jueves, 25 de abril de 2019

Desde mi ventana



Entre el cielo gris lluvia de la tarde
una cinta de luz anaranjada
brilla en lo más alto de los tejados.

Allí, cuerpo negro, amarillo pico,
llega en vuelo el mirlo, bate sus alas
y lanza al aire su sinuoso silbo.

Embellece la escena, os lo juro,
un perfecto, deslumbrante arco iris
que desaparece como ha nacido.
Siento instalarse la calma en mi pecho.

Ensimismado en las hermosas luces,
veo la música hacerse silencio,
adentrarse el vuelo en la oscuridad,
fraguar en poema el canto, la luz.




martes, 23 de abril de 2019

Tres apuntes



La niebla húmeda gotea en las hojas de las encinas y en las púas de las alambradas, le saca brillo a las ramas desnudas de los frutales, a los pámpanos rojizos de la vid. Un gorrión se posa en lo más alto de una higuera, mueve la cabeza hacia un lado y otro, salta luego al vacío y se pierde entre la niebla.

*

            Hacía frío en la mañana. El viejo estaba en la parte soleada de la calle. Apoyado en un bastón, avanzaba un paso, inseguro, temblequeante, desasistido. Y se quedaba un rato quieto, como recuperando fuerzas, con la mirada hacia abajo, contemplando su sombra en la acera.

*
            Esta tarde ha sido un poema. Así la he sentido. Un poema que no he intentado escribir porque la iba a estropear. Ocurre a veces: para qué escribir lo que solo quiere ser vivido y solo así tiene sentido: dejándolo ser, transcurrirse, sin tratar de encerrarlo  en unos versos que no reflejarán, por hermosos que sean y bien escandidos que estén,  momentos tan solamente nuestros: emociones, recuerdos, pensamientos y ensoñaciones que tiene uno cuando está a solas, dueño absoluto de su intimidad. Uno de esos momentos vividos, vivientes, que no necesita la materialidad de las palabras.

*

domingo, 14 de abril de 2019

XXVIII - La moneda falsa


          Conforme nos alejábamos del estanco, mi amigo hizo un meticuloso reparto de sus monedas; en el bolsillo izquierdo de su chaleco metió unas moneditas de oro; en el derecho, de plata; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un puñado de calderilla y, finalmente, en el derecho, una moneda de plata de dos francos que había examinado particularmente.
         —Singular y minucioso reparto, dije para mí.
         Nos encontramos con un pobre que nos tendió tembloroso la gorra. No conozco nada más inquietante que la muda elocuencia de aquellos ojos suplicantes que tienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leerlos, tanto humildad como reproches. Se encuentra en ellos algo cercano a la profundidad de sentimiento complejo que hay en los ojos lacrimosos de los perros maltratados.
         La limosna de mi amigo fue mucho más considerable que la mía, y le dije: «Tienes razón; después del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de sorprender».
         —Era la moneda falsa, me respondió tranquilamente, como para justificar su prodigalidad.
         Pero en mi miserable cerebro, ocupado siempre en buscarle tres pies al gato (qué fatigante facultad me  ha regalado la naturaleza) entró de pronto la idea de que esa conducta de mi amigo solo se excusaba por el deseo de crear un acontecimiento en la vida de aquel pobre diablo, quizá también de conocer la distintas consecuencias, funestas o no, que puede engendrar una moneda falsa en la mano de un mendigo. ¿No podía multiplicarse por monedas buenas? ¿No podía llevarlo también a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, quizá podían hacerlo detener por falsificador o por pasar moneda falsa. También podía pasar que la moneda falsa, en manos de un pobre e insignificante especulador, fuese origen de riqueza durante unos días. Y así iba volando mi imaginación, dándole alas al espíritu de mi amigo, y sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.
         Pero él acabó bruscamente con mis fantasías usando mis propias palabras: «Sí, tienes razón; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera».
         Lo miré a los ojos y me quedé espantado de verlos brillar con incontestable candor. Entonces vi claramente que él había querido hacer al mismo tiempo caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta céntimos y el corazón de Dios; alcanzar económicamente el paraíso; en fin, recibir gratis la credencial de hombre caritativo. Casi le hubiera perdonado el deseo de criminal disfrute del que hacía un momento lo suponía capaz; hubiera encontrado curioso, singular, que se divirtiera comprometiendo a los pobres; pero no le perdonaré nunca el sinsentido de su cálculo. Nunca está justificado ser cruel, aunque haya cierto mérito en saber que uno lo es; el más irreparable de los vicios es hacer el mal por tontería.

viernes, 12 de abril de 2019

198 años


Es uno de los tesoros de mi biblioteca: un veterano de mil lecturas con cinco cicatrices de graves heridas mal cosidas en un hospital de campaña: un volumen de 450 páginas de la colección «Libro clásico» —Dícese del autor o de la obra que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier literatura o arte, se lee en la contraportada— de la editorial Bruguera (Barcelona, Bogotá, Buenos Aires, Caracas, México, oh hermanas Americanas), por el que pagué 50 pesetas en la primavera de 1973: mi primer curso en el antiguo palacio —llegué a conocerlo como Hospital de Agudos— del cardenal Pedro de Salazar Gutiérrez de Toledo, en Córdoba la llana.
En las librerías de viejo virtuales lo ofrecen hoy, usado, por 1 euro. Ya era un libro barato cuando lo compré, encuadernado a la americana, como aprendí entonces, es decir, sin cuadernillos cosidos, sino con las hojas encoladas en el lomo y va que chuta. En estos libros el tiempo no pasa en balde: la cola pierde elasticidad y adhesividad, y las hojas acaban desprendiéndose del lomo, así que tiene uno que recurrir al apósito improvisado para que el libro no se convierta en imbarajable baraja. Tras las pertinentes curas de urgencia, las 225 hojas están visiblemente fracturadas en cinco grupos irregulares unidos por tiras encoladas de papel.
El tiempo también le ha robado prestancia al papel, y lo que antaño era brillante y juncal hoja blanca, suave al tacto, es hoy como frágil oblea, quebradiza y áspera a las yemas de los dedos, aunque haya ganado en matices aromáticos y en lugar de a lejía, si abrimos el libro con delicadeza en ángulo no mayor de 90 grados y hundimos en él la nariz nos sorprende un remoto olor a vainilla.
Al deterioro físico, propio de su edad y circunstancias, acompaña el subrayado a lápiz y las llamadas de diverso tipo e intención a lo largo de los años: ideas estéticas del autor, domicilios en París, fechas de publicación de obras, comentarios o reflexiones sobre un texto, simples equis para indicar preferencia, apuntaciones sobre la métrica, en fin, ese palimpsesto producto de las múltiples lecturas desde aquella primavera del 73.
El libro en cuestión es Las flores del mal, de Charles Baudelaire, que incluye también Los paraísos artificiales y El spleen de París, además de una didáctica introducción a las obras, una cronología y una imprescindible bibliografía. Recuerdo haberlo leído de un tirón, quiero decir completo en muy pocos días, recién comprado; pero sobre todo recuerdo haber vuelto muchas veces a él, a sus «Correspondances», a su dedicatoria al lector —Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère—, al poema dedicado a una carroña, a su viaje a Citerea, a sus «Mujeres condenadas», a sus letanías de Satán, a sus escritos sobre el hachís, sobre el vino, a sus poemas en prosa… Llevamos juntos 46 años. Toda una vida.
Ahora, por delicadeza, para que descanse después de tantos años, y para evitar el crujido fatal de una nueva fractura, apenas lo abro ya. Desde hace unos años leo a Baudelaire en la edición de La Pléiade. Nada que ver con la de Bruguera.
¿Qué nos ha mantenido juntos todo este tiempo? Lo novedoso de su poesía, desde luego. Baudelaire, como escribió Luis Cernuda, “es el primer poeta moderno, el primer poeta que tuvo la vida moderna”. Cuando las máquinas multiplican la producción y las ganancias de la burguesía, cuando las torres de hornos y fábricas se elevan como faros y los arrabales de las ciudades se convierten en barrios obreros, sucios, humosos y malolientes, cuando los transportes terrestres y marítimos se adaptan al vapor, cuando Karl Marx y Friedrich Engels muestran las bases del materialismo histórico, cuando la realidad empieza a fijarse en imágenes fotográficas, cuando el nuevo urbanismo transforma y embellece las grandes ciudades, alzando soberbios edificios, trazando amplias avenidas y bulevares, cuando el artista deja de ser un protegido de la nobleza, del mecenas, y se convierte en un asalariado, que cobra por su trabajo, a tanto el artículo, a tanto el libro, aparece Baudelaire, un auténtico romántico, para dejar constancia de toda la belleza y de toda la fealdad que guarda ese nuevo mundo, de todo el bien (éxtasis, placer, voluptuosidad) y de todo el mal (abismo, pecado, remordimiento) que el individuo puede experimentar en él.
Nunca he querido ser como Baudelaire, aunque en momentos puntuales de mi vida me interesé vivamente por su malditismo, por su imagen de dandy, sin un duro, y por su frecuentación de los paraísos artificiales. Pero superados esos momentos de fervor juvenil por la rebeldía, volví a su literatura, al grandísimo poeta que encuentra la belleza en el otro lado, en lo prohibido, en lo oscuro, en lo marginado.
Baudelaire abrió el camino de la poesía moderna. Sin él, los poetas de hoy no escribirían como lo hacen. No habría habido escuela parnasiana, ni poetas simbolistas, ni Rubén Darío, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez o los Machado, habrían escrito como escribieron. Baudelaire es la puerta que comunica el romanticismo y toda la tradición poética anterior con la modernidad.
Para celebrar el centésimo nonagésimo octavo año de su nacimiento, he sacado del estante el viejo ejemplar de Bruguera, he reconocido el olor de la vainilla y he leído en voz alta unos versos de su poema «El cisne», dedicado a Víctor Hugo. Después de volverlo a su lugar he pensado que me gustaría, cuando yo ya no esté aquí, que alguien repitiera de vez en cuando el gesto, el discreto homenaje, para que durante un rato vuelva a aletear por la habitación el espíritu del poeta.
Y la parte de mí que hay en ese libro. 



lunes, 8 de abril de 2019

Puro teatro

         
          El juego del ser y del no ser, del fingimiento y la teatralidad, de la representación: el hidalgo de pueblo transformado en don Quijote de La Mancha, Aldonza Lorenzo en Dulcinea del Toboso, el bachiller Sansón Carrasco en el Caballero de los Espejos, el barbero y el cura fingiéndose menesterosa doncella y su criado; toda la ficción y tramoya montada en el palacio de los duques, en la segunda parte del libro; incluso las cosas son lo que no son, o no son lo que son: la bacía de barbero es yelmo, o baciyelmo, la venta, castillo y temible ejército un rebaño de ovejas.
            Ese amor por la ocultación y el encubrimiento sirve al propósito cervantino de mejorar la realidad y la conducta humana, de embellecerlas engrandeciendo sus estrechos y prosaicos límites.
            El ser o no ser de su contemporáneo Shakespeare es el fingir, el hacer creer del Quijote, que le viene a Cervantes de su amor por el teatro, en el que quiso y no pudo triunfar porque se había adueñado de la escena un Monstruo de la Naturaleza y Fénix de los Ingenios.
       Pero Cervantes nunca olvidó su pasión por Talía, y aunque no triunfó en los corrales de comedias, metió todo el teatro que pudo en su novela, donde además de disfraces hay tramoyas, decorados y efectos especiales, músicas y retablos maravillosos y, sobre todo, el elemento esencial del teatro: el diálogo.

jueves, 4 de abril de 2019

Turismo biográfico


Al final de una calle en cuesta empedrada de cantos blancos, la antigua casa-cuartel en que vivió de los cuatro a los ocho años, junto a los lavaderos y la fuente de dos caños donde abrevaban las bestias y las mujeres llenaban los cántaros. De allí arrancaba el camino que dejaba a la izquierda La Serrezuela, con su moridero de animales y con las ruinas de su atalaya árabe, y culebreaba entre olivos camino de Priego.
El hombre no ha entrado en la casa, pero su memoria abre la doble puerta cristalera con visillos del pabellón donde vivían y llega al comedor: ve el aparador de espejo, los manteles bordados y las servilletas con su perfume a camuesa, los cubiertos de plata oxidada, las copas de cristal tallado, los platos, las fuentes y la sopera ilustradas con flores, con animales y con casas en un bosque, la vajilla de las grandes ocasiones: el día en que don Manuel, el cura amigo de la familia, bendijo la imagen del Corazón de Jesús; el día en que su hermana Ángela hizo la primera comunión; la primera vez que vino desde Córdoba el abuelo Anselmo. Ve la mesa de patas torneadas con la hendidura, cubierta con cera coloreada, que alguien le hizo en una esquina al partir una almendra. Ve la cocina de carbón, el barreño de zinc en el que se bañaba los sábados de invierno por la noche, una canasta de cerezas, cubiertas por una capa de hojas, recién cogidas en las huertas de Zagrilla, peritas de San Juan, higos, albaricoques, con cuyos huesos y con paciencia hacían güitos que unas veces sonaban y otras no. Sobre la mesa —tentadora como un juguete nuevo, preciosa en negro y plata, la tecla roja del tabulador, los tres pequeños círculos rojo, azul y negro, que indicaban el color seleccionado, las varillas de las letras abiertas en abanico, la campanilla, el rodillo—, la máquina de escribir de su padre con informes de servicio, estadillos y oficios a un lado, y al otro una caja con papel carbón. Abre también la puerta de la pequeña alacena de los juguetes: una moto de hojalata, indios y vaqueros de plástico, una coraza de romano, un casco y una espada rota por la empuñadura, un caballito de caña con la cabeza de trapo rojo, un aro de hierro con su guía… Al fondo, los dormitorios en penumbra con un ventanuco al huerto.
El hombre está de pie frente a la casa cuartel, donde la acacia de blancos racimos a cuya sombra jugaba de niño.
Se vuelve luego hacia la sierra. Por la mañana, antes de salir, dijeron al guardia de puertas que avisara para que estuvieran pendientes. Hacia el mediodía salen a la puerta varias mujeres. Su madre también. Llaman a los hijos y les dicen que miren a la sierra, que está gris a esa hora. Se ven algunas manchas oscuras de vegetación, almendros y las bocas rojizas de las cuevas. Alguien señala de pronto —¡Allí! ¡Allí! ¡Por la cueva grande! ¡Míralos! ¡Aquellos son! ¡Allí van! ¡Allí! ¡Míralos!— y los ven. Son dos hombres. Dos guardias civiles que van cruzando el monte del Alcaide de oeste a este, a media ladera. Llevan el uniforme claro del verano, el tricornio forrado de tela y un cubrenuca cogido con botones. El fusil al hombro. En perfil uno detrás de otro. Hasta que se paran y saludan con el brazo. Algazara en la puerta del cuartel: los niños agitan los brazos, saltan, gritan efusivos, excitados, una mujer saluda con un trapo de cocina, otras agitan los delantales por encima de sus cabezas. Los hombres también sacan sus pañuelos y saludan. El que va delante es su padre. Al niño, admirado por la visión, le borbotea la alegría en el pecho y en sus ojos asombrados. Se siente el niño más feliz con aquel padre: alto, fuerte, invencible. Cariñoso. Allí está, lejano pero grande en la imaginación del niño, saludándolo desde la sierra. El padre más valiente del mundo.
         ¿Cuándo, maldita sea, se rompió el cristal? ¿Cuándo empezó a tenerle miedo?