Fotografía: Ouka Leele |
La mayoría de quienes andaban por la veintena en noviembre del 75,
estaban en la movida, pero unos más que otros. Es el caso de Javier
Romero Romero, Chavierre.
Hijo único de Josefina y de Norberto, ambos maestros nacionales, Javier
Romero nació en Torrecampo en febrero de 1954. Finalizada su educación primaria
en el pueblo, sus padres lo envían al internado «La Asunción», de Córdoba, y
matricula en el instituto «Séneca», donde cursó brillantemente el bachillerato
elemental y el superior. Finalizado el curso preuniversitario, en septiembre de
1971 Chavierre marcha a Madrid para hacer estudios de Derecho en la
Complutense. Entra entonces en contacto con peceros, troskos, maoístas y
anarcos en clandestinidad, que le abren los ojos respecto a la dictadura y al
compromiso político, pero que pronto abandona estos círculos porque ha
descubierto su verdadera vocación —los versos, las canciones—, y ha decidido
vivir abiertamente su homosexualidad. En los tres primeros cursos asiste
regularmente a las clases, pero a partir de la primavera del 76 cambió las
aulas por bares y garitos underground de Malasaña, como La Vaquería de
la calle Libertad, El Armadillo, y estuvo en la trastienda de la publicación de
fanzines de efímera trayectoria —Hecho en Malasaña, Pelikan, La novia de
Nietzsche— y revistas de mayor trascendencia como La pluma eléctrica o
La Luna. Fue cantante ocasional en grupos que no llegarían a cuajar,
como «No», «Pirañas suburbanas» o «Merkader», para los que escribió Con
flores de María, Blanca y radiante o Los cigarritos de la risa
y otras canciones festivas que le dieron cierta notoriedad en el mundillo
contracultural. Como tantos jóvenes de su generación, Chavierre fue
genuina encarnación del desencanto transicional, consecuencia de la
implantación de una monarquía, del pacto por el olvido y de la pervivencia de
la larga sombra del franquismo en las filas de los partidos de centro y
derecha. El comienzo de los ochenta lo encontró con los estudios sin terminar,
viviendo de trabajos esporádicos como camarero o relaciones públicas, y en
trapicheos con conocidos traficantes del barrio, la noche malasañera lo engulló
con sus halagos y pronto entró en un dramático proceso de autodestrucción que
le provocó la muerte por sobredosis una tarde de finales de febrero de 1984.
En 1978 publica su primer libro, Fragmentos
de exterior (Ediciones Libertad, Madrid), una suma de textos breves a modo
de teselas, en prosa y en verso, sobre lugares y tipos del Madrid de la época,
en un lenguaje coloquial, callejero, de sorprendente expresividad. Su segunda
obra, Cancionero de Malasaña (Editorial Fluidos, Madrid, 1983) recoge
cerca de 40 composiciones para diferentes grupos musicales. Se conservan
también, inéditos, seis cuadernos manuscritos, mezcla de agenda, diario íntimo,
guía de bares, con recortes de prensa, críticas musicales, fragmentos en verso,
proyectos editoriales y algunas fotografías.
Ofrecemos aquí dos poemas de Sol negro, libro
póstumo (Ediciones Inmediatas, Madrid, 1989) en el que da testimonio de su
último año de vida, abismado ya en el mundo devastador de la heroína.
*
Canción número 3
El mundo es un cuerpo
que multiplica su voz
en los granos de arena de la memoria.
La canción del mar es antigua
como la espiral de los helechos
o la fragilidad de los lagartos.
La noche es un diamante negro
donde hierven blancas las sombras del paraíso,
donde las mariposas encuentran
la perfecta ecuación del vuelo y el vacío.
Arde la noche de neones.
Arde mi cuerpo y vuela más allá del dolor y del
hastío,
más allá de los cristales rotos del día,
más allá de los besos que no he dado,
más allá del fondo turbio de los vasos
y del humo cansado de los cigarrillos.
El mundo es un cuerpo
que multiplica mi voz
en los granos de arena de la memoria.
La canción del mar es antigua
como la espiral de los helechos
o la fragilidad de los lagartos.
*
Abismo y éxtasis
Un lamento de ojos ciegos
y palomas asesinadas por la sombra de los árboles,
un temblor de auroras negras,
de aullidos sepultados en el centro de la piedra,
un galope de caballos desbocados con crines de ceniza,
una dulce inyección de plomo.
Hierve la sangre en una tormenta de lunas rojas
y espumas soñolientas, en una sed de desierto,
como un invierno de metal disuelto por mis venas,
como una pleamar que me eleva
hasta las cúpulas donde las hormigas se transforman
en pájaros de nieve y alas de cristal.
Fluye en mi sangre un río de luz blanca
resuelta en vuelo de cometas y estrellas
resplandecientes.
Todo mi cuerpo una rosa que se abre
para esparcir su perfume
por las calles sin sueño de la medianoche,
una inmensa ola de niebla azul,
una canción demasiado hermosa para ser verdad.
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