Andaba uno en la edad de los
enamoramientos platónicos y se enamoraba y se extasiaba y se lamentaba y
lloraba de alegría como derramaba lágrimas de dolor, pues se entregaba y no era
correspondido, amaba y no era amado, y volaba alto y feliz su espíritu cuando
saltaba el amor en su pecho, y arrastraba infeliz su cuerpo y su mirada cuando
el amor desaparecía o simplemente ella decía no. Y de nuevo la espera, la
búsqueda, el vivo anhelo de que el sueño se hiciera muchacha que te mira a los
ojos y te dice dame la mano, caminemos juntos el resto de nuestras vidas.
Una manera de encauzar estos
sentimientos y estas búsquedas era la literatura (las rimas de Bécquer, o sus leyendas,
a pesar del drama y el imposible que encerraban, o novelas como el Werther), o el cine (ah, Katherine
Hepburn), y también el arte, la pintura, los retratos femeninos de Leonardo da
Vinci, aquel perfil de una dama con redecilla de perlas… Ah, platónicos amores
de la adolescencia.
Fue en una clase de Literatura en
el instituto. En su introducción al soneto que iba a explicarnos, la profesora
rememoró un hecho, y una fecha: el seis de abril de 1327, Viernes Santo, en la
iglesia de Santa Clara, en Avignon, Francesco Petrarca vio por primera vez a
Laura, la madonna inspiradora de su
cancionero, que no había cumplido aún 17 años, pero debía de estar casada ya
con el noble Hugo de Sade, a quien le dio once hijos; el de Petrarca fue un
amor no correspondido. Comprendí de corazón al poeta. Tenía que leer los versos
de aquel hombre. Tenían que ser hermosos. Seguro que expresaban lo que yo
sentía: los accesos de ternura, las lágrimas, la elevada espiritualidad, la belleza
que arroba, la mirada que enciende el corazón, el dolor de la ausencia, los
desvelos, la esperanza, la desesperanza, el amor más puro y sublime, los
suspiros más doloridos.
En conmemoración de esta fecha,
que ningún poeta debe olvidar, he aquí uno de los sonetos de aquel hombre que
dejó atrás los tópicos medievales del
amour
courtois y trajo la nueva poesía del Renacimiento, y a cuya infelicidad
amorosa debemos, como afirma Attilio Pentimalli, “la felicidad de su canto
incomparable”
.
Benedetto sia´l giorno, e´l mese, e l´anno,
e la stagione, e´l tempo, e l´ora, e´l punto,
e´l bel paese, e´l loco, ov´io fu giunto
da duo begli occhi, che legato m´hanno,
e benedetto il primo dolce affanno
ch´i´ebbi ad esser con Amor congiunto,
e l´arco e le saette ond´io fui punto,
e le piaghe che´n fin al cor mi vanno.
Benedette le voci tante ch´io,
chiamando il nome di mia donna ho sparte,
e i sospiri, e le lagrime, e´l desio;
e
benedette sian tutte le carte
ov´io fama l’acquisto,
e´l pensier mío,
ch´è sol di lei, sì
ch´altra non v´ha parte.
*
Bendito sea el día y el mes y el año,
y la estación y
el tiempo y la hora y el punto,
y el hermoso
país y el sitio en que llegué
junto a los bellos ojos que me han atado:
y bendito el dulce afán primero
que tuve al ser
unido con Amor,
y el arco y las
saetas que me hirieron
y las heridas que hasta mi corazón van.
Benditas las muchas voces que yo
esparcí
diciendo el nombre de mi señora,
y los suspiros y las lágrimas y el deseo;
y benditos sean todos los versos
donde fama le
gano, y el pensamiento mío,
que solo es de
ella, tanto, que otra allí no cabe.