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jueves, 8 de junio de 2023

El más querido de mis sueños (2)

 El 9 de junio, tras navegar por el estuario de La Gironde, el barco sale a mar abierto. «El paquebote de los Mares del Sur» es un navío de medio tonelaje, con tres mástiles, que transporta mercancías y pasajeros, con una dotación de 21 tripulantes, entre ellos el hijo del capitán, de la misma edad que el joven Charles. En el paquebote viajan el matrimonio Delaruelle, comerciantes, los oficiales franceses Melly, Beritault y Descombres, y dos criadas.

Aupick confía en el beneficio del alejamiento.

Año y medio lejos de las malas influencias y costumbres de París. Ese viaje lo hará ver un mundo distinto, creará en Charles nuevas ilusiones y aspiraciones. Volverá hecho un hombre sensato, olvidada esa absurda pretensión bohemia de convertirse en artista.

Hombre honrado, alegre e inteligente, así nos lo retrata la esposa del general, y acostumbrado al trato con todo tipo de gentes, y con saberes muy diversos después de cincuenta años en el mar, el capitán asumió desde el primer día de navegación el encargo extra de convencer al joven rebelde, y le entraba en conversación con cualquier motivo. Charles era un muchacho muy instruido, de gran capacidad intelectual y admirables dotes de observación que siempre se mostró educado con él, pero enseguida comprendió que no había manera de hacerlo desistir de su amor por la literatura y de convertirse en escritor. Donde habían fracasado sus padres, no iba a triunfar él. El muchacho no hablaba con nadie más. Desde el primer momento marcó distancias con los demás pasajeros y con la tripulación, que no acertaban a comprender cómo un joven de 20 años podía tener ideas tan erróneas y expresiones tan agrias sobre las instituciones que fundamentan una sociedad.

Aislado por completo, ensimismado, con la cabeza metida en los libros, escribiendo a ratos, o contemplando con desgana el mar o las costas africanas, el joven fue cayendo en una visible tristeza y el capitán temió que fuese atacado por el mal de la nostalgia, del que había visto funestas consecuencias en más de una ocasión.

El capitán llevaba en la mano un fusil. Se acercó al joven y le señaló las aves con el arma.

Los albatros son las aves de Diomedes, un rey griego que combatió en Troya. Después de destruir la ciudad llegó a Argos en cuatro días sin haber perdido un solo hombre. Diomedes es el buen marinero, el que cruza el mar rápido y seguro. Su nombre, formado con Zeus (dios) y médomai (crear, asesorar), significa el que tiene el pensamiento divino, el consejero de los dioses.

Saliz apuntó a uno de los albatros que en ese momento sobrevolaba el palo mayor. El pájaro agitó sus alas pero no pudo evitar acabar en la cubierta de popa, amortiguada su caída por los cordajes y las velas. Un rasguño apenas en una de sus alas.

Al oír el disparo, acudieron los marineros y enseguida formaron círculo alrededor del pájaro, que no hacía amago de emprender el vuelo ni de huir, sino que miraba como extrañado la barrera de hombres que lo rodeaba y daba unos pasos torpes al tiempo que sus alas extendidas arrastraban por las tablas. Un magnífico ejemplar de más de 3 metros de envergadura.

Uno de los marineros le ató una pata con una cuerda y así estuvo unos cuantos días cautivo en la cubierta. Los marineros se divertían con él, lo acosaban, uno lo agarraba por el pico y le echaba una bocanada de humo de la pipa que estaba fumando, otro lo empujaba con el pie para que el pobre pájaro tratara de andar y se enredara con sus propias alas, otro daba camballadas imitando los andares del albatros, con los brazos extendidos a los lados, al tiempo que graznaba. Todos jaleaban y se partían de risa. Hasta que se acabó la diversión. Y el pájaro. Para la comida de celebración del paso del Ecuador, el cocinero preparó con él un magnífico paté.

Charles escribió en su cuaderno unas líneas con la historia del albatros.

A finales de agosto, tras una fuerte tormenta frente al cabo de Buena Esperanza, que zarandeó violentamente el barco durante cinco días seguidos ‒el joven Baudelaire, para sorpresa del capitán, colaboró con la tripulación en mantener equilibrado el navío después de que perdiera uno de los mástiles‒, «El Paquebote de los Mares del Sur» arribó a Port Louis, en la isla Mauricio, donde permaneció dos semanas y media en reparación. Alojado con otros pasajeros en el único hotel de Port Louis, Charles Baudelaire conoció por mediación del capitán Saliz a la familia de Adolphe Autard de Bragard, abogado y juez, propietario de una plantación de caña de azúcar en Terre Rouge, al norte de la isla. Los Bragard, criollos de origen francés, pertenecían a la élite social de la isla. Adolphe Bragard estaba casado con Emmeline Carcenac, que a sus 24 años encandiló con su belleza y su porte al joven rebelde parisino aprendiz de poeta inspirándole un elogioso soneto.

El paquebote zarpa de isla Mauricio el 18 de septiembre y fondea ese mismo día en la cercana isla Bourbon, donde Baudelaire espera embarcar de vuelta a Burdeos. Qué fue de él en este tiempo, desde el 19 de septiembre hasta el 4 de noviembre, cuando embarca en el «Alcide», es cuestión no averiguada aún, sujeta a rumores, suposiciones y testimonios cuestionables. Juliette Javerzac-Saliz, nieta del capitán Saliz, afirma que Baudelaire se enamoriscó de una hermosa quinceañera, una de las siete hijas de una familia de plantadores de caña; y que la muchacha se fue a vivir con su familia a Salazie, a donde la siguió Baudelaire, que se alojó con una mulata con la que no mantuvo relación sentimental. Otra versión parecida, esta vez en boca de Théodore de Banville, amigo de Baudelaire, lo sitúa en las montañas viviendo con una muchacha de color, muy joven y alta, que no sabía francés y que le hacía guisos extrañamente condimentados en un gran caldero de cobre, mientras alrededor del fuego gritaban y bailaban jóvenes negros desnudos. Esa mujer negra es identificada por algunos eruditos con la protagonista de «La bella Dorotea», uno de los poemas en prosa de El spleen de París. Hubo incluso quien habló del escándalo de los clientes del Hotel Europa al ver en una ocasión al joven poeta desnudo por los pasillos, y quien recordó a un tío abuelo llamado Charles, cuya madre acogió durante un tiempo a un poeta francés en el barrio del Grand Bois, junto a la fábrica de azúcar de la isla Bourbon, o quien fomentó la leyenda de que Baudelaire no bajó del barco en aquellos 45 días, como él mismo declara a su amigo Leconte de Liste, que había nacido precisamente en Bourbon: «Nunca he puesto un pie en vuestra caja de mosquitos, en vuestra percha de loros. He visto de lejos las palmeras, palmeras, palmeras, azul, azul, azul».

Antes de que «El Paquebote de los Mares del Sur» saliera de isla Mauricio hacia Bourbon, el joven Charles había conseguido la palabra del capitán Saliz de que lo dejaría volver a París. El mes y medio en Bourbon, bajara o no del barco, fue simplemente un tiempo a la espera de un barco que lo devolviera lo antes posible a Francia. La oportunidad se le presentó con el «Alcide», que abandonó la isla de Bourbon el 4 de noviembre y lo dejó en Burdeos el 16 de febrero de 1842. Unos días después, Charles Baudelaire recupera los bulevares y cafés de París. 

martes, 6 de junio de 2023

El más querido de mis sueños (1)

                    Agosto de 1841. Océano Atlántico, en las inmediaciones del gran Golfo de Guinea.


Aparecieron por el sur, cinco días después de que el barco dejara atrás las islas de Cabo Verde, donde habían repuesto las provisiones de agua potable. Llevaba toda la mañana observando aquellos pájaros de grandes alas blancas que aprovechaban el escaso viento, aura apenas, que soplaba desde el amanecer, para planear sin descanso. No los había visto aún posarse en el agua o en las vergas para descansar, siempre en vuelo, ingrávidos, leves, serenos como una cometa llevada y traída por suave brisa, monarcas del océano, señores del elevado reino de lo azul, sobrevolando unas veces en círculos los mástiles, dejándose llevar otras hacia la estela del barco, o hacia la proa con un movimiento imperceptible de sus alas, o cayendo como si fuesen a darse una zambullida en busca de una presa o de un resto de comida arrojado por la borda. Observando el planeo majestuoso de aquellas aves, tenía la sensación de estar oyendo una dulce sinfonía de oboes, o de unos líricos violines cuyas notas escalaban en vertiginoso ascenso desde los intervalos más graves a los más agudos, una arrebatadora y placentera melodía que inundaba su pecho de un vago anhelo de pureza, de plenitud, de elevación espiritual. Lo admiraban la gracia de los giros, la absoluta sensación de libertad, la confianza de aquellas aves en sus alas y en su cuerpo liviano, trazando en el aire el símbolo invisible de su poderío, ligeras, blancas, errantes viajeras, puro dominio del viento, puro vuelo, pura elevación, pura poesía encarnada, como las nubes, ah, como las nubes…

Salió de su embeleso al ver que el capitán subía a cubierta.

¿Qué hago yo aquí?, volvió a preguntarse.

Echar de menos París cada día, en un viaje que no lo iba a persuadir, a hacerle olvidar su decisión de ser, de vivir, como escritor, de salir de aquella casa en la que el general imponía su disciplina como si estuviera en el cuartel o en la Escuela Militar. Había probado ya el veneno de la vida artística, conocía a Balzac y a Gérard de Nerval, a Théophile Gautier, a Sainte-Beuve, a Leconte de Lisle, a Banville; no quería perder de vista el Barrio Latino, ni a sus amigos Louis Menard, Ourliac, Levavasseur, Prarond; no estaba dispuesto en absoluto a hacer carrera en la diplomacia, favorecido por el general y sus amigos, no pensaba cambiar los cafés artísticos ni las redacciones de los periódicos por un despacho de funcionario, ni abandonar las calles, las visitas al Louvre, a los talleres de artistas amigos, ni el placer de los burdeles. Nadie dictaría sus pasos, ni orientaría su porvenir, ni le haría abrazar ideas y actitudes en las que había dejado de creer. Su proyecto de vida no pasaba por la ortodoxia católica, por crear una familia burguesa y perder la vida en un trabajo de esclavo, de hombre sometido al látigo. Rechazaba el mundo disciplinado e hipócrita del general. Él seguiría el camino de los hombres que crean y que cantan, el camino de los poetas. Y ese camino solo podía recorrerlo en París. 

Recordaba la escena que lo había llevado hasta aquel barco, la discusión con el general, aunque tenía que reconocer que fue más bien una provocación. Acababa de pasar unos días en Fontainebleau con su hermanastro Alphonse, dieciséis años mayor, que tampoco entendía su rebeldía, ni sus calaveradas.

Desperdicias tu talento, que has demostrado que tienes con tus estudios de bachillerato y con tus premios, pero has elegido el camino equivocado, el de la desvergüenza y el fango, gastando lo que no tienes en los cafés, en los prostíbulos y en vestir de manera extravagante.

Aquella noche, el general ofrecía una cena de gala por su reciente nombramiento como comandante de la Escuela de Estado Mayor. Antes de la cena, había bebido ya unas cuantas copas de vino, que le calentaron la boca, la rebeldía, y el deseo de escandalizar al general y a sus invitados, compañeros de escalafón, diplomáticos y aristócratas. Sentado ya a la mesa, declaró con cinismo que no soportaba aquellas vidas que transcurrían en las puras apariencias, el espíritu servil que las presidía, la defensa a ultranza de la patria, de Dios y de las buenas costumbres. Le afea el general la conducta y las inadecuadas palabras para sus amigos.

Llevas una vida depravada y ociosa. Nunca estás en casa, tus amistades son personas corruptas, visitas los burdeles y contraes deudas que luego no puedes pagar. No te mereces la madre que tienes. ¡Eres una vergüenza para la familia!

Envalentonado por el efecto causado, pero con calma, respondió mientras se levantaba y se acercaba a él.

Señor, olvida usted mi apellido, Baudelaire, no tiene ninguna autoridad sobre mí. Me ha ofendido gravemente delante de sus amigotes, y eso merece una corrección, así que voy a tener el honor de estrangularlo…

Los acontecimientos se precipitan. Sin esperar a que se reúna el consejo de familia, que administra la herencia del hijastro, el general lo envía a Vaux, cerca de Creil, a casa del teniente coronel Dufour, mientras hace gestiones. Otro compañero de la Escuela le habla de un capitán amigo suyo, Pierre-Louis Saliz, cuyo barco zarpará en la segunda semana de junio desde Burdeos rumbo a Calcuta.

El general escribe una carta a la compañía que explota el barco —Berguin, Lalanne et Vieira—, solicitando pasaje para su hijastro, y otra dirigida al capitán, pidiéndole que trate de convencerlo para que abandone su propósito de dedicarse a la literatura. El precio del pasaje y manutención ascendió a 5.000 francos, más 500 por preparativos e imprevistos. Charles viaja en diligencia hacia Burdeos a finales de mayo y se encuentra con el capitán. Antes de salir, ha entregado sus manuscritos a su amigo Gustave Le Vavasseur.


General Jacques Aupick (1789 - 1857)


sábado, 17 de septiembre de 2022

Fafner, la osita y el lobo

 

La instantánea1 recoge el momento en que inicia la maniobra para ocupar el asiento del conductor de un vehículo que parece pequeño para el hombrón de casi dos metros que, en la segunda fase de la operación, tras abrir la portezuela correspondiente, muestra su pierna derecha en ángulo de 90 grados apoyada en el chasis, antes de dejarse caer en el asiento. A la talla del individuo se añade la circunstancia de que es invierno y de que éste, sobre un jersey negro de cuello vuelto, se arropa con grueso abrigo de paño en espiguilla, lo que provoca en quien observa la escena una cierta sensación opresiva o de agobio. Por lo que se ve, el utilitario es descapotable, aunque en el momento de la fotografía la capota negra está desplegada. A la portezuela semiabierta le falta el espejo retrovisor, solo queda la varilla soporte que sujetaba la carcasa a la carrocería. Por lo demás, el hombre media la cincuentena, mira con franqueza a la cámara con sus ojos almendrados, no serio, pero tampoco risueño. Rostro ovalado y carnoso, rasurado, agradable. Patillas y pelo negro abundante, con un copioso tupé volcado hacia la derecha. La escena está tomada en una calle de París, en enero de 1969. El hombre de la fotografía es Julio Cortázar.

A veces los lectores contraemos deudas con un libro, o con un escritor, que tardamos años en saldar. Es lo que ha vuelto a ocurrirme hace unos días, al cerrar una línea que nació en el verano de 1983, cuando recorté de un ejemplar de Diario 16, del 23 de agosto de 1983, un artículo precioso de Julio Cortázar, titulado «El otro Narciso», protagonizado por un pajarillo que se ve reflejado en el espejo retrovisor del coche y quiere pasar al otro lado del azogue, donde está su propia imagen, que confunde con un semejante. No sabía uno entonces que Cortázar yacía postrado por la leucemia que se lo llevó unos meses después, el 12 de febrero de 1984.

Al día siguiente de enterarme de su muerte, recuerdo, presenté brevemente a mis alumnos al autor de Rayuela, y leímos y comentamos en clase el texto sobre el Narciso alado. Supuse, equivocadamente, que ese texto estaría incluido en uno de sus últimos libros, que acababa de aparecer en noviembre, Los autonautas de la cosmopista, y que me propuse leer en cuanto lo viera en una librería. Pero no ocurrió tal cosa en los años siguientes, y el libro se quedó sin leer.

Cortázar es un escritor muy pedagógico, pues sus textos dan mucho juego en las clases de lengua y literatura para captar la atención y fomentar la creatividad y el espíritu crítico de los estudiantes: el cómico «Por escrito gallina una» (La vuelta al día en ochenta mundos); el sorprendente «Apenas él le amalaba el noema» (Rayuela, cap. 68); las hilarantes «Instrucciones para subir una escalera», o las «Instrucciones para llorar», y otras Historias de cronopios y de famas; la estructura de Rayuela y la posibilidad de una doble lectura, lo que provocaba el debate sobre la modernidad y la tradición; la interacción entre realidad cotidiana y fantasía, o la facilidad con que la segunda irrumpe en la primera... Para mí, Cortazar está asociado al goce, al disfrutar a la vez con el lenguaje, con la historia y con el tono, al alegrarme los días como lector.

Lo primero suyo que leí fue La isla a mediodía y otros relatos, el volumen 94 de los cien que completaban la nunca suficientemente ponderada colección Salvat RTV, donde aparecían clásicos suyos como la agobiante «Casa tomada» o la historia parisina de Charlie Parker en «El perseguidor». Hice mi primera lectura de Rayuela siguiendo el tablero de dirección que aparece al comienzo de la novela. La segunda lectura fue tradicional, lineal. En París, en un apartamento de la calle Turenne, durante el verano de 2016. Son fechas y lugares que, tratándose de la Maga y de Horacio Oliveira, no se olvidan.

Tampoco se me olvida una mañana de diciembre de 2021 con lluvia y niebla en el cementerio de Montparnasse. Íbamos Mari y yo. Estaba precioso el lugar. Solitario. El suelo de las rotondas, calles y avenidas estaba tupido de hojas amarillas, igual que muchas lápidas. De vez en cuando, el vuelo de un mirlo o la silueta de un cuervo entre las ramas desnudas de un árbol recortándose sobre el cielo gris. Ante la tumba de Julio Cortázar y Carol Dunlop leí en voz alta, emocionado, mirando de frase en frase al cronopio que vino de la niebla, una de las instrucciones. Nos reímos. Nos abrazamos. Luego salimos del cementerio bajo el paraguas y volvimos a nuestro apartamento de la plaza de Aligre.

Hoy, mientras escribo esta entrada, me he levantado varias veces para mirar la fotografía de Cortázar subiendo al coche en una calle de París, y me he acordado de hace un par de semanas, cuando volvíamos de Cádiz por la autovía, y les hablé a Mari, a Concha y a Paula ‒Clara iba dormida‒, del libro que había comenzado a leer, precisamente Los autonautas de la cosmopista, que por fin había llegado a mis manos: el 23 de mayo de 1982, Carol Dunlop y Julio Cortázar, la Osita y el Lobo, salen de París con rumbo a Marsella en una furgoneta Volkswagen Combi de color rojo, llamada Fafner, como el dragón de Sigfrido, la ópera de Wagner; su intención es recorrer los ochocientos kilómetros sin salir de la autovía del Sur, o del Sol, haciendo dos paradas por día en áreas de servicio.

El resultado es este libro en el que encontramos informes diarios con horas de salida y llegada, menús, consideraciones sobre los habitantes y usuarios de la autopista, fotografías, observaciones “científicas” sobre las áreas de servicio, casualidades y misterios, espías, brujas, enigmáticos camiones y otros elementos que parecen conspirar para que los autonautas no logren su objetivo. Narrado y descrito todo con rigor realista, con humor y naturalidad, con buenas dosis de imaginación y de ternura, los viajeros logran encantar y complacer al lector que, finalmente, también sucumbe a la profunda melancolía y tristeza del «Post-scriptum».

Con la lectura de Los autonautas se cierra la circunferencia que empezó a trazarse en aquel verano del 83. No aparece el texto sobre el pajarillo que ve su imagen en el retrovisor, pero he recuperado el placer de leer a Cortázar, de comprobar que la realidad es más literaria, y más fantástica, de lo que suponemos, porque lo fundamental en literatura, y en arte, no es el tema, sino la mirada ‒singular, insólita‒, sobre la realidad. Y en eso, Cortázar es un mago.


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1 Fotografía: Pierre Boulat. Getty Images.   


martes, 13 de septiembre de 2022

Modernismos (5): París, 1899

 

Manuel y Antonio Machado viajan por primera vez a París en 1899. Lo hace primero Manuel, que en marzo de ese año ya trabaja como traductor para la editorial Garnier, especializada en libros en español para el mercado hispanoamericano. Antonio Machado llega en junio. Los hermanos llevan cartas de recomendación de Nicolás Estévanez, diputado y ministro durante la I República, emigrado a París, y son atendidos por el canario, exiliado político también desde 1882, Elías Zerolo, director literario de Garnier. Es posible que también obrara efecto la mediación de Enrique Gómez Carrillo, que había trabajado anteriormente para la editorial y publicado en ella alguno de sus libros.

Los Machado se alojan primero en el hotel Médicis (56, rue Monsieur-le-Prince), en el Barrio Latino; luego, en fecha desconocida, en el hotel de la Academie, (2, rue Perronet), en Saint-Germain. Antonio Machado sintetiza así su primera estancia parisina: «De Madrid a París a los veinticuatro años (1899). París era todavía la ciudad del affaire Dreyfus en política, del simbolismo en poesía, del impresionismo en pintura, del escepticismo elegante en crítica. Conocí personalmente a Oscar Wilde y a Jean Moréas. La gran figura literaria, el gran consagrado, era Anatole France»1.

Suponemos que Gómez Carrillo introdujo a los sevillanos en el ambiente literario y los acompañó a los cafés de moda, como el Cyrano, en la plaza Blanche, junto al Moulin Rouge; el bar Calisaya, famoso por sus 132 cócteles distintos; el Criterion (121, Saint-Lazare), donde conocieron a Pío Baroja; la taberna turca de la Calle Cadet, la famosa Closerie des Lilas, o el Quat’z’Arts, un cabaret artístico en Montmartre, y otros rincones de la bohemia parisina que Manuel frecuentaba más que Antonio.


Manuel debió de traerse de Madrid el compromiso de enviar unas crónicas al diario El País. Hasta ahora hemos localizado cuatro. La primera, «Impresiones de París. Una visita a Elías Zerolo2, no es exactamente una crónica sino parte de una conversación sobre París entre Zerolo y un Manuel Manuel Machado de 25 años, que le habla con entusiasmo de las mujeres y del ambiente de Montmartre, de los cabarets, de los artistas bohemios, de las conversaciones animadas por la absenta, de canciones populares, de los versos de Verlaine, lo que provoca la respuesta contundente, desde la atalaya de la cincuentena, del intelectual canario, que considera un delirio injustificado la vida de trasnoche y borracheras de una juventud falta de disciplina, que lleva una vida desordenada y falta de la serenidad de espíritu necesaria para crear obras como las de Zola, Regnier, Bonnat o Rodin: «El trabajo y el orden las han hecho; la potencia no derrochadora ni pervertida, el taller y el gabinete de estudio lleno de libros y de apuntes, respirando sabiduría y paz, oculto, tranquilo. La vida allá, en casa de esos verdaderos grandes, es metódica, ajustada al ritmo y al orden, que mantienen el alma serena para ver, fuerte para crear». En contraposición al París bohemio, vago, extravagante, con figuras de escasa categoría artística, el París que «trabaja y produce, que está durmiendo ya a estas horas, para levantarse mañana muy temprano».

En la crónica de la semana siguiente, «Impresiones»3, el poeta se convierte en el típico flaneur parisién que escribe un conjunto de 7 anotaciones de diversa extensión sobre el ambiente callejero de la ciudad, la gente que va a sus ocupaciones, que se sienta en las terrazas, la belleza, la alegría y la gentileza de las mujeres jóvenes, sobre el Sena y Nôtre Dame, los gendarmes de barrio, los vendedores de periódicos, los cocheros, el París de los comercios y las novedades exclusivas, el cabaret Quat’z’ Arts, que revelan el encandilamiento de Manuel Machado por la ciudad. Sobre el barrio de los pintores escribe:

«Montmartre: la vida íntima de los artistas, la bohemia sentimental que tan hermosas páginas ha inspirado a Carrillo. Para el que lo ve desde fuera, algo raro, desordenado, que no se explica a primera vista. Tipos extravagantes, mujeres muy bonitas, y muy ligeras, sobre todo muy expresivas en sus rasgos y en sus caras ojerosas iluminadas por un mirar alegre.

»El aspecto exterior es pobre, las calles más estrechas y más accidentadas, las tiendas más pequeñas recuerdan aquellos modos de vivir que no dan de vivir, como escribía Larra.

»Y sin embargo, allí está la riqueza de las alegrías y de los espíritus, allí se respira el arte bohemio de los que empiezan, arte joven. Juventud, amores, belleza y mujeres. ¿Qué importa la pobreza del cuarto, la ruindad del traje, cuando el alma está llena de concepciones y de valores inestimables, tesoros del ingenio y del corazón?»

El tercer envío a El País es el comentario aprobatorio de una novelita melodramática de Enrique Gómez Carrillo que se desarrolla en el ambiente de los artistas de teatro y variedades: «una obra de arte amable ofrecida sencillamente, como un sorbo de agua pura en el hueco de la mano4.

La última colaboración localizada5 se sitúa en el Calisaya Bar (27, bv. des Italiens), el local más cosmopolita de aquellos días, frecuentado por Oscar Wilde, Rubén Darío y todos los jóvenes aspirantes ‒rusos, españoles, sudamericanos, ingleses, portugueses‒ a destacarse como renovadores de la literatura de sus respectivos países. Tras describir el ambiente del establecimiento, el cronista se centra en la figura de Oscar Wilde, que cuenta una historia sobre el anillo que lleva en uno de sus dedos.

Aunque fechado el 10 de agosto de 1899, el texto se publicó siete meses después, el 25 de febrero de 1900. Para esa fecha, en París solo quedaba el hermano mayor. Antonio había regresado a Madrid en octubre de 1899. Manuel se quedó hasta finales del año siguiente, viviendo con Gómez Carrillo, Amado Nervo y Rubén Darío en el entresuelo del 29 de Faubourg Montmartre, que figuraba como consulado de Guatemala.

Si Antonio no habló de este periodo, Manuel sí lo hizo en varias ocasiones, con entusiasmo y cierta melancolía, lo cual muestra el distinto temperamento de los hermanos. Sereno, reflexivo, mirándolo todo con espíritu entre burlón y desencantado, ajeno a las frivolidades y a la algarabía de los jóvenes artistas, Antonio Machado es la cara opuesta de Manuel, que evoca así los días parisinos en 1838, en su discurso de ingreso en la RAE: «Mi vida fue plenamente la que llevaban allí los estudiantes y los artistas jóvenes del mundo entero. Una bohemia sentimental y picaresca, rica de ilusiones. Me embriagué, siguiendo a Baudelaire, y me enamoré mucho más. Una pésima vida de Arlequín para la que encontraba, no sé cómo, toda clase de facilidades».

Pero no todo fueron farras en aquellos meses. Manuel Machado aprovechó para leer al maestro Verlaine, a Leconte de Lisle y a su amigo Jean Moréas, cuya musicalidad y simbolismos aparecen perfectamente asimilados en Alma (1900), donde encontramos al poeta modernista español más puro y representativo. Kiko Méndez-Monasterio6 sintetiza así la experiencia de Manuel Machado:

«¡Ser poeta en el París de ese fin de siglo, mientras se cumplen veintitantos! Vivir realizando traducciones, compartir piso con Rubén Darío, tomar absenta con el último Oscar Wilde; firmar manifiestos simbolistas, hacer versos perfectos ‒como los de Adelfos‒ y escribir cuentos deliciosos ‒como “Reconciliación”‒; amar muchísimo durante un par de semanas y olvidarse luego, brindar a litros por Verlaine; ser casi un personaje de Murger y, en fin, vivir mucho y matarse un poco, pero si hay que elegir la forma de perderse, no es mala esa bohemia finisecular, parnasiana y parisién».

Sobre los meses de convivencia con Rubén Darío, que llegaba como cronista de La Nación, leemos7:

«Nos quisimos como hermanos. Si bien yo fui siempre, y por muchos conceptos, el hermano menor. Nuestro afecto tenía, en todo caso, esa severa y varonil ternura, esa seriedad emocionada de lo fraternal. […] habíamos vivido y habíamos bebido juntos… Y aun habíamos amado juntos una vez que a cierta mujercita de Montmartre le habíamos parecido bien ambos… Lo cual estuvo a punto de enemistarnos, españoles, al fin. Los buenos oficios del gran poeta Moréas, nuestro gran amigo y contertulio del Café Cyrano, nos pusieron definitivamente en paz bajo un diluvio de copas de champagne y versos magníficos del maestro griego, que era entonces el primer poeta de Francia. Y cuento esto para concluir que nuestra intimidad era absoluta. Lo sabíamos todo el uno del otro, y nada en la vida hubiera podido malquistarnos».

Años más tarde8, vuelve a dar testimonio de aquella íntima relación amistosa, hablándonos de aspectos poco conocidos del poeta nicaragüense, como su contradictoria, y etílica, personalidad, que emulaba a su manera al maestro Verlaine:

«Tenía un prurito infantil de grandezas, de elegancias, de exquisita corrección, y un graciosísimo miedo al qué dirán, que contrastaba con el desarreglo de su vida. Abominaba sinceramente del escándalo. Y, sin embargo… los caballeros no se emborrachan, se encantan, solía repetir del quinto whisky en adelante… Pero él se encantaba tanto y con tal frecuencia, que llegó a hacerse notar en un medio en que este linaje de “hechizos” era moneda corriente».

Emociona callejear por este París de los modernistas españoles, imaginar a los Machado paseando por el Luxemburgo, subir y bajar por el bulevar Saint-Michel, contemplando el atardecer desde un puente sobre el Sena; a Oscar Wilde, unos meses antes de morir, contando en el Calisaya Bar la historia de su anillo, a Rubén Darío recitando en francés a Paul Verlaine y a Leconte de Lisle; acercarse al hotel Médicis o a la calle Herschel, entrar en el Quat’z’Arts o en el Criterion, tomar una absenta y escribir unos versos teñidos de melancólico romanticismo...

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1 Antonio Machado, «Vida» (1931).
2 El País, 5 junio 1899, p. 3.
3 El País, 12 junio 1899, p. 3.
4 Manuel Machado, «Las Maravillas de Gómez Carrillo», en El País, 19 junio, 1899, p. 3).
5 Manuel Machado, «Una balada de Oscar Wilde», en El País, 25 febrero, 1900, p. 2. Con el título ligeramente modificado, «La última balada de Oscar Wilde», este texto, ampliado y mejorado, se publicó en el nº 33 de la revista Nuestro tiempo, en septiembre de 1933, pp. 356-359.
6 Kiko Méndez-Monasterio, «Manuel Machado». En la web La Gaceta de la Iberosfera, 29 agosto 2014.
7 Manuel Machado, «Rubén Darío y yo», en Arriba, 5 febrero, 1946. Tomado de Rafael Alarcón Sierra, «De roca y flor de lis: Rubén Darío y Manuel Machado». En Cuadernos de CILHA - a. 10 n. 11 - 2009 - Mendoza (Argentina) ISSN 1515-6125 .
8 Manuel Machado, «Luces de antaño», en Legiones y Falanges, III. 25 diciembre 1943. Rafael Sierra Alarcón, ibid.

lunes, 5 de septiembre de 2022

Modernismos (4): la nueva literatura

 Con menor dramatismo, pero ciertamente dolorosa, Machado había pasado por una experiencia parecida durante su segundo viaje a la capital francesa nueve años antes ‒de abril a agosto de 1902‒, cuando llegó a ella su hermano más pequeño, Joaquín, que volvía de Guatemala avejentado, enfermo y pobre, sin encarnar el sueño del indiano, como se aprecia en el poema «El viajero», incluido en Soledades.

En este segundo viaje, acompañó a los hermanos Machado su amigo el actor Ricardo Calvo. Se alojaron en el hotel de la Academia, que ya conocían de su primera vez en la ciudad luz, en la calle Perronet, esquina con Saints-Pères. El escritor Enrique Gómez Carrillo había conseguido un trabajo administrativo para Antonio Machado en la cancillería guatemalteca, que duró menos de lo esperado debido a que rescindió el contrato con el poeta, al parecer, por su desaliño en el vestir, extremo cuya exactitud no se ha comprobado, pero que corre en los mentideros literarios. Quizá lleve agua el río, lo que justificaría estas palabras de Antonio Machado a propósito de los defensores y los detractores de Unamuno, con motivo, posiblemente, de su destierro voluntario en París: «envidioso de que Unamuno suene en París, donde todavía el nombre del guatemalteco no es conocido exactamente ‒le llaman Gómez Garillo‒ después de cuarenta años de residencia». Prueba de que la relación entre Antonio Machado y el guatemalteco no acabó en términos amistosos la encontramos también en esta nota de Los complementarios, fechada el 30 de julio de 1924, en los días en que el escritor bilbaíno arribó a París procedente de Fuerteventura: «Gómez Carrillo, después de haber pretendido desprestigiar a Unamuno para halagar a Luca de Tena, tiene el tupé de ir a esperarlo, en compañía de otros chiriguos, a la Gare de Saint-Lazare.

¡Pobre don Miguel! Además de tener que soportar la hinchada petulancia francesa, todos los guachindangos del Quartier caerán sobre él»1.

Una alusión de Antonio Machado a este viaje la encontramos en el prólogo a una reedición de sus obras completas escrito en 1931: «De Madrid a París (1902). En ese año conocí en París a Rubén Darío». El poeta nicaragüense vivía en París desde 1900, cuando fue enviado por el diario bonaerense La Nación para cubrir la gran exposición universal. La relación, amistosa y de mutua admiración, que se afianzó, como sabemos, durante 1911, se mantuvo hasta la muerte de Rubén Darío en 1916.

En los primeros años del siglo XX estaba en pleno fragor la batalla por el modernismo. Rubén Darío había dado a conocer Azul… (1888) a los jóvenes poetas españoles, y publicado en París una segunda edición de Prosas profanas (1901); Juan Ramón Jiménez había acudido desde Moguer a la llamada del propio Rubén Darío y de Francisco Villaespesa para luchar en Madrid por la nueva poesía; Manuel y Antonio Machado participaban de ese entusiasmo por el simbolismo, por la musicalidad y la sinestesia, por los versos de Verlaine; moderna también era la nueva hornada de novelistas, ensayistas y filósofos, como Unamuno, Valle-Inclán, Baroja, Azorín o Maeztu; y su modernidad aportaron incluso algunos mayores como Galdós y Benavente. Son aquellos tiempos de moderno fervor ético y estético que evoca José Machado2:

«Recuerdo aquellos tiempos del modernismo en que por la vieja sala familiar desfilaban día y noche para visitar a Antonio y Manuel, un sinnúmero de personas más o menos bohemias, algunas importantes y de raro talento… entre ellos venían algunas veces los verdaderos valores del Modernismo, tales como Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Valle Inclán, Maeztu, capitaneados por Francisco Villaespesa… con los que venía casi a diario a casa… acaloradas disputas, discusiones interminables y polémicas… Eran los tiempos en que se fundó Electra, que dirigía Ramiro de Maeztu; la Revista Ibérica, de Villaespesa, una de las que llegó a ver la luz, de las infinitas que bullían en la cabeza de este activismo muñidor literario. Los tiempos también en que se preparaba —digámoslo así— el asalto al poder... literario, echando por tierra a los pobres vejetes».

Llevado por el entusiasmo ambiental, por el legítimo afán juvenil de enterrar la literatura de los puretas como Echegaray, Manuel y Antonio Machado se entregaron a la causa modernista, más el primero que el segundo. Sobre esta batalla por la poesía nueva, recuerda Machado en el prólogo de 1917 a Soledades: «Las composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años, Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría».

Antonio Machado publicó sus primeros poemas en la revista Electra, que aglutinaba a los jóvenes escritores del momento, noventayochistas y modernistas. Antes de marchar hacia París, en el número 3 de la revista (30 marzo de 1901), en la sección titulada «Los poetas de hoy» aparecen tres poemas ‒«Desde la boca de un dragón», «Siempre que sale el alma» y «Salmodias de abril» (“¡Amarga primavera!”), que luego se tituló «Nevermore»‒; y en el número 9 (11 de mayo de 1901) el poema «El sueño bajo el sol que aturde y ciega». De estos cuatro poemas, salva solamente este último y lo incluye en Soledades. Machado, que tiene entonces 26 años, es un poeta primerizo, que inicialmente está en la línea marcada por el maestro Rubén Darío, un poeta sin voz propia, o con voz prestada, al que le falta autenticidad y que no está seguro de que el modernista sea el camino de su poesía, de ahí la criba mencionada, que se justifica años más tarde, en el prólogo de 1917 a Soledades, galerías y otros poemas: «Pensaba yo ‒reconoce Machado‒ que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que se dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta al contacto del mundo».

Al año siguiente, a la vuelta de su segundo viaje a París, Antonio Machado publica seis poemas nuevos en la Revista Ibérica, dirigida por Villaespesa, cinco en el número 3 (20 agosto de 1902) ‒«Quizás la tarde lenta todavía»,«Daba el reloj las doce», «Oh, figuras del atrio», «Algunos lienzos del recuerdo», «Tenue rumor de túnicas»‒ y uno en el número 4 (15 de septiembre de 1902): «Salmodias de abril» (“La vida hoy tiene ritmo”). Excepto el primero, los cinco restantes están incluidos en Soledades, galerías y otros poemas, indicio, sin duda, de que el poeta se siente más seguro en su propio caminar lírico, que coincide en tramos iniciales ‒el simbolismo, ciertos adjetivos, la métrica‒ con los modernistas, pero pronto toma su propio rumbo. Así lo explica en una glosa de Los complementarios3 que apunta a su concepto de la poesía como palabra en el tiempo:

«El adjetivo y el nombre,

remansos de agua limpia,
son accidentes del verbo,
en la gramática lírica,
del hoy que será mañana,
y el ayer que es Todavía.

»Tal era mi estética en 1902. Nada tiene que ver con la poética de Verlaine. Se trataba sencillamente de poner la lírica dentro del tiempo y, en lo posible, fuera de lo espacial».

No sabemos en qué momento Machado es despedido de su trabajo en el consulado guatemalteco, ni cuándo aparece en París su hermano más pequeño, Joaquín, que con quince años había marchado a Guatemala, donde estaban establecidos ya algunos familiares sevillanos, y que vuelve al cabo de nueve años enfermo y con los bolsillos vacíos. Antonio Machado se ve obligado a adelantar su regreso y vuelve con Joaquín a España el 1 de agosto.

En esos momentos, Antonio Machado estaba rompiendo ligaduras estéticas con sus colegas modernistas madrileños y soslayando en sus versos la presencia de los maestros franceses; también estaba rompiendo afectivamente con París, al menos con el París bohemio que vivía intensamente su hermano Manuel. La ciudad se le estaba haciendo antipática, no cuadraba con su carácter serio y reflexivo, tampoco tenía amistades francesas, y nunca escribió nada sobre París, sus calles y bulevares, sus cafés, sus edificios y sus museos, sus gentes. Poco a poco el entusiasmo por lo parisién y por lo francés fue menguando. Si en su primer viaje, del que hablaremos más tarde, era evidente el entusiasmo del poeta por la vida y la cultura francesa ‒en su ética y en su estética, en su filosofía, incluso en sus afectos‒ tras el segundo y el tercer viaje fue haciéndose más patente el distanciamiento estético de Verlaine y Mallarmé, el paulatino desinterés por el la filosofía de Bergson, el desapego afectivo por una ciudad asociada al fracaso americano de su hermano Joaquín, y finalmente a la muerte de su esposa. En ese aspecto afectivo, París tenía mal fario. Solo en el terreno ideológico permaneció firme el afrancesamiento de nuestro poeta, como afirma en su famoso «Retrato» ‒hay en mis venas gotas de sangre jacobina‒, defendiendo siempre el espíritu de 1789 y comprometiéndose hasta sus últimos días con la II República Española. El hispanista francés Joseph Pérez recoge estas palabras de Machado relativas a los fuertes vínculos familiares con la Francia republicana y jacobina: «Esta Francia es mi familia. Y aún de mi casa, es la de mi padre, mi abuelo, de mi bisabuelo, que todos pasaron la frontera y amaron la Francia de la libertad y el laicismo4.

____________________

1 Antonio Machado, Los complementarios. Editorial Taurus, Madrid, 1972, p. 170.

2 José Machado, «Antonio y Manuel Machado vistos por su hermano José». Edición digital a partir de Mundo Hispánico, núm. 323 (febrero 1975), pp. 42-47.

3 Los complementarios, p. 35.

4  Joseph Pérez, «Machado y España». Conferencia en la EOI, Soria, 2 abril 1993.

viernes, 26 de agosto de 2022

Modernismos (3): julio-septiembre, 1911

 


Nº 4 de la calle Herschel (París), domicilio de Rubén Darío


La hemoptisis de Leonor alarma sobremanera a Machado, que sale angustiado a la calle en busca de ayuda, pero es 13 de julio, víspera de la fiesta nacional, París está de jolgorio. Nadie sabe indicarle un médico al que acudir ni un hospital cercano, hasta que alguien lo encamina al 200 de la calle Faubourgh Saint-Denis, bastante lejos de Saint-Germain, al otro lado del Sena, donde Leonor queda ingresada al día siguiente en la Maison de Santé, en la que solían ingresar los extranjeros enfermos de paso por la ciudad. El lunes 17 de julio, Machado le escribe a Rubén Dario para excusar una visita prometida --«Una enfermedad de mi mujer que me ha tenido muy preocupado y convertido en enfermero ha sido la causa de que no haya ido a visitarle como le prometí»‒, y le anuncia que irá a verlo el fin de semana próximo.

El poeta permanece alojado en el hospital, y allí reciben las visitas de Francisca Sánchez y su hermana. Los gastos médicos, más los de alojamiento y manutención del matrimonio, mermaron drásticamente su economía hasta el punto de que después de mes y medio, Antonio Machado, que ha renunciado a su beca y decide incorporarse cuanto antes a su cátedra en el instituto de Soria, se ve obligado a recurrir a Rubén Darío para que los ayude a salir del paso:

Querido y admirado maestro:

Le supongo al tanto de nuestras desventuras por Paca y Mariquita que tuvieron la bondad de visitarme en este Santuario. Leonor se encuentra algo mejorada y los médicos me ordenan que me la lleve a España, huyendo del clima de París que juzgan para ella mortal.

Así pues, yo he renunciado a mi pensión y me han concedido permiso para regresar a mi cátedra; pero los gastos del viaje no me los abonan hasta el próximo mes en España.

He aquí mi conflicto. ¿Podría V. adelantarme 250 o 300 francos que yo le pagaría a V. a mi llegada a Soria?

Tengo algunos trabajos para la Revista que le remitiré sí usted quiere. Le ruego que me conteste lo antes posible y que perdone tanta molestia a su mejor amigo.

Antonio Machado. Faubourg Saint Denis 200-Maison de Santé.


El poeta nicaragüense responde inmediatamente a la urgencia, y cinco días más tarde la pareja ya está en Irún, desde donde el poeta le envía una postal:


Querido y admirado maestro:

He tenido que partir de París en circunstancias muy apremiantes y me ha sido imposible despedirme de usted, como hubiera sido mi deseo. Voy camino de Soria en busca de la salud para mi mujer. Mucho le agradecería que hiciera que enviaran la Revista y las pruebas de mi artículo, que yo le devolvería corregidos. (Soria-Instituto).

Mil abrazos de su invariable amigo que no le olvida.

Antonio Machado.




La historia que sigue es triste y bien conocida: Leonor muere el 1 de agosto de 1912. Tenía 18 años.

La enfermedad de Leonor y la larga estancia en el hospital, los apuros de dinero, el abandono precipitado de París, colmaron la antipatía de Antonio Machado por París. Nunca regresó el poeta a la ciudad, ni recreó aquellos días amargos, como si no los hubiera vivido.


domingo, 14 de agosto de 2022

Modernismos (2): los Machado en París




 París, 14 de julio, 2018

Antonio Machado vino en tres ocasiones a París. Su tercer viaje lo hizo ya casado con Leonor Izquierdo, que entonces tenía 17 años. El poeta había logrado una beca ‒300 pesetas mensuales, 500 para viajes, 200 para matrículas‒ de la Junta de Ampliación de Estudios para asistir a unos cursos de Filología en el Colegio de Francia: uno sobre los orígenes de los cantares de gesta franceses, impartido por Josep Bédier; otro sobre gramática histórica y morfología del francés, a cargo de Antoine Meillet; y un tercero, que analizaba la literatura francesa del Renacimiento, dirigido por Abel Lefranc. Además, el poeta aprovechó para asistir a las clases de su admirado Henri Bergson, a quien retrata así en una carta a Ortega y Gasset: «Escuché en París al maestro Bergson, sutil judío que muerde el bronce kantiano, y he leído su obra. Me agrada su tendencia. No llega, ni con mucho, a los colosos de Alemania, pero excede bastante a los filósofos de patinillo que pululan en Francia» (1).

La pareja permaneció en la capital desde mediados de enero hasta primeros de septiembre de 1911. Después de unos primeros días en paradero desconocido, los Machado se alojaron en el Hotel de la Academie, sito en el número 2 de la calle Perronet, en el barrio de Saint-Germain. Desde esa dirección envió el poeta una postal a Antonia Acebes, abuela de Leonor: «Querida abuela: Ya nos tienen en París, gozando de perfecta salud y satisfechos de nuestra excursión, pero recordando mucho a Vds., a quienes deseamos toda suerte de prosperidades. Antonio. Y muchos besos de su nieta Leonor (escrito por ella). Rue Perronet» (2).


Sobre esta última estadía en París, hace Machado una lacónica referencia en la «Vida» que hemos citado antes, escrita en 1917: «De Soria a París (1910). Asistí a un curso de Henri Bergson en el colegio de Francia». Al poeta, que definió la poesía como palabra en el tiempo, le interesaba la filología francesa, pero mucho más las consideraciones sobre la durée ‒el paso y la percepción del tiempo‒ del filósofo francés.

Durante esos meses, nuestro becario estuvo bien ocupado, pues no solo asistía a los cuatro cursos ya mencionados. Muchas horas libres, especialmente durante las mañanas, las pasaba en la Biblioteca Nacional, tomando notas y elaborando los preceptivos informes y memorias de sus actividades para la Junta de Ampliación de Estudios, o bien poniéndose al día en la última literatura francesa. Encontraba ratos para revisar los poemas de Campos de Castilla, y quizá para componer alguno de ellos, según testimonio de su hermano José 2. Y halló ocasión, además, para enviar dos crónicas al periódico Tierra soriana. La primera, del 21 de marzo, sobre el estreno de un nuevo drama ideológico de Paul Bourget, planteaba el debate sobre la base de la organización social: ¿el individuo o la familia? La segunda crónica apareció el 4 de abril y trataba sobre los prejuicios nacionales, que operan sobre las diferencias entre los pueblos, y no sobre las semejanzas, como ocurría en aquel entonces con la literatura sicalíptica española, que nada tenía que envidiar de la francesa.

Unos días después, el 24 de marzo, Machado escribe una carta a José Castillejo (3), en que se le ve volcado en su labor de becario: «Desde mi llegada a París, salvo los días empleados en buscar un alojamiento en condiciones, estoy trabajando para reunir materiales con que emprender una gramática histórica de la lengua francesa, algo más lógica y ordenada que la que tenemos en España – especie de cajón de sastre para opositores pedantes. Paso muchas horas en la Biblioteca, y no creo hasta ahora haber perdido yo mi tiempo».

Suponemos que Antonio Machado y Leonor Izquierdo tenían sus ratos de pasear por las orillas del Sena, adentrarse en la multitud de los bulevares y visitar los almacenes de la Samaritaine o el Louvre, sentarse en la terraza de un café, subir a Montmartre, callejear por el barrio de la Ópera o por el distrito de Les Halles. Algunas tardes visitaban al maestro Rubén Darío en el número 4 de la calle Herschel, pasado el Luxemburgo, a cinco minutos del famoso café Closerie des Lilas. Rubén Darío, junto con su amante, Francisca Sánchez, y María, hermana de ésta, se había trasladado a París para poner en marcha dos revistas internacionales dirigidas al mundo de habla hispana, Mundial Magazine y Elegancias, sufragadas por dos banqueros uruguayos, los hermanos Alfredo y Rubén Guido, a los que económicamente les fue con las revistas bastante mejor que al maestro modernista.

La estancia de 1911 fue sin duda la más gratificante para Antonio Machado en lo profesional y en lo sentimental. El poeta había madurado, preparaba su segundo libro, en el que mostraba ya una voz absolutamente personal, mantenía relación con Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Baroja, Azorín, Rubén Darío, Ortega y Gasset, y en una faceta de su creación lírica ‒«Proverbios y cantares»‒ había logrado la síntesis perfecta entre el decir y el sentir de la poesía popular y el pensamiento filosófico.

En el terreno sentimental, la estancia en París, poco tenía que ver con las dos anteriores. En compañía de Leonor Izquierdo, el poeta enamorado llevaba una vida tranquila, discreta, con la rutina de la asistencia a los cursos por las tardes y las horas de lectura en la Biblioteca Nacional por las mañanas, alejado de los círculos bohemios, sin relación con otros escritores, salvo Rubén Darío. El propio Machado habla en alguna ocasión de las escasas relaciones que tuvo en la capital francesa: «Durante el tiempo que he vivido en París, más de dos años, por mi cuenta, he tratado pocos franceses, pero en cambio he podido observar algunos caracteres de mi tierra» (4).

Esta vida tranquila se trastorna repentinamente con un vuelco dramático. Tal día como hoy, un 14 de julio, Leonor escupe sangre.

*

* *

1 Carta a José Ortega y Gasset, del 2 de mayo de 1913. En Obras Completas, t. II, Prosas Completas, ed. de Oreste Macrí y Gaetano Chiappini, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, p. 1531.

José Machado, «Antonio y Manuel Machado vistos por su hermano José», Documento en Cervantes virtual: “En su famoso libro Campos de Castilla ‒que por cierto escribió en París, en parte…” (43).

3 Secretario de la Junta para Ampliación de Estudios.

4 Bernard Sesé, «Antonio Machado y París». Open Editions Book, Casa de Velázquez, 1994. Apreciamos una inexactitud cuando Machado afirma haber vivido más de dos años en París se refiere al total de las tres estancias, aunque la suma no alcanza los dos años.

viernes, 15 de julio de 2022

Modernismos (1)

 

Rue de l'Université

Jueves, 14 de julio, 2018

Tomamos el autobús temprano y nos bajamos en la explanada del Louvre. Cruzamos por el puente del Carrusel y antes de las ocho nos sentamos en la terraza del café Kult. Tomamos un delicioso café, atendidos por un joven camarero italiano que nos cree ingleses.

Estamos en el número 9 de la calle de la Universidad. A esta dirección llegaron los Joyce ‒el escritor, Nora Barnacle, y los dos hijos adolescentes, Giorgio y Lucía‒ otro jueves, 8 de julio de 1920. Venían de Trieste, a donde se habían trasladado después de pasar los años de la Primera Guerra Mundial en Zúrich. Iban camino de Inglaterra. O de Irlanda, ese extremo no estaba decidido aún. Dejaban el continente esperando salir de las estrecheces y la pobreza. En Trieste, los Joyce habían compartido piso con la hermana del escritor, Eileen, con su marido y sus dos hijos, y con su hermano pequeño, Stanislaus, nueve personas en total. Los derechos de autor de Dublineses eran muy escasos, y los pagos por la publicación en revista de los episodios de Ulises solo aliviaban puntualmente. Ni siquiera la aportación de Harriet Shaw Weaver, editora de la revista The Egoist, donde fueron apareciendo por entregas Retrato del artista adolescente y Ulises, sirvió para que la familia saliera de apuros. Joyce era pródigo de más con el dinero, bastante manirroto. La generosidad de Harriet S. Weaver –explica su biógrafo Ellmann1‒ «no hizo de Joyce un hombre rico; ninguna suma de dinero podría haberlo hecho; pero logró que fuera pobre solo debido a su decidida extravagancia». Prueba de esta inopia monetaria de la familia Joyce la encontramos en la carta que el novelista escribe a su amigo, protector y mecenas Ezra Pound, unas semanas antes de marchar a París, explicándole las razones de abandonar Triste: «La segunda razón es la ropa. No tengo ni puedo comprarme. El resto de mi familia tienen aún la ropa decente que compramos en Suiza. Yo llevo puestas las botas de mi hijo (que calza dos números más que yo), y su traje viejo, que es demasiado estrecho de hombros, mientras que las demás prendas pertenecen o pertenecieron a mi cuñado o a mi hermano»2. No debía ser muy galana la imagen de la familia Joyce cuando apareció por esta esquina aquel jueves 8 de julio de 1920.

El homenaje continúa en el número 8 de la calle Dupuytren, donde Sylvia Beach abrió la famosa librería Shakespeare and Company en noviembre de 1919. Se ha conservado una fotografía con Joyce y ella a la puerta de la librería, en la que aparece también un niño en la ventana de la primera planta mirando al fotógrafo anónimo que tomó la instantánea. Sylvia Beach, estadounidense de Baltimore, vivía en París desde 1916. Conoció a Joyce a los tres días de que este llegara con su familia en julio de 1920, en casa del poeta André Spire. En febrero de 1922, esta librera se convirtió en la primera editora de Ulises. El homenaje a Joyce lo es también a esta mujer independiente y decidida, que creyó desde el principio en la valía del irlandés. De Dupuytren a la calle del Odeón, al número 12, donde se trasladó la Shakespeare and Company en mayo de 1921, que permaneció abierta hasta la muerte de Sylvia Beach en 1962. En la placa conmemorativa se lee: «En 1922 / en esta casa / la señorita Sylvia Beach publicó / Ulises / de James Joyce».




Nos acercamos luego al 56 de la calle Monsieur Le Prince, al hotel Médicis. ¡Oh, el modernismo español! El París que se encontró Antonio Machado en su primer viaje. Esa breve evocación de la ciudad que tantas veces ha leído uno y explicado en sus clases, pues en ella se condensa el arte, la poesía, la historia social y la crítica modernas: «De Madrid a París a los veinticuatro años (1899). París era todavía la ciudad del affaire Dreyfus en política, del simbolismo en poesía, del impresionismo en pintura, del escepticismo elegante en crítica. Conocí personalmente a Oscar Wilde y a Jean Moréas. La gran figura literaria, el gran consagrado era Anatole France».

¡Quién puede olvidar su primera vez en París! Ah, ese París de los bulevares y de los cafés. De la bohemia hambrienta y luminosa.

Los modernistas, hecha excepción de Bécquer, los romances y otras canciones medievales, fueron los primeros poemas «modernos» que un adolescente de los sesenta aficionado a la lectura podía entender, como la «Sonatina», los cuentos en prosa de Azul, o los primeros versos de la «Marcha triunfal». Cuando leí a Antonio Machado ‒¡Ah, aquel volumen número 16 de la colección RTV!‒, y luego la antología de su hermano Manuel en la colección Austral, el mismo efecto de moderna cercanía en el lenguaje. A uno por andalucista, bohemio, culto y desengañado, al otro por existencial y comprometido, enseguida los hice míos y me interesé por sus vidas y por sus versos. Cierto que leí a Antonio antes que a Manuel, era la moda también, pero pronto los tuve juntos, al lado de un volumen del padre ‒la colección de cantes flamencos recogida por Demófilo‒, en los estantes de mi biblioteca y en mis preferencias de primeros de siglo.


1Richard Ellmann, James Joyce. Editorial Anagrama, Barcelona, 1982, p. 534.

2Idem, 530.

martes, 8 de febrero de 2022

Kit del bohemio

 Como regalo de Reyes, recibí de Álvaro y Paula un cuaderno con las tapas duras que imitan una encuadernación antigua en piel con grecas doradas. En la primera página, y escrito en tinta por Paula, el título, Manuel du parfait absinthier. En la hoja que sigue, el Mode d’emploi pour la parfaite goulée d’absinthe, que copio a continuación.

Instruments:

  • Absinthe

  • Ta nouvelle coupe et ta nouvelle cuillère

  • 1 morceau de sucre

  • 1 verre d’eau


  • Poser la cuillère sur la coupe avec de l’absinthe.

  • Déposer le morceau de sucre sur la cuillère.

  • Verser l’eau sur le morceau de sucre.

  • Boire d’un trait… et voilà!


Claro está que el cuaderno, en el que copiaré a limpio los poemas que escriba a partir de hoy, venía acompañado de una botella de absenta, una cucharilla y una hermosa copa de cristal tallado. Esta noche he tomado una absenta mientras leía unos versos de Verlaine.

Al hombre Paul Verlaine, una parte del carácter —sus prontos violentos— le venía de sangre, de la rama paterna: de su bisabuelo, el carretero Jean; del abuelo notario, Henry Joseph, y de su padre, Nicolas Auguste Verlaine, ingeniero militar.

El niño Paul Verlaine tuvo en París una infancia con los mimos y atenciones de una familia acomodada. Hasta los once años fue un buen estudiante, pero entonces le dio por los versos. A los catorce envía una carta admirativa y un poema a Víctor Hugo. Lee a Banville, a Glatigny, a Saint-Beuve y a nuestra Teresa de Jesús.

En medio de esas lecturas se le cuela el amor por una prima y el muchacho, con 18 años, recién terminado el bachillerato, presenta una muy preocupante afición por la bebida, asiste a tertulias parnasianas, a veladas musicales y ve impreso su primer poema en la Revista del progreso.

El padre intenta evitar el descarrío del hijo y le busca trabajo en una casa de seguros, que deja al poco tiempo por otro de escribiente en el ayuntamiento parisino. ¿Se enmendará y sentará cabeza?

Corre el año 1865, muere el capitán Nicolas Auguste Verlaine, y el poeta sigue publicando versos, artículos y ensayos críticos. Con 22 años firma su primer libro, Poemas saturnianos. Al año siguiente muere Elisa Moncomble, aquel amor platónico adolescente, y nuestro poeta se entrega al dolor y a la botella.

Unos meses después, en edición sin licencia, aparecen publicadas unas escenas de amor sáfico firmadas por un sospechoso Paul de Herlanes, que anda fonéticamente muy cerca de Paul Verlaine.

El poeta frecuenta las soirées donde se vierte la absenta del Parnaso y el decadentismo. Él mismo es ya uno de esos bohemios entre los que encuentra colaboradores, buenos camaradas y amigos.

Durante el verano de 1869, recién dadas sus Fêtes galantes, el poeta se emborracha a menudo y se encanalla: la violencia de la sangre lo lleva a varias intentonas de acabar con su madre, que todos los martes ve su casa llena con los bohemios amigos de su hijo. En esta época se hace novio de Mathilde Mauté de Fleurville.

Para evitar el alistamiento y la marcha al frente en la guerra franco-prusiana, Verlaine adelanta su boda; sigue en la escribanía municipal y además presta servicios militares durante el sitio de París. Pero poco resiste el héroe cívico, y antes del año ya es un maltratador confeso, borracho y violento.

Cuando se proclama la Comuna en el París de 1871, nuestro hombre se encarga de la oficina de propaganda y prensa. Una vez vueltas las aguas a su cauce, se aleja unos meses de la capital para evitar la cárcel. A su regreso se instala en la casa de sus suegros. Un papelón.

Un papelón que se agranda el día que llama a la puerta un joven de Charlesville, un tal Arthur Rimbaud, admirador del poeta, y se queda unos días con ellos. Añádase, para tensar más la cuerda, el embarazo de Mathilde.

A partir de ese momento, la vida de Paul Verlaine cambia de rumbo.