Desde que soy lector, recuerdo sentir curiosidad por
las vidas de quienes han escrito libros que me han conmovido, curiosidad que se
extiende también a la música, a la pintura o al cine. Esa es la razón de que en
mi biblioteca no sea raro encontrar diarios, autobiografías, memorias,
epistolarios, autoficciones y demás escrituras del yo. Tal interés es producto
de la admiración por quien ha sido capaz de universalizar con la palabra una
experiencia estrictamente personal.
Las
obras literarias están hechas con la sustancia de sus autores. Sin la vida
desgraciada del hombre Miguel de Cervantes —el arcabuzazo en su brazo
izquierdo, que acabó con el sueño de una gloriosa carrera militar; los
escándalos de las mujeres de su familia, las Cervantas; sus estancias en la
cárcel; la puñalada trapera del tal Avellaneda— no tendríamos la historia de
Don Quijote, pero eso no quiere decir que el autor haya de estar a la altura
moral de la obra: el héroe literario no tiene por qué ser trasunto del individuo
histórico que lo ha creado. En unos casos, sí lo es, y en otros, no.
Se puede ser buen artista y mala
persona, o delincuente probado. Teclee el lector en el buscador los nombres de
François Villon, Caravaggio, Louis-Ferdinand Céline, Chester Himes, entre otros,
o eche un vistazo al libro de José Ovejero, Escritores
delincuentes, y comprobará por sí mismo que se puede escribir un buen libro
y ser un desalmado.
¿Qué hacer en estos casos?
¿Condenar al autor y disfrutar del libro? ¿Excusarlo de todo delito por aquello
de que es un artista y los artistas son así? ¿Renegar del autor y no leer sus
libros? ¿Borrarlo de la historia de la literatura? ¿Dejaremos de leer a Jaime
Gil de Biedma porque se acostara con adolescentes en Manila? ¿A Paul Verlaine
por maltratador? ¿A Álvaro Mutis por malversación de caudales? ¿Nos negaremos a
asistir a la representación de una obra de Jean Genet por chapero y por ladrón?
¿Dejaremos de ver películas de Woody Allen —el domingo pasado leí en el
periódico la negativa de cuatro importantes editoriales estadounidenses a
publicar las memorias del cineasta, sobre el que aún pesa la acusación de
abusos sexuales sobre una de las hijas de su ex pareja, la actriz Mia Farrow,
pese a haber sido investigada la causa en varias ocasiones y nunca probado
delito alguno ni, por tanto, dictada sentencia y condena—, por la sombra acusatoria
del movimiento #MeToo? ¿Nos negaremos a ver El
pianista, de Roman Polanski? ¿Dejaremos de leer a Pablo Neruda por el abuso
sexual sobre la joven criada tamil que él mismo cuenta en sus memorias?
En nada los excusa que se trate de
brillantes artistas, o de genios, a los que hay que perdonar precisamente por
su condición de hombres extraordinarios. ¿Por qué condescender si cometieron
delito? No hay que obviar, ni olvidar, conductas delictivas. Ningún artista
tiene patente de corso para actuar con impunidad.
Quien esto escribe se vio hace
unos días en el dilema a propósito de César González-Ruano, de quien acababa de
leer una biografía de Baudelaire. La obra —prólogos a las tres primeras
ediciones, poema introductorio, cuatro apéndices con artículos sobre el
catolicismo de Baudelaire, sobre su influencia, una cronología de los poemas de
Las flores del mal, bibliografía,
copia de la esquela y del acta de defunción, textos de sus amigos Charles
Asselineau y Barbey D’Aurevilly, una carta de la madre al editor
Poulet-Malassis— refleja de manera bastante completa la vida del poeta francés,
aunque en ocasiones el estilo discurra por lo enfático y por lo desgarrado,
producto, quizá, de la identificación del autor con su biografiado en su
dandismo. Nada importante que objetar, pues, a la biografía escrita por
González-Ruano, pero sí a su conducta, al menos durante un tiempo.
Durante el tiempo que vivió en el
París ocupado por los nazis. Antes de llegar a la capital francesa, González-Ruano
había sido corresponsal del ABC en
Roma y luego en Berlín, desde donde envió crónicas encomiásticas sobre el
fascismo y el nacionalsocialismo. Llegó a París en 1940, alcoholizado al parecer,
y sin trabajo en ningún periódico, pero vivía como un marqués y disipaba grandes sumas.
No llegó a probarse judicialmente
por completo la procedencia del dinero manejado por González-Ruano, pero muchos
de los que lo conocieron en aquellos días apuntan en la misma dirección:
estafador de judíos desesperados. Según Eduardo Haro Tecglen[1],
tras
contactar con judíos fugitivos, González-Ruano “tomaba su dinero, sus joyas, lo
que fuera, y les daba direcciones fronterizas falsas. Desamparados,
desorientados, no tardaban en caer en manos alemanas”. Según otras versiones, era
el propio Ruano quien delataba a los fugitivos ante la Gestapo, que lo detuvo el
10 de junio de 1942: “Desde luego, no fue por robar relojes”, ironiza en sus
memorias. En el momento de su detención llevaba encima el pasaporte en blanco
de una república americana, un fajo de 12.000 dólares y un diamante como una
nuez. Después de 78 días en la prisión parisina de Cherche-Midi, Ruano viajó a
Marsella y pasó luego a España, estableciéndose en Sitges. Así lo recuerda en
su libro de viajes Nuevo descubrimiento
del Mediterráneo[2],
quitándole, claro, hierro al asunto: “desde la cárcel militar de
Cherche-Midi, asomada al parisiense boulevard Raspail, donde sufrí prisión casi
tres meses peligrosos e inolvidables por razones sin razón que no vienen al
caso, me desperté en el hotel Noailles de Marsella una tibia y soleada mañana”.
Propagandista a sueldo de los
nazis, fantasma pícaro y deleznable, estafador, chantajista, trapacero, delator
sin escrúpulos, extorsionador, expoliador, sablista, son algunos de los
calificativos aplicados a César González-Ruano tras conocerse su paso por
Cherche-Midi. Su conducta, por los indicios y testimonios conocidos, merece nuestra
repulsa más tajante, pues repugna la degradación moral de alguien que aprovecha
el miedo a la muerte, el miedo a Auschwitz, para sacar tajada y darse la vida
padre.
Un canalla, una mala persona. Sin
embargo, un biógrafo aceptable.