Es una de esas extrañas imágenes de infancia que nunca olvidaré;
una imagen que no dudo haber visto, que no he inventado ni deformado
con el paso del tiempo, y que solo de mayor entendí en toda su
extensión. Y en todo su horror. La primera vez que la vi era niño,
aunque ya en transición. Me llamó la atención el titular y la
fotografía en blanco y negro que luego he visto muchas veces.
Apareció al menos dos años seguidos, por las mismas fechas, lo
recuerdo porque el segundo año que la vi recordé haberla leído el
año anterior, en una sección de la revista ¡Hola!
llamada algo así como «Mundo
gráfico» o «Noticias gráficas», en
la que aparecían fotografías curiosas de todo el mundo con un breve
comentario. Un
prisionero solitario, una
cárcel entera para
él, cadena perpetua. Nada se
decía de los motivos por los que aquel hombre de pobladas cejas
había acabado en una prisión
alemana custodiada
por tropas internacionales. Luego supe quién había sido, qué leyes
había firmado y qué atrocidades consentido. La
prisión estaba en la ciudad alemana de Spandau. El prisionero,
Rudolf Hess, apareció ahorcado el 17 de agosto de 1987. Para
entonces ya tenía uno plena
conciencia del horror de los
campos nazis.
En
la primera página de Los
hundidos y los salvados recoge
Primo Levi un fragmento
de las memorias de Simon Wiesenthal, donde éste
recuerda lo que los soldados
de las SS decían a los prisioneros: “De cualquier manera que
termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado;
ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno
lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas,
discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá
haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las
pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de
vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que
contáis son demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son
exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros, que
lo negaremos todo, no a vosotros. La historia del Lager, seremos
nosotros quien la escriba”.
Pero
los nazis se equivocaron. Por
mucho que hacia el final de
la guerra quisieron eliminar
las huellas de sus
atrocidades, a pesar del no querer saber del pueblo alemán, por
encima del negacionismo, ha llegado hasta nuestros días el
testimonio de quienes pasaron por esos campos de la muerte y tuvieron
la suerte de sobrevivir para contarlo. A través de la literatura y
del cine, de la investigación y la publicación de documentos de la
época, con ayuda incluso de la pintura y de la música, o de los
restos arquitectónicos, hemos podido acercarnos al
espanto de
los campos de concentración,
hacernos una idea del
sufrimiento de las víctimas y comprobar
el grado de abyección y
crueldad a que es capaz de llegar el ser humano con
sus semejantes. Rudolf
Hess fue uno de los artífices de aquella monstruosidad,
sobre la que Primo Levi afirma: “En
ningún otro lugar o tiempo se ha asistido a un fenómeno tan
imprevisto y tan complejo: nunca han sido extinguidas tantas vidas
humanas en tan poco tiempo ni con una combinación tan lúcida de
ingenio tecnológico, fanatismo y crueldad”.
A
esa perversa trilogía que alimentó la
guerra y el genocidio
—fanatismo, crueldad, tecnología— hemos
de añadir la maquinaria administrativa del Tercer Reich, la
implacable burocracia nazi,
que generó millones y
millones de documentos extraordinarios—informes
de personas y familias,
inventarios de bienes, documentos de identidad, pasaportes y
salvoconductos, registros de producción de armamento, certificados
de “ariedad”, informes de espionaje y contraespionaje, sentencias
judiciales...—, ese
prurito, en fin, propio de
una organización estatal rigurosamente jerarquizada, de
dejar constancia escrita, de
archivar papeles, que no
llegaron a desaparecer y sirvieron para sacar a la luz la
realidad de los millones de víctimas de la locura hitleriana.
Gracias
a esa “burocracia de la muerte” hoy podemos consultar las listas
de prisioneros (italianos, españoles, portugueses, austríacos,
yugoslavos, rusos, franceses) transportados en el
convoy que parte de
Fallingbostel, en el norte de Alemania, el
25 de enero de 1941 y llega dos días más tarde a Mauthausen,
en el
que iba Eusebio
Crespo Díaz;
conocer
el historial de prisiones y campos por los que pasó Casimiro
Romero Estrella
antes de morir en Gusen el 12
de julio
de 1941,
a las 12
de
la mañana; buscar en la lista de prisioneros hechos por el ejército
alemán al
nordeste
de Francia en
octubre de 1940, el nombre de Juan Romero Arroyo; saber
en qué consistió la «Operacion Porto», en la que Rufo López
Romero fue detenido por la Gestapo; comprobar que Antonio Romero
Rísquez pasó por el campo de Le Vernet de Ariège
(sur de Francia), antes de ser deportado
a
Mauthausen; o de felicitarnos
por la larga vida de Juan Romero Romero después de pasar cuatro
años en ese
mismo
campo.
Parte
de esa ingente burocracia del
exterminio —el monstruo nazi había crecido demasiado y fue
imposible borrar todas sus huellas— son
los documentos referidos a los seis vecinos de Torrecampo
mencionados, que he consultado estos días. A pesar de estar ante
copias digitales de dichos documentos, siente uno tristeza y dolor
profundos (por
la muerte de tres de
ellos en Mauthausen-Gusen y
por las penalidades que hubieron de soportar los supervivientes),
al
imaginar la llegada al Lager
—el miedo y la extenuación
tras un viaje de días hacinados en un vagón,
los gritos incomprensibles de
las bestias nazis,
los empujones, los golpes brutales al bajar del tren, la selección,
la desposesión de todo cuanto les recordara su vida anterior (ropas,
relojes, anillos, zapatos), la desnudez más absoluta y humillante,
el rapado, las sucias chaquetas y pantalones de rayas, el tormento de
la sed de días, del hambre—, el desconcierto,
la angustia
por dejar para siempre atrás a la
familia, los
amigos, el
pueblo; un desprecio
sin fisuras por quienes
organizaron, consintieron y colaboraron en semejante barbaridad; un
intenso desasosiego al
ver las firmas de los oficiales nazis,
los sellos estampados por
los escribientes en un despacho del campo, al
constatar esa querencia
alemana por la precisión, el
orden y la clasificación —lugar
y fecha de nacimiento, oficio, domicilio, Stalag
de procedencia, lugar y fecha de detención, llegada al campo, lugar,
fecha y hora de la muerte—,
que ha permitido encontrar el
hilo biográfico de más de
9.000 españoles víctimas
del infernal estado nacionalsocialista, entre ellos los
seis hombres de Torrecampo ya citados,
que serán nombrados hijos
predilectos de la villa y cuya
memoria será honrada en
sendos stolpersteines.
Lejos
de las cínicas pretensiones nazis, el
tiempo ha conservado la siniestra burocracia genocida y
ha instaurado la verdad.
Hoja número 7 de la lista de transporte desde el campo de Dachau al de Mauthausen. Archivos de Arolsen (Alemania).