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Ordesa
personifica la épica de la clase media de nuestro país, desde la España
desarrollista de los años sesenta hasta nuestros días, encarnada en la familia
del narrador: el padre, viajante de telas en pueblos de Aragón; ama de casa la
madre; licenciado él en Filología Hispánica, profesor de instituto una veintena
de años, divorciado y padre de dos hijos adolescentes que apenas mantienen
relación con él.
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Escrita en forma de
diario o de anotaciones más o menos extensas y no necesariamente ligadas por la
cronología —hay continuos saltos temporales—, la novela va hilando esa trama
compleja de los afectos familiares que incluye el amor, la admiración y el
rechazo, la sobreprotección, el descuido, la compasión y el dolor; también el
sentimiento de culpa por el tiempo perdido, por no haber aprovechado más los
momentos con los padres. En este plano de la intimidad, la lección moral que
extrae el protagonista, consecuencia de la actitud que él ha mantenido con los
suyos, es demoledora: “Que te espere alguien en algún sitio es el único sentido
de la vida, y el único éxito”. A él no lo espera nadie.
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La ejemplaridad de la vida del padre remite al viejo
concepto intrahistórico de Unamuno: “Conciencia de clase es lo que no debe
faltarnos nunca. Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo,
fundó una familia y murió”. Estamos ante la épica de la España anónima que
nace, trabaja y muere, ante unas vidas que no dejan rastro, antiheroicas, marcadas
por la derrota en lo personal y en lo social.
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En todo momento, con cualquier excusa —una fotografía
familiar, un armario heredado, los programas de televisión, un automóvil, el
alcohol, el piso donde vive— insiste el narrador en su conciencia de fracaso, en
su lamentable orfandad y soledad, en una visión patética de sí mismo, en un
melodramático regodeo nihilista que termina cansando al lector.
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