domingo, 27 de septiembre de 2020

El oficio

Escribir es tarea de insatisfechos. Juan Ramón Jiménez decía que el último día de su vida le gustaría reescribir toda su Obra. Era su manera de entender la literatura: fresca, recién nacida.

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Detenerse. Observar. Adentrarse en la cara oculta de la realidad y llegar a su ser último y primero. Descifrar acaso el símbolo.

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Palabras que me digan. 

Signos que me traduzcan. 

Raíces de mis sueños.

Semillas de mi ser.

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Escribir es compartir. Quien escribe y no comparte no sabe qué es lo uno ni lo otro. El onanismo literario a nada conduce porque a nadie llega. Escribir es ser los otros.

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Meter vida —propia, ajena— en cada palabra, en cada verso.

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Escribir es una manera de resistir, de ser rebelde, de sentirse vivo, con capacidad de asumir y de aprender. Una manera de buscar la utopía.

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Acuérdate de Cervantes: persevera y escribe.

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El verso es luz, aurora del ser.

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Somos puro tiempo. Puto tiempo.

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viernes, 25 de septiembre de 2020

Expreso del Suroeste

Cuatro de la madrugada. Luces mortecinas en el andén. El brillo mate de los raíles. El reloj colgante. El nombre de tu ciudad con grandes letras en la pared. Los bultos de algunos viajeros en los bancos. Otros de pie junto a sus equipajes. A un extremo y otro de la estación, frente a ti, más allá de las vías, la noche. Como en un sueño, como si en el mundo solo existiera aquella pequeña estación mal iluminada en medio de un desierto de oscuridad.

Subes al vagón. Huele a hierro. A tabaco. A sueños perdidos.

Te duermes enseguida y despiertas muy lejos, ya bien amanecido, en una estación desconocida de otra provincia.

Se mueve el tren de nuevo, muy despacio. Al otro lado de las vías, en un parque donde amarillean y caen a la tierra las primeras hojas, a la luz clara y limpia de la mañana de otoño camina abrazada una pareja. Se detienen un momento. Se besan. Se miran a la cara. Se dicen cosas. Ríen. Vuelven a besarse y siguen caminando en su abrazo. Los dejas atrás, pero contigo van ya para siempre, estampa viva del amor y del contento, como tú nunca has visto en tus padres, ni imaginado siquiera. Viva también hasta hoy la emoción que brincaba en tu pecho, la felicidad que inundó tus ojos ante aquellos anónimos amantes, ajenos en su dicha al niño que miraba desde la ventanilla de un tren y celebra ahora, al cabo de tantos años, aquel regalo, aquel amor en la mañana de octubre.

          Tenías nueve años. Tu primer viaje en tren. 


jueves, 17 de septiembre de 2020

¿Entender un poema?

Recuerdo el asombro con que recibimos las explicaciones de la profesora de Literatura después de que un compañero leyera en voz alta las primeras estrofas de la Fábula de Polifemo y Galatea, y ninguno de nosotros supiese explicar sobre qué versaba aquella maraña de palabras que reconocíamos como del español, pero dispuestas de tal manera que el sentido de los versos se nos hacía impenetrable. Estábamos en sexto curso de bachillerato y el latín que habíamos estudiado los dos años anteriores —hipérbatos, cultismos, mitología—, junto con la paráfrasis de la profesora, nos ayudó a ver cierta claridad en aquella tiniebla poética.

            En esos mismos meses, absolutamente, dramáticamente —porque de la más alta dicha, caía uno en la desolación y abatimiento más profundos—, platónicamente enamorado, había empezado a leer las rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, alguna de las cuales hice mías, pues recogían cabalmente, y líricamente, mi vivencia amorosa:


Hoy la tierra y los cielos me sonríen,

hoy llega al fondo de mi alma el sol,

hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado…,

¡hoy creo en Dios!

 

           Sin disgustarme los juegos gongorinos, a los que todavía acudo, prefería los versos becquerianos, que también sigo leyendo desde entonces. Los primeros exigen erudición, paciencia y lucidez mental en el momento de afrontarlos. Los segundos, en cambio, se asimilan con la mediación de emociones y sentimientos.

            Independientemente de la época histórica, los versos culteranos de don Luis de Góngora y los románticos de Bécquer representan dos modos divergentes de expresión poética y, por tanto, dos empeños con distinto norte: la poesía entendida como reflejo de la realidad exterior mediante la complejidad y la perfección formal, frente a la poesía entendida como efusión de la afectividad del yo.

Siempre ha habido poéticas de la artificiosidad y poéticas de la naturalidad, búsqueda consciente de las tinieblas y búsqueda de la luz, códigos restringidos y códigos abiertos. Unas veces, tales poéticas se separan, parecen antagónicas, y otras veces el sincretismo las une en una misma tendencia, como ocurre con Góngora y Bécquer: corriendo el tiempo, ambos coincidieron —influyeron— en corrientes poéticas modernas como el parnasianismo y el simbolismo, o en la de los modernistas hispanos, que a su vez habían asimilado ambas estéticas en París. Así perdura la tradición.

Valga como ilustración de esta pervivencia literaria —cultismo, hipérbaton, realidad exterior, vagaroso e intangible símbolo becqueriano— el caso de un soneto escrito por el poeta francés Stéphane Mallarmé, considerado el maestro y el superador del simbolismo, quien afirmaba que el poema no tenía que pintar la realidad, sino descubrir el efecto de esa realidad, no el objeto, sino el estado de ánimo que ese objeto produce. Difícil empeño en que el poeta naufraga sin remedio.

Reconozco que hay cierto tipo de poesía que no alcanzo a sentir. No digo entender palabra por palabra o verso a verso, sino hacerla emocionalmente mía. Es lo que me ocurre ante este famoso «soneto en ix» de Mallarmé. Va primero en su lengua original y luego en una traducción bastante literal. Elija el lector a su gusto, lea, acuda al diccionario de griego clásico, al de francés y al de español, consulte un manual de mitología, ordene y relacione adecuadamente las palabras, averigüe a qué septeto alude el último verso, y déjese llevar finalmente por la imaginación …

 

Ses purs ongles très haut dédiant leur onyx,

L’Angoisse, ce minuit, soutient, lampadophore,

Maint rêve vespéral brûlé par le Phénix

Que ne recueille pas de cinéraire amphore

 

Sur les crédences, au salon vide: nul ptyx,

Aboli bibelot d’inanité sonore,

(Car le Maître est allé puiser des pleurs au Styx

Avec ce seul objet dont le Néant s’honore.)

 

Mais proche la croisée au nord vacante, un or

Agonise selon peut-être le décor

Des licornes ruant du feu contre une nixe,

 

Elle, défunte nue en le miroir, encor

Que, dans l’oubli fermé par le cadre, se fixe

De scintillations sitôt le septuor.

 

***

 

Sus puras uñas muy alto ofreciendo su ónice,

La Angustia, esta medianoche, sostiene, lampadófora,

Mucho sueño vesperal quemado por el Fénix

Que no recoge la cineraria ánfora.

 

Sobre las credencias, en el salón vacío: ninguna ptix,

Abolida figura de inanidad sonora,

(Pues el Dueño ha ido a beber llantos a la Estigia

Con este solo objeto cuya Nada se honra.)

 

Mas cerca la ventana al norte vacante, un oro

Agoniza según quizá el decorado

De los unicornios arrojando fuego contra una ondina,

 

Ella, difunta desnuda en el espejo, por más

Que, en el olvido cerrado por el cuadro, se fije

De centelleos pronto el septeto.

martes, 8 de septiembre de 2020

Rosa, ae


Consumado ya el sueño,
marchito el esplendor y sus fragancias,
se resiste la rosa
a morir en el vaso.

En callado combate contra el tiempo
y su invisible saeta,
uno a uno sucumben los pétalos
y vuelan a la tierra.

Cumplido ya el hado,
delicados despojos,
deslustrada moneda
semejan, calderilla
que el poeta recoge
y celebra en sus versos:


Oh efímera gloria,
caídas hojas de la juventud.

Canción de San Juan

Noche azul
de junio
de brisa y
ventanas
abiertas
de luna
de estrellas
Tranquilo
estoy
de brisa
de noche
de junio
Pienso en
ti mi amor
soy brisa y
te acaricio
sueño
en tus sueños
junio
en tu cuerpo
Por las ventanas
vuelan y
salen las brisas
con su azul
y su luna y
sus estrellas
Con tus sueños
Con mis besos

Pasa agosto











Pasa agosto.
Cumple el verano sus ritos
de ocio y de calor.

Una mañana descubres
el frío en lo azul del cielo
y miras extraño a tu alrededor,
y comprendes que ya no es necesario
un árbol que te acoja en su sombra.

Ya no arde el sol en tu piel.

Pasa el verano.
Se cumple el rito.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Uno de la basca


Fotografía: Ouka Leele
La mayoría de quienes andaban por la veintena en noviembre del 75, estaban en la movida, pero unos más que otros. Es el caso de Javier Romero Romero, Chavierre.
Hijo único de Josefina y de Norberto, ambos maestros nacionales, Javier Romero nació en Torrecampo en febrero de 1954. Finalizada su educación primaria en el pueblo, sus padres lo envían al internado «La Asunción», de Córdoba, y matricula en el instituto «Séneca», donde cursó brillantemente el bachillerato elemental y el superior. Finalizado el curso preuniversitario, en septiembre de 1971 Chavierre marcha a Madrid para hacer estudios de Derecho en la Complutense. Entra entonces en contacto con peceros, troskos, maoístas y anarcos en clandestinidad, que le abren los ojos respecto a la dictadura y al compromiso político, pero que pronto abandona estos círculos porque ha descubierto su verdadera vocación —los versos, las canciones—, y ha decidido vivir abiertamente su homosexualidad. En los tres primeros cursos asiste regularmente a las clases, pero a partir de la primavera del 76 cambió las aulas por bares y garitos underground de Malasaña, como La Vaquería de la calle Libertad, El Armadillo, y estuvo en la trastienda de la publicación de fanzines de efímera trayectoria —Hecho en Malasaña, Pelikan, La novia de Nietzsche— y revistas de mayor trascendencia como La pluma eléctrica o La Luna. Fue cantante ocasional en grupos que no llegarían a cuajar, como «No», «Pirañas suburbanas» o «Merkader», para los que escribió Con flores de María, Blanca y radiante o Los cigarritos de la risa y otras canciones festivas que le dieron cierta notoriedad en el mundillo contracultural. Como tantos jóvenes de su generación, Chavierre fue genuina encarnación del desencanto transicional, consecuencia de la implantación de una monarquía, del pacto por el olvido y de la pervivencia de la larga sombra del franquismo en las filas de los partidos de centro y derecha. El comienzo de los ochenta lo encontró con los estudios sin terminar, viviendo de trabajos esporádicos como camarero o relaciones públicas, y en trapicheos con conocidos traficantes del barrio, la noche malasañera lo engulló con sus halagos y pronto entró en un dramático proceso de autodestrucción que le provocó la muerte por sobredosis una tarde de finales de febrero de 1984.
            En 1978 publica su primer libro, Fragmentos de exterior (Ediciones Libertad, Madrid), una suma de textos breves a modo de teselas, en prosa y en verso, sobre lugares y tipos del Madrid de la época, en un lenguaje coloquial, callejero, de sorprendente expresividad. Su segunda obra, Cancionero de Malasaña (Editorial Fluidos, Madrid, 1983) recoge cerca de 40 composiciones para diferentes grupos musicales. Se conservan también, inéditos, seis cuadernos manuscritos, mezcla de agenda, diario íntimo, guía de bares, con recortes de prensa, críticas musicales, fragmentos en verso, proyectos editoriales y algunas fotografías.
              Ofrecemos aquí dos poemas de Sol negro, libro póstumo (Ediciones Inmediatas, Madrid, 1989) en el que da testimonio de su último año de vida, abismado ya en el mundo devastador de la heroína.

*
Canción número 3


El mundo es un cuerpo
que multiplica su voz
en los granos de arena de la memoria.
La canción del mar es antigua
como la espiral de los helechos
o la fragilidad de los lagartos.

La noche es un diamante negro
donde hierven blancas las sombras del paraíso,
donde las mariposas encuentran
la perfecta ecuación del vuelo y el vacío.
Arde la noche de neones.
Arde mi cuerpo y vuela más allá del dolor y del hastío,
más allá de los cristales rotos del día, 
más allá de los besos que no he dado,
más allá del fondo turbio de los vasos
y del humo cansado de los cigarrillos.

El mundo es un cuerpo
que multiplica mi voz
en los granos de arena de la memoria.
La canción del mar es antigua
como la espiral de los helechos
o la fragilidad de los lagartos.


*

Abismo y éxtasis

Un lamento de ojos ciegos
y palomas asesinadas por la sombra de los árboles,
un temblor de auroras negras,
de aullidos sepultados en el centro de la piedra,
un galope de caballos desbocados con crines de ceniza,
una dulce inyección de plomo.

Hierve la sangre en una tormenta de lunas rojas
y espumas soñolientas, en una sed de desierto,
como un invierno de metal disuelto por mis venas,
como una pleamar que me eleva
hasta las cúpulas donde las hormigas se transforman
en pájaros de nieve y alas de cristal.

Fluye en mi sangre un río de luz blanca
resuelta en vuelo de cometas y estrellas resplandecientes.
Todo mi cuerpo una rosa que se abre
para esparcir su perfume
por las calles sin sueño de la medianoche,
una inmensa ola de niebla azul,
una canción demasiado hermosa para ser verdad.