jueves, 15 de octubre de 2020

Retratos de amantes (XLII)

En un salón de hombres, es decir, en una sala de fumar contigua a un elegante garito, cuatro hombres fumaban y bebían. No eran precisamente ni jóvenes ni viejos, ni guapos ni feos; pero viejos o jóvenes, tenían esa distinción reconocible en los veteranos de la alegría, ese indescriptible no sé qué, esa tristeza fría y burlona que dice claramente: “Hemos vivido intensamente, y buscamos algo que podamos amar y valorar”.

Uno de ellos sacó conversación sobre las mujeres. Hubiese parecido mejor filósofo si no hubiera hablado, pero hay gentes con carácter que después de beber no desdeñan las conversaciones banales. Se las escucha entonces como quien oye música de baile.

“Todos los hombres, decía, han tenido la edad del Querubín: es la época en que, a falta de dríades, abrazamos sin ascos el tronco de una encina. Es el primer grado del amor. En el segundo grado empezamos a elegir. Poder deliberar es ya una decadencia. Es entonces cuando buscamos decididamente la belleza. Yo, señores, estoy orgulloso de haber llegado hace tiempo a la edad climatérica del tercer grado, donde la belleza misma no basta si no está sazonada por el perfume, las ropas, etcétera. Confesaría incluso que a veces aspiro, como a una felicidad desconocida, a un cierto cuarto grado que debe marcar la calma absoluta. Pero, durante toda mi vida, excepto en la edad del Querubín, he sido más sensible que nadie a la enervante tontería, a la irritante mediocridad de las mujeres. Lo que me gusta sobre todo de los animales es su candor. Juzgad, pues, lo que he debido de sufrir con mi última amante.

Era la bastarda de un príncipe. Bella, por supuesto; si no, ¿por qué la iba a tomar? Pero estropeaba esta gran cualidad con una ambición malsana y deforme. Era una mujer que siempre quería ser el hombre. “¡Tú no eres un hombre!” ¡Ah, si yo fuera un hombre! ¡De nosotros dos, yo soy el hombre!” Tales eran los insoportables estribillos que salían de aquella boca de la que yo solo hubiera querido ver volar canciones. A apropósito de un libro, de un poema, de una ópera por la que yo mostraba mi admiración: “¿Tú crees que es bueno?, decía ella inmediatamente, ¿qué sabrás tú qué es lo bueno?, argumentaba.

Un buen día se interesó por la química; de manera que entre mi boca y la suya encontré en adelante una máscara de cristal. A pesar de todo, era muy mojigata. Si alguna vez me acercaba a ella con un gesto demasiado amoroso, convulsionaba como una sensible violada…

—¿Cómo acabó aquello?, preguntó uno de los otros tres. No te hacía tan paciente.

—Dios, le contestó, encontró el remedio al mal. Un día encontré a aquella Minerva, hambrienta de fuerza ideal, a solas con mi criado, y en una situación que me obligó a retirarme discretamente para no hacerlos enrojecer. Por la noche los despedí a los dos, pagándoles lo que les debía.

—En cuanto a mí, continuó el que había interrumpido, solo puedo quejarme de mí mismo. La felicidad vino a vivir en mi casa y yo no la reconocí. Últimamente, el destino me había concedido la alegría de la mujer más dulce, más sumisa y la más devota de las criaturas, ¡y siempre dispuesta! ¡y sin entusiasmo! “Claro que quiero, si a ti te agrada”. Era su respuesta habitual. Si le dieras bastonazos a esa pared o a este sillón, sacarías de ellos más suspiros que del pecho de mi amante los arrebatos del amor más frenético. Tras un año de vida en común, me confesó que nunca había conocido el placer. Me disgustaba ese duelo desigual, y aquella muchacha incomparable se casó. Tuve más tarde la fantasía de volver a verla y ella me dijo, mostrándome seis hermosos niños: “Y bien, mi querido amigo, la esposa es aún tan virgen como lo era vuestra amante”. Nada había cambiado en aquella persona. Algunas veces la echo de menos, me tendría que haber casado con ella.

Los otros se echaron a reír, y un tercero dijo a su vez:

—Señores, yo he conocido alegrías que quizá tengáis olvidadas. Os hablaré de lo cómico en el amor, y de una comicidad que no excluye la admiración. Yo admiré a mi última amante más de lo que vosotros, creo, habéis podido odiar o amar a las vuestras. Y todo el mundo la admiraba tanto como yo. Cuando entrábamos en un restaurante, al cabo de unos minutos la gente se olvidaba de comer por contemplarla. Los mismos camareros y la señora del mostrador compartían ese éxtasis contagioso hasta el punto de olvidar sus quehaceres. Resumiendo, he convivido un tiempo con un fenómeno viviente. Ella comía, masticaba, trituraba, devoraba, tragaba, pero del modo más ligero y despreocupado del mundo. Me tuvo así largo tiempo extasiado. Tenía una forma dulce, soñadora, inglesa y novelesca de decir: “¡Tengo hambre!” Y repetía estas palabras mañana y noche mostrando los más bonitos dientes del mundo, que os habrían enternecido y divertido a la vez. Habría podido hacer mi fortuna enseñándola en las ferias como monstruo polífago. La alimentaba bien, y sin embargo me abandonó…

—¿Por un abastecedor de víveres, sin duda?

—Algo parecido, una especie de empleado de intendencia, que con un toque de su varita solo por él conocido, lograba para esta pobre muchacha la ración de varios soldados. Al menos, es lo que yo he supuesto.

—Yo, dijo el cuarto—, he soportado sufrimientos atroces por lo contrario de lo que se le reprocha en general a la egoísta hembra. ¡Creo que no habéis venido, muy afortunados mortales, a quejaros por las imperfecciones de vuestras amantes!

Esto fue dicho en un tono muy serio, por un hombre con aspecto dulce y relajado, con una fisonomía casi clerical, desgraciadamente iluminada por dos ojos de un gris claro, de esos ojos cuya mirada dice: “¡Quiero!” o “¡Es necesario!”, o bien “¡Jamás perdono!”

Si, nervioso como te conozco, G..., cobardes y superficiales como sois, vosotros dos, K. y J., os hubieseis emparejado con cierta mujer de mi conocimiento, habríais huido, o estaríais muertos. Yo he sobrevivido, como veis.  Imaginaos una persona incapaz de cometer un error de sentimiento o de cálculo; imaginaos una desoladora serenidad de carácter; una devoción sin comedia y sin énfasis; una dulzura sin debilidad; una energía sin violencia. La historia de mi amor se parece a un interminable viaje sobre una superficie pura y pulida como un espejo, vertiginosamente monótono, que reflejase todos mis sentimientos y mis gestos con la exactitud irónica de mi propia conciencia, de suerte que no pudiera permitirme un gesto o un sentimiento irracional sin percibir inmediatamente el reproche mudo de mi inseparable espectro. El amor se me representaba como una tutela. ¡Cuántas tonterías me ha impedido cometer, que ahora echo de menos no haber cometido!¡Cuántas deudas pagadas a mi pesar! Ella me privaba de todos los beneficios que habría podido sacar de mi locura personal. Con una fría e infranqueable regla, impedía todos mis caprichos. Para colmo de horrores, no exigía reconocimiento, una vez pasado el peligro. Cuántas veces me he contenido para no saltarle al cuello gritándole: “¡Sé imperfecta, miserable, para que pueda amarte sin malestar y sin cólera!” Durante varios años la he admirado con el corazón lleno de odio. Finalmente, no soy yo quien está muerto.

—¡Ah!, dijeron los otros, ¿entonces ella está muerta?

—¡Sí!, aquello no podía continuar así. El amor se me había convertido en una pesadilla agobiante. ¡Vencer o morir, como dice la Política, tal era la alternativa que me imponía el destino! Una noche, en un bosque… a orillas de una laguna…, tras un melancólico paseo en que sus ojos, los de ella, reflejaban la dulzura del cielo, y donde mi corazón, el mío, estaba crispado como el infierno…

—¡Qué!

—¡Cómo!

—¡Qué quieres decir?

—Era inevitable. Tengo demasiado sentimiento de la justicia para golpear, ultrajar o despedir a un servidor irreprochable. Pero hacía falta conjugar este sentimiento con el horror que este ser me inspiraba; desembarazarme de él sin faltarle el respeto. ¿Qué queríais que hiciese con ella, si era tan perfecta?

Los otros tres compañeros lo miraron vaga y ligeramente aturdidos, como si no lo comprendieran y como dando a entender que ellos no se sentían capaces de una acción tan rigurosa, aunque suficientemente justificada por otra parte.

Luego hicieron traer nuevas botellas, para matar el Tiempo que tiene la vida tan dura, y acelerar la Vida que pasa tan lentamente.




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