Nos enteramos de la muerte de Labordeta cuando volvíamos de Málaga. Mientras el locutor desgranaba detalles de última hora, entoné espontáneamente unos versos de A varear la oliva y luego casi todo el milagro de Lamberto.
Oigo a Labordeta desde los primeros setenta.
Mientras conducía por los llanos de Antequera recordé la tarde del 87 en que lo llamé por teléfono para ver si podía actuar en la feria del libro. Eran las tiempos del Alef. No pudo ser, pero en el bulevar de Gran Capitán se oyó su voz gracias a una vieja cinta que todavía guardo; esa misma cinta en que los trasgos colaron el estribillo del Sufre mamón de los parchosos Hombres G tras la primera estrofa de la Carta a Lucinio.
Recordé también aquel libro que compré en Sevilla en junio del 74, Tribulatorio: una edición moderna, bien ideada y hecha, con facsímiles de poemas manuscritos e ilustraciones también novedosas. Como la época: el almirante Carrero Blanco ya había saltado por los aires y Franco tenía los días contados.
Esos eran los días de aquel libro de Labordeta y de mis dieciocho años: tiempos de Facultad, de tomar partido, de canción protesta en las tabernas y en el patio de los naranjos, de utopías, de amores callados y de versos a escondidas. Y aunque no compartía el pesimismo del autor, que me doblaba la edad, no sé cuantas veces leí aquel libro: el hombre de las canciones comprometidas era también un poeta desgarrado, con una infancia y una adolescencia, una juventud presente, una ciudad, un país, y un mundo, tristes, solitarios, dolorosos.
No sé si está escrita la historia sentimental y política de mi generación, si José Antonio Labordeta tiene el capítulo que se merece. No fue el único, cierto, pero sí uno de los imprescindibles. No es momento aquí de hacer recuento de cantautores y grupos —Paco Ibáñez, Aguaviva, Nuestro Pequeño Mundo fueron para mí los primeros— que abrieron ventanas y sacaron al sol y al aire de aquellos años ideas y principios de izquierda, valores y actitudes progresistas a los que nos apuntamos tantos adolescentes y jóvenes de mi generación.
Ha habido —nunca faltan— defecciones; otros seguimos, convencidos, utópicos, en el tajo. Mueren los hombres, pero queda su voz en una canción, en un grito de protesta, en una denuncia, en unas palabras de amor, en un himno a la esperanza. A la tierra. A la verdad y a la honestidad. A la libertad.
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