.

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El entusiasmo por la vida y la escritura. He ahí un concepto de literatura del que no reniego. Ya quisiera uno que sus libros destilaran entusiasmo, vida, escritura.

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Cualquier escritor veterano ha de serlo también para encajar las críticas “científicas” de su libro, y para prescindir de las simples opiniones que, o rezuman mala baba y arremeten sin pudor, o turiferan por doquier y ensalzan autor y obra hasta la excelsitud.
Ambos juicios son subjetivos, pero el uno va por lo artístico, por lo poético, y el otro por lo penal, por lo personal.

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