Con Penélope y
las doce criadas, la escritora canadiense Margaret Atwood nos ofrece una
valiente interpretación del mito de Penélope, que confirma una vez más aquello
de no ser oro todo lo que reluce, pues la imagen que la protagonista nos ofrece
de sí misma y de su famoso marido se aparta claramente de la que se desprende
de una simple lectura de la Odisea.
Nos
sorprenden, de entrada, un lenguaje y un punto de vista narrativos radicalmente
distintos, contrarios, al mundo heroico:
frente a la visión mítica, enaltecedora, y al elevado estilo arcaizante,
ennoblecedor, de Homero, nos encontramos
una lengua llana y una visión a ras de tierra, que contribuyen al
proceso de humanización —por desmitificación— de los hechos y de los personajes.
Escrita
en la primera persona de Penélope y de doce de sus criadas, instaladas todas en
la atemporalidad del prado de los asfódelos, en el Hades, la obra actúa como
resumen sui generis, como crónica
personal —desenfadada, desprovista de toda intención mitificante, con afilado
humor— de los sucesos narrados en la obra de Homero, desde el rapto de la bella
Helena, los problemas de Penélope con su suegra o con su hijo adolescente,
hasta el regreso de Odiseo y el restablecimiento del orden en Ítaca.
Una
lectura perfecta —aviva el ánimo, lo divierte y lo llena de energía positiva—
para estas largas tardes de verano pandémico. Si, además, nos sirve de acicate
para embarcarnos en la lectura de la Odisea,
mejor que mejor.
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