lunes, 15 de junio de 2020

Los beneficios de la luna


        
    La Luna, que es el capricho mismo, miró por la ventana mientras dormías en tu cuna, y se dijo: “Esta niña me gusta”.
            Y bajó suavemente su escalera de nubes y atravesó sin ruido los cristales. Luego se tendió sobre ti con la dulce ternura de una madre, y dejó sus colores en tu rostro. Tus pupilas siguieron verdes, y tus mejillas extraordinariamente pálidas. Al contemplar a aquella visitante, tus ojos se abrieron de extraña manera; y ella te apretó con tanta ternura la garganta que desde entonces has tenido ganas de llorar.
            Sin embargo, en la expansión de su alegría, la Luna ocupó toda la habitación como una atmosfera fosfórica, como un veneno luminoso; y toda aquella luz viva pensaba y decía: “Sufrirás por siempre la influencia de mi beso. Serás bella a mi manera. Amarás lo que yo amo y lo que me ama: el agua, las nubes, el silencio y la noche; el mar inmenso y verde, el agua informe y multiforme, el lugar donde no estarás, el amante que no conocerás, las flores monstruosas, los perfumes que hacen delirar, los gatos que se pasman sobre los pianos y que gimen como las mujeres, con una voz ronca y suave.
            Y serás amada por mis amantes, cortejada por mis cortesanos. Serás la reina de los hombres de los ojos verdes a quienes también he apretado la garganta en mis caricias nocturnas; de aquellos que aman el mar, la mar inmensa, tumultuosa y verde, el agua informe y multiforme, el lugar donde ellos no están, la mujer que no conocen, las flores siniestras que parecen incensarios de una religión desconocida, los perfumes que trastornan la voluntad, y los animales salvajes y voluptuosos que son los emblemas de su locura.
            Y por eso, maldita querida niña mimada, estoy ahora tendida a tus pies, buscando en toda tu persona el reflejo de la temida Divinidad, de la fatídica madrina, de la nodriza envenenadora de todos los lunáticos.

jueves, 11 de junio de 2020

Labordeta


Nos enteramos de la muerte de Labordeta cuando volvíamos de Málaga. Mientras el locutor desgranaba detalles de última hora, entoné espontáneamente unos versos de A varear la oliva y luego casi todo el milagro de Lamberto.

Oigo a Labordeta desde los primeros setenta.

Mientras conducía por los llanos de Antequera recordé la tarde del 87 en que lo llamé por teléfono para ver si podía actuar en la feria del libro. Eran las tiempos del Alef. No pudo ser, pero en el bulevar de Gran Capitán se oyó su voz gracias a una vieja cinta que todavía guardo; esa misma cinta en que los trasgos colaron el estribillo del Sufre mamón de los parchosos Hombres G tras la primera estrofa de la Carta a Lucinio.

Recordé también aquel libro que compré en Sevilla en junio del 74, Tribulatorio: una edición moderna, bien ideada y hecha, con facsímiles de poemas manuscritos e ilustraciones también novedosas. Como la época: el almirante Carrero Blanco ya había saltado por los aires y Franco tenía los días contados.

Esos eran los días de aquel libro de Labordeta y de mis dieciocho años: tiempos de Facultad, de tomar partido, de canción protesta en las tabernas y en el patio de los naranjos, de utopías, de amores callados y de versos a escondidas. Y aunque no compartía el pesimismo del autor, que me doblaba la edad, no sé cuantas veces leí aquel libro: el hombre de las canciones comprometidas era también un poeta desgarrado, con una infancia y una adolescencia, una juventud presente, una ciudad, un país, y un mundo, tristes, solitarios, dolorosos.

No sé si está escrita la historia sentimental y política de mi generación, si José Antonio Labordeta tiene el capítulo que se merece. No fue el único, cierto, pero sí uno de los imprescindibles. No es momento aquí de hacer recuento de cantautores y grupos —Paco Ibáñez, Aguaviva, Nuestro Pequeño Mundo fueron para mí los primeros— que abrieron ventanas y sacaron al sol y al aire de aquellos años ideas y principios de izquierda, valores y actitudes progresistas a los que nos apuntamos tantos adolescentes y jóvenes de mi generación.

Ha habido —nunca faltan— defecciones; otros seguimos, convencidos, utópicos, en el tajo. Mueren los hombres, pero queda su voz en una canción, en un grito de protesta, en una denuncia, en unas palabras de amor, en un himno a la esperanza. A la tierra. A la verdad y a la honestidad. A la libertad.

No, no estuve en sus clases del instituto, pero es uno de mis maestros.

A varear la oliva

Otra Odisea



         Con Penélope y las doce criadas, la escritora canadiense Margaret Atwood nos ofrece una valiente interpretación del mito de Penélope, que confirma una vez más aquello de no ser oro todo lo que reluce, pues la imagen que la protagonista nos ofrece de sí misma y de su famoso marido se aparta claramente de la que se desprende de una simple lectura de la Odisea.
            Nos sorprenden, de entrada, un lenguaje y un punto de vista narrativos radicalmente distintos, contrarios,  al mundo heroico: frente a la visión mítica, enaltecedora, y al elevado estilo arcaizante, ennoblecedor, de Homero, nos encontramos  una lengua llana y una visión a ras de tierra, que contribuyen al proceso de humanización —por desmitificación— de los hechos y de los personajes.
            Escrita en la primera persona de Penélope y de doce de sus criadas, instaladas todas en la atemporalidad del prado de los asfódelos, en el Hades, la obra actúa como resumen sui generis, como crónica personal —desenfadada, desprovista de toda intención mitificante, con afilado humor— de los sucesos narrados en la obra de Homero, desde el rapto de la bella Helena, los problemas de Penélope con su suegra o con su hijo adolescente, hasta el regreso de Odiseo y el restablecimiento del orden en Ítaca.
            Una lectura perfecta —aviva el ánimo, lo divierte y lo llena de energía positiva— para estas largas tardes de verano pandémico. Si, además, nos sirve de acicate para embarcarnos en la lectura de la Odisea, mejor que mejor.