jueves, 29 de octubre de 2020

Fe de vidas (Cinco apuntes sobre "Ordesa")


No sé cuánta ficción hay en esta novela de Manuel Vilas, pero sí creo que hay mucha verdad, mucha historia vivida. Y eso se nota cuando al tiempo que se lee se adentra uno en la historia como un personaje más, pues se habla de momentos históricos o de emociones y sentimientos por los que también ha pasado. Me ocurre con algunas novelas de Antonio Muñoz Molina, de Manuel Rivas o de Julio Llamazares. Cualquiera que lea Ordesa también va escribiendo mentalmente la historia de la relación con sus padres. Si, además, hay cercanía generacional con el narrador, la lectura es mucho más intensa y creativa.

 

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            Ordesa personifica la épica de la clase media de nuestro país, desde la España desarrollista de los años sesenta hasta nuestros días, encarnada en la familia del narrador: el padre, viajante de telas en pueblos de Aragón; ama de casa la madre; licenciado él en Filología Hispánica, profesor de instituto una veintena de años, divorciado y padre de dos hijos adolescentes que apenas mantienen relación con él.

 

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            Escrita en forma de diario o de anotaciones más o menos extensas y no necesariamente ligadas por la cronología —hay continuos saltos temporales—, la novela va hilando esa trama compleja de los afectos familiares que incluye el amor, la admiración y el rechazo, la sobreprotección, el descuido, la compasión y el dolor; también el sentimiento de culpa por el tiempo perdido, por no haber aprovechado más los momentos con los padres. En este plano de la intimidad, la lección moral que extrae el protagonista, consecuencia de la actitud que él ha mantenido con los suyos, es demoledora: “Que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito”. A él no lo espera nadie.

  

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La ejemplaridad de la vida del padre remite al viejo concepto intrahistórico de Unamuno: “Conciencia de clase es lo que no debe faltarnos nunca. Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo, fundó una familia y murió”. Estamos ante la épica de la España anónima que nace, trabaja y muere, ante unas vidas que no dejan rastro, antiheroicas, marcadas por la derrota en lo personal y en lo social.

 

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En todo momento, con cualquier excusa —una fotografía familiar, un armario heredado, los programas de televisión, un automóvil, el alcohol, el piso donde vive— insiste el narrador en su conciencia de fracaso, en su lamentable orfandad y soledad, en una visión patética de sí mismo, en un melodramático regodeo nihilista que termina cansando al lector.

 

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