viernes, 30 de octubre de 2020

Pérdidas y hallazgos (3)

 

Max Brod

Antes de que Franz Kafka muriera, Max Brod ya tenía muy claro qué hacer con los escritos de su amigo: lo mismo que había hecho con ellos desde el principio, cuando tenía que arrancárselos prácticamente de las manos y obligarlo a que los enviara a revistas, periódicos y editoriales. Sin Max Brod hoy no leeríamos a Kafka, sencillamente porque no lo conoceríamos, porque habría permanecido inédito. Kafka es Kafka por Max Brod. Tras una amistad íntima de 22 años, Kafka no dudaba de lo que haría Brod, ni Brod de lo que pretendía Kafka. Se conocían demasiado bien: ni Kafka tenía la firme voluntad de que todos sus escritos desaparecieran —¿por qué no los quemó él mismo?—, ni Brod sentía que iba a traicionar a su amigo, a incumplir la voluntad de un muerto. Prueba de ello la encontramos en la carta que Brod le escribió a Samuel Hugo Bergmann, director de la Biblioteca Nacional de Jerusalén, a primeros de julio de 1924: “Acabo de recibir la herencia literaria de Kafka para su revisión. Tres novelas y muchas otras cosas aún no publicadas esperan que alguien las prepare para imprimir. ¡Desgraciadamente, nadie puede hacer esto excepto yo! Además, se debe examinar una gran cantidad de trabajos desorganizados (te interesará saber que entre ellos hay muchos cuadernos para practicar hebreo). Me parece que en términos de valor literario, el patrimonio supera a todo lo que Kafka publicó durante su vida”.

         Lo primero que hizo Brod después de tener en su casa todo el material de su amigo, fue hablar con la familia y firmar un acuerdo por el que él se convertía, sin cobrar honorarios por su trabajo, en editor exclusivo de todos los escritos de Franz Kafka; el contrato fijaba también el porcentaje de beneficios: 55 % para los padres y las hermanas, y el 45 % para Dora Diamant; los primeros ingresos se destinarían a pagar los gastos de estancia y tratamiento en Kierling.

Luego se puso en contacto con varias editoriales. Consciente de la delicada situación económica en Alemania a causa de la superinflación, Brod aventuraba la dificultad de publicar en aquel momento las obras completas de un autor desconocido, leído solamente en reducidos círculos literarios de Praga y Berlín. No obstante, Willy Haas, en nombre de la pequeña editorial de vanguardia Die Schmiede, que tenía firmado contrato para publicar los relatos de Un artista del hambre, muestra interés por seguir publicando a Kafka, y tres días más tarde concreta su oferta por escrito. Igualmente interesados estaban los editores Ernst Rowohlt y Kurt Wolff, la Fischer Verlag, de Berlín, y la vienesa Zsolnay.

Esas cinco propuestas estaban en la mesa de Max Brod para el día 12 de julio, un mes después del entierro de Kafka. A cada oferta, Max Brod presentaba sus condiciones: la edición constaría de varios volúmenes; los manuscritos no saldrían de su casa y no podían ser consultados por los lectores de las editoriales, él facilitaría copia mecanoscrita de los textos; los beneficios empezarían a pagarse por adelantado y en plazos mensuales; el contrato se rescindiría en caso de que la editorial dejara de ingresar una sola mensualidad.

Con fines quizá publicitarios, y para atraer a las editoriales, Brod publicó en la revista berlinesa Weltbühne (17 de julio, 1924) un artículo en el que reproducía “el testamento” de Kafka que ya conocemos, e informaba del material inédito que había hallado:

 

“En su apartamento encontré diez cuadernos en formato cuarto, pero solo las cubiertas; el contenido había sido completamente destruido. Además (según una fuente confiable) quemó varios cuadernos con registros. Solo un paquete de hojas (aproximadamente 100 aforismos sobre temas religiosos), un borrador de contenido autobiográfico, que permanecerá inédito por ahora y otro montón de papeles desorganizados, que estoy revisando actualmente, se encontraron en el apartamento. Mi esperanza es que entre los diarios descubriré historias completas o casi completas. Más allá de eso, me dieron una novela sobre animales y otro cuaderno de bocetos… Las obras que se salvaron a tiempo de la ira del autor son la parte más valiosa de la propiedad y se almacenan en lugares seguros. El fogonero, una historia que ya ha sido publicada, es el primer capítulo de una novela cuya trama está ambientada en América, y de la que también existe el capítulo final, por lo que aparentemente no faltan demasiadas partes significativas… Otras dos, El castillo y El proceso, que es un libro vibrante y fascinante (que representa la cima del arte de Kafka), las guardé hace cuatro años (y hace un año), algo que realmente me reconforta hoy”.

 

         La cita ha sido larga y merece precisiones. Primera, el propio Kafka ya se deshizo en vida de material sin valor literario, y la prueba son esos cuadernos de los que arrancó las hojas, dejándolos meramente en las tapas. Segunda, esa “fuente fiable” que le asegura que Kafka quemó varios cuadernos, es Dora Diamant, que le contó cómo Kafka, estando con ella en Berlín, le mandó quemar unos cuadernos con anotaciones; 25 años después, la propia Dora Diamant recordaba en «Mi vida con Franz Kafka» (Der Monat, I, nº 1-9, junio 1949): “Para liberar su alma de estos fantasmas [todo lo que le había atormentado antes de su llegada a Berlín], quiso quemar todo lo que había escrito. Yo respeté su voluntad y, bajo su mirada, entonces él estaba en cama, enfermo, quemé algunos de sus textos. Lo que él quería escribir verdaderamente sólo podría hacerlo una vez conquistada su libertad”. Tercera, los aforismos aludidos son conocidos como “los aforismos de Zürau”, escritos en ese pueblo de Bohemia a donde Kafka se retiró unos meses de 1917 en la casa de su hermana Ottla, después de que le diagnosticaran la tuberculosis. Cuarta, queda claro que Max Brod se arroga la exclusividad en la edición y organización de los papeles póstumos de Kafka.

         Comienza entonces la aventura de la edición y publicación de las obras completas de Kafka. Max Brod se ha decidido por Die Schemiede, que publica a mediados de agosto Un artista del hambre y a comienzos de 1925 El proceso. Pero las ventas no resultan las previstas: hasta el 31 de marzo de ese año se habían vendido 551 ejemplares de Un artista del hambre. Los primeros ingresos solo alcanzaron para los gastos médicos. Los giros dejan de llegar y Brod rompe con Die Schmiede: “Me vi obligado a tomar esta medida —les escribe el 27 de noviembre de 1925— para asegurar la continuación de los pagos a los herederos de Kafka. No podía dejar a la señorita Diamant, la novia de Kafka, caer en la miseria. El legado de mi amigo me parecía algo demasiado valioso para ello”. Firma entonces con Kurt Wolff, que saca El castillo, en 1926, y América al año siguiente, pero cae en quiebra y vende los restos de su edición a Neuer Geist en 1929. Lo intenta Brod luego con Gustav Kiepenhauer, de Berlín, donde aparece La construcción de la muralla china (1931), pero la situación política impide la continuación del proyecto: el partido nazi llega al poder, se derogan derechos fundamentales y comienzan las leyes antirraciales, se prohíbe la lectura de Kafka, cuyas obras aparecen en la «Lista I de la literatura perjudicial e indeseable» en octubre de 1933, y sus libros son quemados en pública hoguera. Pese a todo, los hermanos Schocken se deciden y firman contrato con Max Brod el 26 de febrero de 1934 para editar las obras completas en 6 volúmenes. Así aparecen Ante la ley (1934), Narraciones y fragmentos en prosa, América, El proceso y El castillo, todas ellas en 1935. Al año siguiente, tras ser declarada empresa judía, la editorial Schocken ha de suspender su actividad; vende entonces sus derechos a la praguense Mercy Sohn, en realidad una tapadera de Schocken. Bajo el sello Mercy Sohn, pero con el diseño de Schocken, aparecen dos volúmenes más: Descripción de una lucha (1936), Diarios y cartas (1937). Finalmente, la biografía de Kafka por Max Brod.

Llegamos así al 28 de febrero de 1939, fecha en que Mercy Sohn transfiere de nuevo sus derechos a los hermanos Schocken, que han logrado huir de la persecución y se han establecido en Nueva York.

         Dos semanas después, en la noche del 14 al 15 de marzo, una pareja sube al tren en la Franz Josef Station de Praga…


jueves, 29 de octubre de 2020

Fe de vidas (Cinco apuntes sobre "Ordesa")


No sé cuánta ficción hay en esta novela de Manuel Vilas, pero sí creo que hay mucha verdad, mucha historia vivida. Y eso se nota cuando al tiempo que se lee se adentra uno en la historia como un personaje más, pues se habla de momentos históricos o de emociones y sentimientos por los que también ha pasado. Me ocurre con algunas novelas de Antonio Muñoz Molina, de Manuel Rivas o de Julio Llamazares. Cualquiera que lea Ordesa también va escribiendo mentalmente la historia de la relación con sus padres. Si, además, hay cercanía generacional con el narrador, la lectura es mucho más intensa y creativa.

 

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            Ordesa personifica la épica de la clase media de nuestro país, desde la España desarrollista de los años sesenta hasta nuestros días, encarnada en la familia del narrador: el padre, viajante de telas en pueblos de Aragón; ama de casa la madre; licenciado él en Filología Hispánica, profesor de instituto una veintena de años, divorciado y padre de dos hijos adolescentes que apenas mantienen relación con él.

 

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            Escrita en forma de diario o de anotaciones más o menos extensas y no necesariamente ligadas por la cronología —hay continuos saltos temporales—, la novela va hilando esa trama compleja de los afectos familiares que incluye el amor, la admiración y el rechazo, la sobreprotección, el descuido, la compasión y el dolor; también el sentimiento de culpa por el tiempo perdido, por no haber aprovechado más los momentos con los padres. En este plano de la intimidad, la lección moral que extrae el protagonista, consecuencia de la actitud que él ha mantenido con los suyos, es demoledora: “Que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito”. A él no lo espera nadie.

  

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La ejemplaridad de la vida del padre remite al viejo concepto intrahistórico de Unamuno: “Conciencia de clase es lo que no debe faltarnos nunca. Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo, fundó una familia y murió”. Estamos ante la épica de la España anónima que nace, trabaja y muere, ante unas vidas que no dejan rastro, antiheroicas, marcadas por la derrota en lo personal y en lo social.

 

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En todo momento, con cualquier excusa —una fotografía familiar, un armario heredado, los programas de televisión, un automóvil, el alcohol, el piso donde vive— insiste el narrador en su conciencia de fracaso, en su lamentable orfandad y soledad, en una visión patética de sí mismo, en un melodramático regodeo nihilista que termina cansando al lector.

 

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domingo, 25 de octubre de 2020

El galante tirador (XLIII)

          Cuando el coche atravesaba el bosque, lo hizo parar junto a un campo de tiro diciendo que le gustaría disparar algunas balas para matar el Tiempo. Matar a ese monstruo ¿no es la ocupación más normal y legítima de cada uno? Y le ofreció galantemente la mano a su querida, deliciosa y execrable mujer, aquella misteriosa mujer a la que debe tantos placeres, tantos dolores, y acaso una parte de su genio.

     Varias balas dieron lejos del blanco propuesto; una de ellas se hundió en el techo; y como la encantadora criatura se reía como una loca de la torpeza de su marido, éste se volvió con brusquedad hacia ella y le dijo: "Mira aquella figura de allí abajo, a la derecha, con la nariz respingona y la cara tan orgullosa. Pues bien, querido ángel, me imagino que eres tú." Y cerró los ojos y lanzó la descarga. La figura fue limpiamente decapitada.

      Entonces, inclinándose hacia su querida, su deliciosa, su detestable mujer, su inevitable y despiadada Musa, y besándole respetuosamente la mano, añadió: "¡Ah, mi querido ángel, cómo te agradezco mi puntería!"


viernes, 23 de octubre de 2020

Pérdidas y hallazgos kafkianos (2)

 

Postal de Franz Kafka a su hermana Ottla, desde Riva (Italia), 1909

       En las «Notas finales» a la primera edición alemana de El proceso, realizada por la editorial berlinesa Die Schmiede en 1925, justificaba Max Brod, amigo, albacea y ordenador de las obras póstumas de Franz Kafka, la decisión de no haber respetado el deseo de su amigo y haber conservado su obra no publicada hasta entonces. Se remontaba primero a una conversación mantenida hacia 1921, en la que el propio Brod le anunciaba a Kafka que había hecho testamento y le encargaba que guardara determinados escritos y destruyera otros. “Cuando me oyó —continúa Brod—, me enseñó el papel escrito con tinta que apareció más tarde en su mesa y me dijo:

            —Mi testamento será muy simple. Te ruego que lo quemes todo.

            Recuerdo aún cuál fue mi respuesta:

            —Si piensas seriamente que seré capaz de hacerlo, te digo desde ahora que no lo haré.”

            En ese papel, entresacado de otros muchos papeles del escritorio de Kafka en casa de sus padres, doblado y con el nombre del destinatario, Max Brod leyó:

            «Queridísimo Max, mi último ruego: todo lo que se encuentre entre mis pertenencias (en las estanterías de libros, en el armario de la ropa, en el escritorio de casa y el de la oficina, o dondequiera que algo se haya podido ir a esconder, y tú lo descubras), ya sean diarios, manuscritos, cartas ajenas y propias, dibujos, etc., debe quemarse sin excepción y sin ser leído, así como también todo lo escrito y dibujado que poseas tú o posean otros, a quienes tendrás que pedírselo en mi nombre. Las cartas que no te quieran entregar tendrían por lo menos que comprometerse a quemarlas ellos mismos. Tuyo, Franz Kafka».

            Sin forzar la letra, parece claro que Kafka se refiere a todo lo que de su obra estuviera en esbozo, inacabado, en borrador, así como a las cartas que encontrara el amigo. Hasta ese momento, Kafka había publicado los volúmenes Contemplación (1913), La condena (1916), El fogonero (1913), La metamorfosis (1915), Un médico rural (1920), y muchos de los relatos recogidos en estas obras, habían sido publicados previamente en revistas, periódicos, suplementos y almanaques checos y alemanes. La leyenda de un Kafka que no quiere dejar rastro escrito de sí es eso, leyenda: “Debía vencer muchas resistencias —recuerda Brod— antes de decidirse a publicar un libro. Pero eso no lo privaba de experimentar una gran satisfacción al ver sus hermosos libros terminados, e incluso al saber los resultados que obtenían”. En cuanto a la decisión de Brod de no respetar la voluntad crematoria de Kafka, tampoco parece que éste albergara dudas de que su amigo no solo iba a conservar sus papeles, sino que los iba a ordenar y a buscar su publicación, como había hecho siempre. Max Brod era su gran valedor, sin su tenacidad y su diligencia ante directores y editores, el creador de Gregorio Samsa seguramente habría permanecido inédito. 

            Demos ahora un salto hacia adelante. Trasladémonos a la ciudad de Praga en los primeros días de junio de 1924. Franz Kafka acaba de morir en un sanatorio austríaco. Sus restos han sido trasladados en tren hasta la capital bohemia. En el Prager Presse aparece una elegía de Max Brod y una necrológica de Oskar Baum, en el periódico judío Selbstwehr, un texto de Felix Weltsch: En el diario vienés Narody Listy del 5 de junio, Milena Jesenská traza un emotivo y certero retrato del escritor: “Era tímido, temeroso, amable y bondadoso, pero los libros que escribió eran terribles y dolorosos”. El 10 de junio, Hermann y Julie, los padres, publican una esquela en el periódico: “Con la mayor aflicción anunciamos que nuestro hijo, el doctor en Derecho Franz Kafka, falleció el pasado 3 de junio en el sanatorio Kierling de Viena, a los cuarenta y un años de edad. El sepelio tendrá lugar el miércoles 11 de junio, a las cuatro menos cuarto de la tarde, en el cementerio judío de Strasnice.” Ocho días después del entierro, los amigos organizaron un homenaje al escritor en el Kleine Bühbe (Pequeño Teatro, en el que se representaban obras en alemán) con evocaciones, semblanzas y panegíricos; Max Brod leyó la elegía por su amigo y el actor Hans Helmuth Koch leyó dos textos kafkianos, «Un sueño» y «Un mensaje imperial».

                Durante esos días de duelo, Max Brod comenzó su labor de albacea. Consiguió de Dora Diamant, la mujer con la que Kafka había compartido los últimos meses de su vida, un cuaderno con bosquejos de historias y el manuscrito de La construcción; de Milena Jesenská, 15 cuadernos de diarios y el original de El desaparecido; finalmente, de Robert Klopstock, el amigo estudiante de medicina que lo atendió en Kierling, el manuscrito de Josefina la cantante, las llamadas “conversaciones” —notas con breves frases que Kafka escribía cuando ya no podía hablar—, algunos apuntes para relatos y varias cartas. También acudió Brod varias veces al piso de los padres en la casa Oppelt de la Staroměstské Náměstí, la plaza de la ciudad vieja de Praga, y recogió cuanto papel había en aquella habitación de su amigo con vistas a la calle Pařižská.

            Cuenta Max Brod que en esos registros encontró una hoja amarillenta escrita a lápiz en la que pudo leer:

            «Muy querido Max:

            Me temo que esta vez no me recupere. Quizá tenga una neumonía después de un mes de fiebre pulmonar; a pesar de que lo que escribo no lo puedo evitar, aunque puede influir en algo.

            Esta posibilidad me obliga a hacerte saber mi deseo póstumo con respecto a todos mis escritos.

            Conservar únicamente las obras siguientes: La condena, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, Un artista del hambre.

            (Los pocos ejemplares de Contemplación no hace falta destruirlos. Es un trabajo menor, pero que no se imprima). En cuanto a los cinco libros y el relato que pueden conservarse, no significa que quiera que se reimpriman para la posteridad; todo lo contrario, si desaparecieran completamente, se cumpliría mi deseo. Pero ya que existen, si alguno quiere conservarlos que lo haga.

            En cuanto a los demás escritos (todo lo que ha sido publicado en revistas, los manuscritos, todas las cortas), todo lo que logres encontrar o conseguir de aquellos que los tengan (conoces a la mayoría, sobre todo a N. N., N.), todo ello debe quemarse, sin excepción alguna, y con preferencia sin ser leído. (Si quieres echarle un vistazo, me parece bien; pero nadie más que tú debe verlos.) Te ruego hagas esto cuanto antes.

            Franz»

            Qué hacer, se preguntó Max Brod.


Cuaderno de Fran Kafka conservado en la Biblioteca Nacional de Israel


martes, 20 de octubre de 2020

7 perlas de otoño

             

         Nadie puede esperar el ser comprendido antes de que los demás hayan aprendido la lengua que él habla.

Fernando Pessoa: Álvaro de Campos

 

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            El mundo es de quien nace para conquistarlo, y no del que sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.

Fernando Pessoa: Álvaro de Campos

 

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            Somos capaces de sentir con cada parte de nuestro cuerpo. Quisiéramos poder pensar de esa manera.

Erika Martínez

 

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            Los fanáticos son estúpidos que se tropezaron con una convicción.

León Molina

 

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            Las estrellas no precisan de los hombres para existir; pero sin los hombres no serían estrellas.

Manuel Neila

 

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            Con la primera mentira acaba la infancia, con la primera nostalgia comienza la vejez.

Mario Pérez Antolín.

 

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            El fracaso comienza el día en que se empieza a perseguir el éxito.

Manuel Neila

 

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jueves, 15 de octubre de 2020

Retratos de amantes (XLII)

En un salón de hombres, es decir, en una sala de fumar contigua a un elegante garito, cuatro hombres fumaban y bebían. No eran precisamente ni jóvenes ni viejos, ni guapos ni feos; pero viejos o jóvenes, tenían esa distinción reconocible en los veteranos de la alegría, ese indescriptible no sé qué, esa tristeza fría y burlona que dice claramente: “Hemos vivido intensamente, y buscamos algo que podamos amar y valorar”.

Uno de ellos sacó conversación sobre las mujeres. Hubiese parecido mejor filósofo si no hubiera hablado, pero hay gentes con carácter que después de beber no desdeñan las conversaciones banales. Se las escucha entonces como quien oye música de baile.

“Todos los hombres, decía, han tenido la edad del Querubín: es la época en que, a falta de dríades, abrazamos sin ascos el tronco de una encina. Es el primer grado del amor. En el segundo grado empezamos a elegir. Poder deliberar es ya una decadencia. Es entonces cuando buscamos decididamente la belleza. Yo, señores, estoy orgulloso de haber llegado hace tiempo a la edad climatérica del tercer grado, donde la belleza misma no basta si no está sazonada por el perfume, las ropas, etcétera. Confesaría incluso que a veces aspiro, como a una felicidad desconocida, a un cierto cuarto grado que debe marcar la calma absoluta. Pero, durante toda mi vida, excepto en la edad del Querubín, he sido más sensible que nadie a la enervante tontería, a la irritante mediocridad de las mujeres. Lo que me gusta sobre todo de los animales es su candor. Juzgad, pues, lo que he debido de sufrir con mi última amante.

Era la bastarda de un príncipe. Bella, por supuesto; si no, ¿por qué la iba a tomar? Pero estropeaba esta gran cualidad con una ambición malsana y deforme. Era una mujer que siempre quería ser el hombre. “¡Tú no eres un hombre!” ¡Ah, si yo fuera un hombre! ¡De nosotros dos, yo soy el hombre!” Tales eran los insoportables estribillos que salían de aquella boca de la que yo solo hubiera querido ver volar canciones. A apropósito de un libro, de un poema, de una ópera por la que yo mostraba mi admiración: “¿Tú crees que es bueno?, decía ella inmediatamente, ¿qué sabrás tú qué es lo bueno?, argumentaba.

Un buen día se interesó por la química; de manera que entre mi boca y la suya encontré en adelante una máscara de cristal. A pesar de todo, era muy mojigata. Si alguna vez me acercaba a ella con un gesto demasiado amoroso, convulsionaba como una sensible violada…

—¿Cómo acabó aquello?, preguntó uno de los otros tres. No te hacía tan paciente.

—Dios, le contestó, encontró el remedio al mal. Un día encontré a aquella Minerva, hambrienta de fuerza ideal, a solas con mi criado, y en una situación que me obligó a retirarme discretamente para no hacerlos enrojecer. Por la noche los despedí a los dos, pagándoles lo que les debía.

—En cuanto a mí, continuó el que había interrumpido, solo puedo quejarme de mí mismo. La felicidad vino a vivir en mi casa y yo no la reconocí. Últimamente, el destino me había concedido la alegría de la mujer más dulce, más sumisa y la más devota de las criaturas, ¡y siempre dispuesta! ¡y sin entusiasmo! “Claro que quiero, si a ti te agrada”. Era su respuesta habitual. Si le dieras bastonazos a esa pared o a este sillón, sacarías de ellos más suspiros que del pecho de mi amante los arrebatos del amor más frenético. Tras un año de vida en común, me confesó que nunca había conocido el placer. Me disgustaba ese duelo desigual, y aquella muchacha incomparable se casó. Tuve más tarde la fantasía de volver a verla y ella me dijo, mostrándome seis hermosos niños: “Y bien, mi querido amigo, la esposa es aún tan virgen como lo era vuestra amante”. Nada había cambiado en aquella persona. Algunas veces la echo de menos, me tendría que haber casado con ella.

Los otros se echaron a reír, y un tercero dijo a su vez:

—Señores, yo he conocido alegrías que quizá tengáis olvidadas. Os hablaré de lo cómico en el amor, y de una comicidad que no excluye la admiración. Yo admiré a mi última amante más de lo que vosotros, creo, habéis podido odiar o amar a las vuestras. Y todo el mundo la admiraba tanto como yo. Cuando entrábamos en un restaurante, al cabo de unos minutos la gente se olvidaba de comer por contemplarla. Los mismos camareros y la señora del mostrador compartían ese éxtasis contagioso hasta el punto de olvidar sus quehaceres. Resumiendo, he convivido un tiempo con un fenómeno viviente. Ella comía, masticaba, trituraba, devoraba, tragaba, pero del modo más ligero y despreocupado del mundo. Me tuvo así largo tiempo extasiado. Tenía una forma dulce, soñadora, inglesa y novelesca de decir: “¡Tengo hambre!” Y repetía estas palabras mañana y noche mostrando los más bonitos dientes del mundo, que os habrían enternecido y divertido a la vez. Habría podido hacer mi fortuna enseñándola en las ferias como monstruo polífago. La alimentaba bien, y sin embargo me abandonó…

—¿Por un abastecedor de víveres, sin duda?

—Algo parecido, una especie de empleado de intendencia, que con un toque de su varita solo por él conocido, lograba para esta pobre muchacha la ración de varios soldados. Al menos, es lo que yo he supuesto.

—Yo, dijo el cuarto—, he soportado sufrimientos atroces por lo contrario de lo que se le reprocha en general a la egoísta hembra. ¡Creo que no habéis venido, muy afortunados mortales, a quejaros por las imperfecciones de vuestras amantes!

Esto fue dicho en un tono muy serio, por un hombre con aspecto dulce y relajado, con una fisonomía casi clerical, desgraciadamente iluminada por dos ojos de un gris claro, de esos ojos cuya mirada dice: “¡Quiero!” o “¡Es necesario!”, o bien “¡Jamás perdono!”

Si, nervioso como te conozco, G..., cobardes y superficiales como sois, vosotros dos, K. y J., os hubieseis emparejado con cierta mujer de mi conocimiento, habríais huido, o estaríais muertos. Yo he sobrevivido, como veis.  Imaginaos una persona incapaz de cometer un error de sentimiento o de cálculo; imaginaos una desoladora serenidad de carácter; una devoción sin comedia y sin énfasis; una dulzura sin debilidad; una energía sin violencia. La historia de mi amor se parece a un interminable viaje sobre una superficie pura y pulida como un espejo, vertiginosamente monótono, que reflejase todos mis sentimientos y mis gestos con la exactitud irónica de mi propia conciencia, de suerte que no pudiera permitirme un gesto o un sentimiento irracional sin percibir inmediatamente el reproche mudo de mi inseparable espectro. El amor se me representaba como una tutela. ¡Cuántas tonterías me ha impedido cometer, que ahora echo de menos no haber cometido!¡Cuántas deudas pagadas a mi pesar! Ella me privaba de todos los beneficios que habría podido sacar de mi locura personal. Con una fría e infranqueable regla, impedía todos mis caprichos. Para colmo de horrores, no exigía reconocimiento, una vez pasado el peligro. Cuántas veces me he contenido para no saltarle al cuello gritándole: “¡Sé imperfecta, miserable, para que pueda amarte sin malestar y sin cólera!” Durante varios años la he admirado con el corazón lleno de odio. Finalmente, no soy yo quien está muerto.

—¡Ah!, dijeron los otros, ¿entonces ella está muerta?

—¡Sí!, aquello no podía continuar así. El amor se me había convertido en una pesadilla agobiante. ¡Vencer o morir, como dice la Política, tal era la alternativa que me imponía el destino! Una noche, en un bosque… a orillas de una laguna…, tras un melancólico paseo en que sus ojos, los de ella, reflejaban la dulzura del cielo, y donde mi corazón, el mío, estaba crispado como el infierno…

—¡Qué!

—¡Cómo!

—¡Qué quieres decir?

—Era inevitable. Tengo demasiado sentimiento de la justicia para golpear, ultrajar o despedir a un servidor irreprochable. Pero hacía falta conjugar este sentimiento con el horror que este ser me inspiraba; desembarazarme de él sin faltarle el respeto. ¿Qué queríais que hiciese con ella, si era tan perfecta?

Los otros tres compañeros lo miraron vaga y ligeramente aturdidos, como si no lo comprendieran y como dando a entender que ellos no se sentían capaces de una acción tan rigurosa, aunque suficientemente justificada por otra parte.

Luego hicieron traer nuevas botellas, para matar el Tiempo que tiene la vida tan dura, y acelerar la Vida que pasa tan lentamente.




domingo, 11 de octubre de 2020

Deseo y realidad

 

        Flanqueado por el daguerrotipo de E. A. Poe hecho en Providence (Rhode Island), en noviembre de 1848, unos días después de su intento de suicidio con láudano; por un retrato de Sigmund Freud recostado en un ornado diván, un puro en la mano izquierda, mirando serio a la cámara tras los cristales redondos de las gafas, barba como algodón; y por el busto del filósofo Arthur Schopenhauer en 1859, un año antes de su muerte, impresionante el rostro, la mirada del viejo, sus crenchas blancas como alas en busca de ideas; acompañado arriba por la famosa imagen de Antonio Machado en el café de Las Salesas, y abajo por la fotografía de una pintada callejera en los días de mayo del 68 en París —Plutôt la vie—, posa para la posteridad el poeta Luis Cernuda.

       Desde el otoño de 1931 recorría Cernuda la geografía española con las Misiones Pedagógicas, una institución creada por el gobierno republicano para llevar cultura a la España rural. Estuvo encargado primero de la gestión —creación, selección de libros, envíos— de bibliotecas para pueblos y aldeas, luego se incorporó al Museo del Pueblo, un museo ambulante con copias de grandes obras de arte conservadas en el Prado, hechas por jóvenes pintores como Juan Bonafé, Eduardo Vicente o Ramón Gaya. La fotografía de mi Mondrian está tomada el 6 de agosto de 1935 a orillas del río Sil, en Villablino (León). Sentado en una piedra redondeada, el poeta viste ajustado jersey oscuro de manga corta y cuello con solapas, pantalón claro con cordoncillo en la costura lateral y zapatillas blancas, sin calcetines. Su postura es algo artificiosa, forzada —la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, el pie derecho, volandero, deja ver el tobillo—, las manos abiertas sobre la rodilla derecha sostienen un libro abierto, obra de nuestros clásicos, sin duda; el poeta, erguida la espalda mira hacia el libro simulando leer; el bigotito, la fina línea negra, apenas se le distingue, pero sí la raya perfecta que divide asimétricamente el cabello engominado y aplastado. La cara y los brazos bronceados por los baños, los soles y los aires libres del verano.

El primer poema de Cernuda que leí fue una traducción al francés de «Birds in the Nigth» hecha por Manuel Rubiales, nuestro profesor de Francés en la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba. Era un poema transgresor cuando se escribió en 1956, y lo seguía siendo en la España tardofranquista, cuando hubimos de restituirlo a su lengua original. Comenzaba entonces, o proseguía, en una ciudad como Córdoba, según veremos más adelante, la recuperación del poeta sevillano, cuyo nombre y figura eran los más desdibujados —solo el nombre y su muerte en el exilio conocía uno entonces—, de la Generación del 27, apareciendo en último lugar en la nómina del grupo, después de García Lorca, Alberti, Aleixandre, Salinas, Diego, Prados y Altolaguirre.

La crisis del petróleo, con subida galopante de los precios, el golpe de estado en Chile y la muerte de Salvador Allende, la guerra del Vietnam, Angela Davis, Patricia Hearst, las Brigadas Rojas, la Baader Meinhof, los tupamaros, los montoneros, las olimpiadas sangrientas de Munich, Londonderry, Septiembre Negro, ETA, el GRAPO, el FRAP, la contestación antifranquista y la represión policial, Carrero Blanco, la Plaza de Oriente, la ejecución de etarras, la agonía y muerte de Franco, dan idea de la temperatura social fuera y dentro de nuestro país, y explican la boga de ciertas corrientes artísticas en consonancia con las circunstancias del momento.

Tales circunstancias hicieron aflorar en España la literatura social y contestataria, la literatura comprometida, según la cual el escritor ha de ser portavoz de la mayoría silenciosa, silenciada, oprimida por el poder político y económico. Literatura de denuncia, heredera en parte de la poesía desarraigada y existencial de la posguerra. Se prefería al Blas de Otero comunista y combativo, no al poeta existencial de Redoble de conciencia y Ángel fieramente humano, que uno leía en las frágiles ediciones de Losada. Se buscaban los libros de Gabriel Celaya, especialmente los Cantos iberos, uno de cuyos poemas se convirtió en himno y norte: «La poesía es un arma cargada de futuro». Se reivindicaba y se cantaba al poeta soldado Miguel Hernández, al bueno de don Antonio Machado, por su vena jacobina y republicana, y se recitaba y representaba al Lorca más andalucista, el de los romances gitanos, Ignacio Sánchez Mejías y el cante flamenco.

En ese ambiente politizado de mediados de los setenta, entre mis 17 y mis 21 años, me encontré con aquel poema de Luis Cernuda, cuya lectura, ya en español, conmovió mis débiles cimientos personales y literarios: el poema hablaba abiertamente de la homosexualidad de sus dos protagonistas —Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron—; atacaba sin ambages la hipocresía social, resumía a la perfección la vida y obra de Verlaine y de Rimbaud, olvidado aquel, el maestro, y jaleado éste, el joven, como el no va más de la literatura —Poetas mozos de todos los países hablan mucho de él en sus provincias—; y tenía un final realmente epatante:


¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.


            Y dicho, escrito, el poema en una lengua y un tono llano, coloquial, nada “poético”, que poco tenía que ver con la retórica de sus compañeros de generación. Cernuda tenía una voz distinta.

            Al cabo de unos meses conocí a Fátima —menuda, tímida, tierna sonrisa—, que llevaba siempre, abrazado al pecho o en su bolso, un ejemplar de La realidad y el deseo en aquella edición con portada de color amarillo calabaza del Fondo de Cultura Económica. Enseguida tuve curiosidad. El título me sedujo desde el principio, porque yo mismo andaba en ese conflicto, en el deseo de amar y ser amado y la realidad de mi soledad, de escribir buenos versos y no aquellas composiciones patéticas y abstrusas que acababan quemadas o en la papelera, en el deseo de viajar y la realidad de mis exiguos medios económicos, de ser un tipo sociable, simpático y locuaz en lugar del reconcentrado y tímido que era, en el deseo de sentirme a gusto conmigo y la realidad de mi carácter simple y mi sentimiento de inferioridad. Difíciles años aquellos en lo personal. De búsqueda e insatisfacción, de aparentar normalidad cuando estaba en el pozo de la confusión. Años difíciles de deseo y de realidad. El único consuelo lo encontraba en la poesía —en Trilce, en algunos sonetos de Blas de Otero, en los versos atormentados de Poeta en Nueva York, en la voz ecuménica de Walt Whitman, en Antonio y Manuel Machado, en las novelas de Juan Goytisolo—, y en los discos de Leonard Cohen, Dylan, Lou Reed, Janis Joplin, Neil Young, John Denver, las primeras grabaciones de Bruce Springsteen, jazz de Nueva Orleans, música clásica, cantautores españoles…

            Acostumbrado a los escuetos volúmenes de poesía con una sola obra, aquel libro me atraía porque recogía buena parte de la creación de un poeta, pudiendo hacer así una lectura cronológica de su obra, cosa que solo había hecho hasta entonces con Antonio Machado. El poema favorito de Fátima era «El joven marino» —marcado en mi libro por un pétalo seco—, garrulo y ampuloso, en opinión del propio Cernuda, que me sorprendió por su extensión —era el segundo poema que leía de Cernuda— y me defraudó por cierta dificultad para seguirle el hilo.  Durante unos meses leímos y hablamos lacónicamente de muchos poemas de aquel libro, hasta que por un tiempo desaparecimos uno para el otro y me quedé con las ganas de leer el libro al completo. Busqué La realidad y el deseo en las librerías de la ciudad. Quería seguir leyendo a Cernuda en aquella misma edición, pero no la encontré, y hube de conformarme con un volumen publicado en septiembre de 1975 por Seix Barral, Invitación a la poesía, que conservo todavía y que acabo de releer para estas notas. Es una antología hecha por Carlos-Peregrín Otero, profesor español que conoció a Cernuda en el verano de 1960 en Los Ángeles, cuando el poeta dio unas conferencias durante los meses de junio y julio a cargo de la Universidad de California. La selección de poemas es cuantitativamente suficiente, aunque solo en la tercera parte sigue un criterio cronológico.

Por entonces había tomado la costumbre de leer fuera de casa, y no me refiero a las bibliotecas, que las frecuentaba, sino a plazas, jardines y tabernas de la ciudad. Recuerdo haber leído Los raros y otras obras de Rubén Darío en los Jardines de la Agricultura, a Zorrilla en los del Alcázar; a Ángel González en la plaza de la Magdalena, a Ricardo Molina en la Sociedad de Plateros de San Francisco, en una de las tabernas de la calle del Reloj y en diversos parajes de la Sierra. A Cernuda lo leí más de una mañana y de una tarde en la Alameda del Obispo, un lugar bien arbolado, tranquilo y sombreado, a orillas del Guadalquivir, pasado el puente de San Rafael. De aquellos días recuerdo especialmente «Vereda del cuco», uno de sus grandes poemas, bellísima reflexión sobre el deseo y la búsqueda del amor, sobre el descubrimiento y la asunción de la propia afectividad, sobre la experiencia amorosa —el amor como instancia trascendente, fuerza motora de la vida, de la belleza, de la luz—, con símbolos como el camino (la vereda, la senda oscura), la sed, la fuente, el agua, el goce amoroso (Oh tormento divino, Oh divino deleite) y oxímoros que nos llevan a San Juan de la Cruz: silencio sonoro, soledad poblada. El poema, escrito en Cambridge durante la primavera de 1944, era una honda lección de poesía. Y de pensamiento existencial. Un poema que parecía hablar también de mí, de aquellos días juveniles de búsqueda, de soledad y de errancia por la ciudad.

Esa distancia que aseguran quienes lo trataron, que Luis Cernuda marcaba ante los demás, esa campana de la timidez y de la protección de su intimidad —aunque su poesía es verdaderamente autobiográfica—, ese retraimiento en sus relaciones sociales, se trasladan a su poesía: no todo el que se acerca a su poesía lo acepta, lo comprende y termina frecuentándolo.

Cernuda es un poeta complejo. Salvo excepciones —«Los espinos», pese a su brevedad y elaborada sencillez, es un poema perfecto, líricamente claro para cualquiera que lo lea—, su poesía no suele entregarse a la primera lectura, exige una cierta asiduidad en el trato, porque la personal sintaxis del sentimiento y del pensamiento no suelen dejar la puerta abierta de par en par, sino que hemos de empujarla con suavidad para pasar a la clara y cálida estancia donde habita el alma del poeta. Lo que nos atrapa de Cernuda no es el borbotón, el torrente impetuoso, el pellizco o el duende de García Lorca, ese puñetazo que Kafka le exigía a la buena literatura, sino el paladeo meditativo, la morosa degustación, la reflexión en calma.

Otra de las dificultades, quizá sería más apropiado hablar de características, de muchos poemas de Cernuda es su extensión, que exige un plus de concentración y de mente clara en el lector. Aunque me confieso partidario de las “distancias cortas”, de las formas poéticas breves, he de reconocer que el poeta sevillano es un consumado maestro en el poema largo, como comprobamos en «La adoración de los magos» —Lo leo cada tarde del 5 de enero desde hace años—, en «Luis de Baviera escucha Lohengrin» —¿Quién se iba a perder esa escena de la película de Visconti?— o en «Lázaro», que va más allá, o más acá, del personaje bíblico, al recoger alegóricamente la propia experiencia del poeta en su nueva vida en otro país, en otra lengua.

Cultivó Luis Cernuda los grandes temas de la poesía universal —el tiempo, el paraíso perdido, la melancolía, el paisaje, la belleza, la soledad— pero ante todo es poeta amoroso, aunque en aquellos días universitarios de mediados de los setenta, el poeta oficial del amor en la Generación del 27 era Pedro Salinas, autor de La voz a ti debida, libro de cabecera en materia amorosa de mi generación. Sin embargo, Cernuda nos conmovía también con aquellas tremendas declaraciones: “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío”. O con ese poema que comienza con la expresión amorosa más simple del mundo:

 Te quiero. 

Te lo he dicho con el viento,
Jugueteando como animalillo en la arena
O iracundo como órgano impetuoso;

Te lo he dicho con el sol,
Que dora desnudos cuerpos juveniles
Y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,
Frentes melancólicas que sostienen el cielo,
Tristezas fugitivas;

Te lo he dicho con las plantas,
Leves criaturas transparentes
Que se cubren de rubor repentino;

Te lo he dicho con el agua,
Vida luminosa que vela un fondo de sombra;


Te lo he dicho con el miedo,
Te lo he dicho con la alegría,
Con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
Más allá de la vida,
Quiero decírtelo con la muerte;
Más allá del amor,
Quiero decírtelo con el olvido.

 ¿Qué poeta contemporáneo había hablado así del amor, con esa pasión, con tal sinceridad, con lengua tan sencilla?

En aquellos años finales de la dictadura, Cernuda era también leído en cuanto poeta de la diáspora republicana, autor de durísimos poemas críticos contra la madre patria, destruida por las desigualdades —madrastra que echa de sí a sus hijos—, y contra sus paisanos, gentes de viscerales sentimientos extremos, causantes del enfrentamiento y la ruina. Basta leer «Ser de Sansueña» o «A sus paisanos» para comprobar el rechazo y el resentimiento del poeta contra la España y los españoles de su tiempo.

Pasó uno la etapa cernudiana en su escritura, claro está, pero el resultado —el lenguaje— era demasiado evidente, y todos aquellos papeles acabaron Guadalquivir abajo camino del mar. Sí dejaron, años después, una huella permanente en la manera de entender el estilo, de usar la lengua, los poemas en prosa de Ocnos y de Variaciones sobre tema mexicano. Andaba ya uno en el empeño de sus diarios, muy fragmentarios aún, de recuperación de momentos de su infancia, y al leer el libro de Cernuda supo inmediatamente que eso era lo que buscaba: un lenguaje sencillo y literario a un tiempo, una prosa natural, sin excesos retóricos, como pronto descubrí que había ensayado Baudelaire siguiendo el ejemplo de Aloysius Bertrand en Gaspar de la noche: “¿Quién no ha soñado —se preguntaba el autor del Spleen de París en el prólogo— el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia?”

En homenaje a aquellas primeras lecturas cernudianas traigo aquí, sin añadir ni quitar tilde, dos apuntes que entonces anoté a lápiz en los espacios en blanco del libro, y que tenía completamente olvidados. La primera nota aparece tras «El otoño»: “El tú cernudiano es el yo. Autor distanciado de sí mismo, como si estuviera hablando de otro que da a conocer al lector. Éste, en los momentos de su máximo embebimiento por la obra, también es el tú.

Cernuda se distancia de sí mismo para llegar al yo de cada uno de nosotros. Ese es el signo de la calidad, como Cervantes, por un él, llega a cada uno de sus lectores”.

La segunda la encuentro después de «Mañanas de verano»: “Recuerdo de los grandes descubrimientos vitales de la infancia. Recuperación de unas emociones sublimes por lo que tienen de permanentes en el hombre; el encuentro puro con la vida pura. (Cada fragmento es todo un universo de la infancia recompuesto con la precisión verbal de un prodigioso poeta de la intimidad)”.

Como joven aprendiz de poeta, e independientemente de la moda social de entonces, la lectura de Cernuda —uno de los poetas de su grupo menos leídos, o conocidos, por el gran público lector, si es que puede hablarse de esa figura— era obligada por la calidad de su obra. Había también una segunda razón: vivía en la ciudad del grupo «Cántico», que ya en 1948 había publicado tres poemas de Cernuda en la revista de su mismo nombre, y que unos años después, en el otoño de 1955, le había dedicado un número completo de la misma. Qué menos que acercarse al poeta reivindicado por los poetas de nuestra ciudad.

Desde entonces viene el trato con el poeta sevillano, que nunca deja de sorprendernos con un verso, una estrofa, un poema que habíamos leído a la ligera, o que simplemente nos conmueve y emociona cada vez que lo leemos, como «Niño muerto» o «Atardecer en la catedral».

Solitario a su pesar; viviendo siempre —salvo unos meses en que montó “casa” en la calle Viriato de Madrid— en cuartos de pensiones, de residencias universitarias, de casas de conocidos o de amigos; ninguneado en sus comienzos por Guillén y Salinas, a quien iba dedicado Perfil del Aire, y por buena parte de la crítica oficial de su tiempo; atildado en su figura y en su lenguaje, exquisito en sus maneras, apasionado cuando el amor lo encontraba, de trato difícil con unos y afable con los menos, retraído, desencantado, Luis Cernuda encarna en su obra literaria y en su biografía la imagen romántica del poeta, un ser entregado a su destino —búsqueda del amor, de la belleza—, un solitario que asume su destino errante, como afirma en «Peregrino» (Desolación de la Quimera):



¿Volver? Vuelva el que tenga,
Tras largos años, tras un largo viaje,
Cansancio del camino y la codicia
De su tierra, su casa, sus amigos,
Del amor que al regreso fiel le espere.

Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,
Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo,
Sin hijo que te busque, como a Ulises,
Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.

Sigue, sigue adelante y no regreses,
Fiel hasta el fin del camino y tu vida,
No eches de menos un destino más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes no hollada,
Tus ojos frente a lo antes nunca visto.