Entre la primera —Ahora
ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes—
y la frase final —y avanza con decisión hacia la otra orilla de sus
días…—, la última novela de Luis Landero compone el retrato de una familia
de nuestros días: después de tiempo sin verse y de tratarse apenas por teléfono
con sus hermanas, Gabriel quiere celebrar el 80 cumpleaños de su madre con una
festiva reunión familiar que acabe de una vez con viejos rencores, secretos y
tergiversaciones.
Lluvia fina es una novela sobre la
felicidad a través de su contrario, la infelicidad que ha reinado en las vidas
de los personajes convocados —la madre, Sonia, Andrea, Gabriel, Horacio, ex
marido de Sonia—, que vamos conociendo por las conversaciones telefónicas que
mantienen con Aurora, la mujer de Gabriel, a la que llegan, en un muy bien
resuelto juego perspectivista, todas las versiones y distorsiones del mismo
hecho, la historia y la contrahistoria, el haz y el envés de las opiniones de
cada uno sobre los otros, de los secretos que todos guardan, de su victimismo.
Sobre
la sinceridad, también, y sobre la mentira habla esta novela. No ha de ser
extrema la sinceridad, se dice en ella, pues el fanatismo por la veracidad
lleva directamente a la destrucción, pero sí amplia, generosa, ha de ser la
exposición de la verdad, lo suficiente para que no explosione y salte en mil
pedazos la olla a presión en que la vida ha convertido a los personajes.
Los
antiguos griegos llamaban prósopon a
la máscara, cómica o trágica, usada por los actores en las representaciones. De
esa máscara de actor, pasada por la misteriosa lengua etrusca, viene nuestro
“persona”, así que etimológicamente somos máscara, fingimiento. Puro teatro la
vida, como cantaba La Lupe. Del papel, o papelón, que representamos ante los
demás trata igualmente esta novela de Luis Landero: ¿Cómo concertar ese yo que decimos
y aparentamos ser, y ese nosotros, ese yo escondido, recóndito, que solo
conocen nuestros más íntimos? Jekyll y Hide, sí. La lluvia fina de Landero es un
calabobos que acaba empapando, emborronando los colores, deformando los
contornos y relieves de esa máscara hasta hacerla grotesca, cuando no monstruosa
y repulsiva.
Esa
decepcionante manera de ser que cada personaje encuentra en el otro al que
enjuicia, conlleva la existencia de un secreto, de una ocultación que terminan
conociendo Aurora y el lector, claro. Sobre nuestros silencios, sobre los secretos
que revelan nuestro auténtico ser —“en gran parte somos nuestros secretos”,
afirma Gabriel—, fabula también Luis
Landero.
Finalmente,
en Lluvia fina se nos habla de la palabra
como instrumento de restitución del pasado, del peligro de una falsa, o
incompleta, o distorsionada, reconstrucción del pasado —¿Cuál es el verdadero
ser de Andrea, por ejemplo, el que ella cuenta o el que cuenta su madre?, ¿el
que cuenta su hermana Sonia?, ¿el que cuenta su hermano Gabriel?—, puesto que “lo
que el olvido destruye, a veces la memoria lo va reconstruyendo y acrecentando
con noticias aportadas por la imaginación y la nostalgia, de modo que entonces da
la paradoja de que, cuanto mayor es el olvido, más rico y detallado es también
el recuerdo” (262).
Los
personajes de Lluvia fina no han
logrado ser felices porque ese es el destino humano, como explica Gabriel, “porque
siempre, al final, todos envejecen, mueren, y no cumplen sus sueños”, porque la
esencia del vivir, como conocemos por otros personajes de Luis Landero, es el
afán, esa “insatisfacción agónica” que nos mueve en un continuo e insatisfecho
desear.
***
Es
esta la primera novela de Landero que me he obligado a acabar de leer. Uno se
reconoce landerista, pero en esta
novela no he sido atrapado ni por la historia, ni por los personajes, no
sentía, mientras avanzaba en la lectura, emoción, afecto por los personajes,
que me resultaban ajenos, distantes. Una novela de diseño moderno,
perfectamente construida y escrita con indiscutible maestría de estilo, pero humanamente
fría.
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