martes, 21 de mayo de 2019

El autor y su obra

           
       Desde que soy lector, recuerdo sentir curiosidad por las vidas de quienes han escrito libros que me han conmovido, curiosidad que se extiende también a la música, a la pintura o al cine. Esa es la razón de que en mi biblioteca no sea raro encontrar diarios, autobiografías, memorias, epistolarios, autoficciones y demás escrituras del yo. Tal interés es producto de la admiración por quien ha sido capaz de universalizar con la palabra una experiencia estrictamente personal.
            Las obras literarias están hechas con la sustancia de sus autores. Sin la vida desgraciada del hombre Miguel de Cervantes —el arcabuzazo en su brazo izquierdo, que acabó con el sueño de una gloriosa carrera militar; los escándalos de las mujeres de su familia, las Cervantas; sus estancias en la cárcel; la puñalada trapera del tal Avellaneda— no tendríamos la historia de Don Quijote, pero eso no quiere decir que el autor haya de estar a la altura moral de la obra: el héroe literario no tiene por qué ser trasunto del individuo histórico que lo ha creado. En unos casos, sí lo es, y en otros, no.
Se puede ser buen artista y mala persona, o delincuente probado. Teclee el lector en el buscador los nombres de François Villon, Caravaggio, Louis-Ferdinand Céline, Chester Himes, entre otros, o eche un vistazo al libro de José Ovejero, Escritores delincuentes, y comprobará por sí mismo que se puede escribir un buen libro y ser un desalmado.
¿Qué hacer en estos casos? ¿Condenar al autor y disfrutar del libro? ¿Excusarlo de todo delito por aquello de que es un artista y los artistas son así? ¿Renegar del autor y no leer sus libros? ¿Borrarlo de la historia de la literatura? ¿Dejaremos de leer a Jaime Gil de Biedma porque se acostara con adolescentes en Manila? ¿A Paul Verlaine por maltratador? ¿A Álvaro Mutis por malversación de caudales? ¿Nos negaremos a asistir a la representación de una obra de Jean Genet por chapero y por ladrón? ¿Dejaremos de ver películas de Woody Allen —el domingo pasado leí en el periódico la negativa de cuatro importantes editoriales estadounidenses a publicar las memorias del cineasta, sobre el que aún pesa la acusación de abusos sexuales sobre una de las hijas de su ex pareja, la actriz Mia Farrow, pese a haber sido investigada la causa en varias ocasiones y nunca probado delito alguno ni, por tanto, dictada sentencia y condena—, por la sombra acusatoria del movimiento #MeToo? ¿Nos negaremos a ver El pianista, de Roman Polanski? ¿Dejaremos de leer a Pablo Neruda por el abuso sexual sobre la joven criada tamil que él mismo cuenta en sus memorias?
En nada los excusa que se trate de brillantes artistas, o de genios, a los que hay que perdonar precisamente por su condición de hombres extraordinarios. ¿Por qué condescender si cometieron delito? No hay que obviar, ni olvidar, conductas delictivas. Ningún artista tiene patente de corso para actuar con impunidad.
Quien esto escribe se vio hace unos días en el dilema a propósito de César González-Ruano, de quien acababa de leer una biografía de Baudelaire. La obra —prólogos a las tres primeras ediciones, poema introductorio, cuatro apéndices con artículos sobre el catolicismo de Baudelaire, sobre su influencia, una cronología de los poemas de Las flores del mal, bibliografía, copia de la esquela y del acta de defunción, textos de sus amigos Charles Asselineau y Barbey D’Aurevilly, una carta de la madre al editor Poulet-Malassis— refleja de manera bastante completa la vida del poeta francés, aunque en ocasiones el estilo discurra por lo enfático y por lo desgarrado, producto, quizá, de la identificación del autor con su biografiado en su dandismo. Nada importante que objetar, pues, a la biografía escrita por González-Ruano, pero sí a su conducta, al menos durante un tiempo.
Durante el tiempo que vivió en el París ocupado por los nazis. Antes de llegar a la capital francesa, González-Ruano había sido corresponsal del ABC en Roma y luego en Berlín, desde donde envió crónicas encomiásticas sobre el fascismo y el nacionalsocialismo. Llegó a París en 1940, alcoholizado al parecer, y sin trabajo en ningún periódico, pero vivía como un marqués y disipaba grandes sumas.
No llegó a probarse judicialmente por completo la procedencia del dinero manejado por González-Ruano, pero muchos de los que lo conocieron en aquellos días apuntan en la misma dirección: estafador de judíos desesperados. Según Eduardo Haro Tecglen[1], tras contactar con judíos fugitivos, González-Ruano “tomaba su dinero, sus joyas, lo que fuera, y les daba direcciones fronterizas falsas. Desamparados, desorientados, no tardaban en caer en manos alemanas”. Según otras versiones, era el propio Ruano quien delataba a los fugitivos ante la Gestapo, que lo detuvo el 10 de junio de 1942: “Desde luego, no fue por robar relojes”, ironiza en sus memorias. En el momento de su detención llevaba encima el pasaporte en blanco de una república americana, un fajo de 12.000 dólares y un diamante como una nuez. Después de 78 días en la prisión parisina de Cherche-Midi, Ruano viajó a Marsella y pasó luego a España, estableciéndose en Sitges. Así lo recuerda en su libro de viajes Nuevo descubrimiento del Mediterráneo[2], quitándole, claro, hierro al asunto: “desde la cárcel militar de Cherche-Midi, asomada al parisiense boulevard Raspail, donde sufrí prisión casi tres meses peligrosos e inolvidables por razones sin razón que no vienen al caso, me desperté en el hotel Noailles de Marsella una tibia y soleada mañana”.
Propagandista a sueldo de los nazis, fantasma pícaro y deleznable, estafador, chantajista, trapacero, delator sin escrúpulos, extorsionador, expoliador, sablista, son algunos de los calificativos aplicados a César González-Ruano tras conocerse su paso por Cherche-Midi. Su conducta, por los indicios y testimonios conocidos, merece nuestra repulsa más tajante, pues repugna la degradación moral de alguien que aprovecha el miedo a la muerte, el miedo a Auschwitz, para sacar tajada y darse la vida padre.
Un canalla, una mala persona. Sin embargo, un biógrafo aceptable.




[1] E. Haro Tecglen, «Dos o tres cosas que sé de él», El País, 16 de diciembre, 1995.
[2] César González-Ruano, Nuevo descubrimiento del Mediterráneo. Afrodisio Aguado Editores, Madrid, 1960, p. 13)

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