Se decía él, mientras paseaba por un extenso
parque solitario: “¡Qué bella estaría en traje de fiesta, complicado y
fastuoso, bajando en una hermosa tarde los escalones de mármol de un palacio,
frente a grandes cuadros de césped y estanques! Porque ella, naturalmente,
tiene el aire de una princesa.”
Cuando
pasaba más adelante por una calle, se detuvo ante una tienda de grabados y al
encontrar en una carpeta una estampa con un paisaje tropical, se dijo: “¡No! No
es en un palacio donde quisiera poseer su amada vida. Allí no estaríamos en casa. Además, esas paredes recargadas
de oro no dejarían sitio para colgar su imagen; en esas solemnes galerías no
hay un rincón para la intimidad. Decididamente es aquí donde tendría que irme
para cultivar el sueño de mi vida.”
Y
analizando los detalles del grabado, proseguía mentalmente: “Junto al mar, una bonita
cabaña rodeada de todos esos árboles raros y relucientes cuyos hombres he
olvidado…, en el ambiente, un olor excitante, indefinible…, en la cabaña una intensa
fragancia a rosas y almizcle…, más lejos, al otro lado de nuestro dominio, unos
mástiles balanceados por la marea…, a nuestro alrededor, más allá de la
habitación iluminada por un luz rosa tamizada por las persianas, decorada con
esterillas frescas y con flores embriagadoras, con unos curiosos asientos de un rococó portugués
en madera pesada y oscura —donde ella descansaría tan relajada, tan bien
abanicada, fumando tabaco con un toque de opio—, más allá del porche, el
alboroto de los pájaros ebrios de luz y el parloteo de las negritas…, y por la
noche, para acompañar mis sueños, el canto lastimero de los árboles de música,
de los melancólicos filaos. Sí, ahí
está ciertamente el decorado que buscaba. ¿Qué iba a hacer yo en un palacio?”
Y
más tarde, cuando caminaba por una gran avenida, vio una posada limpita y dos
cabezas sonrientes que asomaban por una ventana alegrada por unas cortinas de
indiana multicolor. E inmediatamente: “Muy vagabundo —se dijo— tiene que ser mi
pensamiento para ir a buscar tan lejos lo que está tan cerca de mí. El placer y
la felicidad están en el primer albergue encontrado, en la posada del azar, tan
fecunda en voluptuosidades. Un buen fuego, una vajilla vistosa, una cena
pasable, un vino recio y una cama muy grande con sábanas ásperas, pero frescas;
¿qué mejor?”
Y
al entrar solo en su casa, a esa hora en que los consejos de la sabiduría no están
ya apagados ahogados por los zumbidos de la vida exterior, se dijo: “Hoy he
tenido, en sueños, tres domicilios en los que he encontrado idéntico placer.
¿Por qué obligar a mi cuerpo a cambiar de sitio si mi alma viaja con tanta facilidad?
¿Y para qué ejecutar proyectos, si el proyecto en sí ya es suficiente disfrute?
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E. Manet, Retrato de Jeanne Duval |