domingo, 30 de enero de 2022

12 de noviembre, 2021

 

Fotografía: Eugène Atget

Había leído en algún sitio la historia de un cuadro que anunciaba una antigua chocolatería, y que el ayuntamiento había retirado para que lo restauraran ‒le habían arrojado varios botes de pinturas roja‒ los especialistas del Carnavalet, y de la polémica por si representaba o no la esclavitud, pero después de mirar y remirar en la fachada indicada no encontré rastro del cuadro ni del rótulo que anunciaban el establecimiento.


Bajo el letrero «Au Nègre Joyeux» ‒colgada en 1897 en la fachada, entre las ventanas de la primera planta del edificio‒, había una pintura al óleo, de 172 por 142 cm, en la que aparecía un negro joven y risueño, vestido a la usanza aristócrata del Antiguo Régimen ‒zapatos con pala y hebilla, medias blancas, calzón de rayas rojas y amarillas, chaqueta amarilla ¿de terciopelo?, y una servilleta grande, blanca, cubriendo generosamente el pecho, anudada al cuello‒, miraba hacia el espectador, alzado el brazo izquierdo, con una licorera en la mano, de redondo vientre largo y estrecho cuello, llena quizá de ron, la mano izquierda a la altura de la cadera, señalando la mesa cuadrada cubierta con un mantel blanco, sobre la que se veía una botella negra junto a una copa de cristal en la esquina derecha, un recipiente redondo que bien podría ser un cenicero, dos tazas de café en sus platillos y una fuente redonda llena de ¿galletas?, ¿bizcochos de soletilla cubiertos de chocolate? Tras la mesa, de pie, una mujer también joven y sonriente, con un vestido en tonos verdes, delantal y cofia blancos, como correspondería a una criada, o a la empleada de un establecimiento comercial, sostiene en sus manos una bandeja con una cafetera y un azucarero que presenta al negro feliz, que quizá vaya a tomarse un carajillo de café con el ron caribeño de la licorera.


«Au Nègre Joyeux» era el nombre de la tienda de café, chocolate y otros productos ultramarinos, abierta en la planta baja del 14 de la calle Mouffetard. Después de más de 120 años en su emplazamiento original, el ayuntamiento parisino mandó retirar en 2018 el letrero y la pintura, que pueden verse ahora en el museo Carnavalet de la capital. La tenencia de alcaldía justificó esta decisión argumentando que “la ciudad de París no podía devolver al espacio público ese cartel publicitario con un título escandaloso e innegablemente racista”. Que el título resulte escandaloso para algunos se justifica, supongo, por el uso de la palabra “negro”, considerada hoy políticamente incorrecta por las connotaciones despectivas acumuladas a lo largo de los años en las mentes clasistas, porque no creo que lo condenable y motivo de indignación resida, para una mente obtusa, en el adjetivo, joyeux (feliz, alegre, contento), en la posibilidad de que un hombre negro se represente como un hombre libre, feliz y elegantemente vestido.

En cuanto al “innegable” racismo de la escena, juzgue cada cual a la vista de la misma. No me parece que la obra represente tal concepto, aunque no negaré el exotismo y el atrevimiento, por lo infrecuente e innovador de la figura. Pero así, reclamando la atención del potencial cliente, funciona la publicidad, y este óleo no era más que un anuncio, una invitación a degustar los productos ultramarinos del establecimiento.

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Habíamos subido andando hasta la plaza de la Contrescarpe, donde nos tomamos un café y empezó a llover. Luego bajamos siguiendo los pasos (calles Mouffetard, Descartes, Clovis, Cujas, bulevar Saint-Michel) de Ernest en París era una fiesta hasta la plaza de Saint-Michel, ya junto al Sena: “Pasé ante el Lycée Henri-Quatre y aquella iglesia antigua de Saint-Étienne-du-Mont y por la Place du Panthéon que el viento barría, y doblé a la derecha para guarecerme y al fin alcancé el lado de sotavento del boulevard Saint-Michel, y aguanté caminando más allá del Cluny en la esquina del boulevard Saint-Germaine, hasta que llegué a un buen café que ya conocía, en la Place de Saint-Michel”.

martes, 25 de enero de 2022

Arlequín urbano

 Mañana de silencio en las calles y miradas perdidas. Pasos quedos, acolchados, en las aceras húmedas.

Protegido junto a la cristalera de un café, el viejo Arlequín, demacrado, pálido, solo de solemnidad.

Sin máscara esta mañana de lunes con llovizna.

Como un pájaro con las alas lastradas por el barro.

Sentado en un pequeño taburete plegable, erguido, inmóvil como un mimo, con un viejo sombrero sin cinta ya y desalado, las piernas juntas, hundidas las manos en los bolsillos de un raído chaquetón negro con el cuello y las solapas levantadas.

Unas cuantas monedas en un vaso de plástico a sus pies.

Atrapados los ojos allá dentro, en una visión que sólo ellos ven.

Colombina lo ha desterrado ya para siempre de su lado.

Ahí está el viejo Arlequín, sin gracia y sin consuelo, exhibiendo su herida, sin orgullo, sin memoria de los días risueños.

Una expresión en su rostro que no es hambre, ni tristeza, ni amargura, sino un estar vacío, un ir dejándose ir hacia la nada.


miércoles, 19 de enero de 2022

La ciudad de los clochards

 Se acostumbra uno a verlos. A ignorarlos. Y si no se acostumbra, lo parece por lo indiferente que pasa junto a ellos.

Esta mañana ha sido un muchacho de apenas veinte años, tendido en medio de la acera, en una esquina en chaflán de la calle del Temple. Ningún bulto sucio de ropa a su lado, ninguna mochila arrastrada por mil rincones, ningún cartón bajo su cuerpo. Estaba en el suelo, durmiendo de lado, como muerto. Supongo que amansado por la droga o por el alcohol. La gente pasaba a su lado como yo, esquivándolo para no tropezar. El bulto de un vendido, de otro derrotado por la ciudad. Pensé si sus padres estarían vivos, si sabrían algo de él; si sería nacido y criado en París, o si venía de África y había llegado hace unos días, cómo había llegado a esta esquina de la calle del Temple.

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Junto a la torre de Saint-Jacques, el hombre ‒barba hasta el pecho, melena grasienta sobre los hombros, tres capas de ropa encima‒ arrastraba dos carritos de la compra atiborrados con sus enseres, como una caballería tirando de una carga pesada, sólo que él iba “marcha atrás”, de espaldas a la dirección que seguía, quejándose de su mala vida y de su mala suerte.

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El hombre mayor junto al supermercado en la calle de la Roquette. Chaqueta y pantalón de género. Zapatos sin cordones. Todo el día sentado en el suelo. A ratos, música árabe a toda pastilla en un transistor. Pegando la hebra con otro mucho más joven y más zarrapastroso.

Ejercen el derecho a la mendicidad, una reivindicación activa del errabundaje. En cualquier banco, bajo un árbol o junto a una farola, bajo cualquier marquesina de autobús, en cualquier acera.

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Un muchacho, parece hindú, pide dinero entre las mesas del café. Otro muchacho de su edad, de aspecto árabe, envalentonado por las cervezas y por el vino que está bebiendo con sus amigos desde que nos sentamos a su lado en la terraza, un poco traspuesto también por los dos o tres porros que ha compartido con sus colegas, le dice en voz alta, para que lo oyéramos todos, lárgate por donde has venido y no nos cuentes tu vida. El muchacho hindú, con la misma sonrisa que llegó, salió de la terraza y se perdió tras una esquina.

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El mendigo que duerme en un banco con un libro por almohada.

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Brutalizado por el alcohol, por la droga, por la enfermedad, o por las tres cosas a la vez. Arrastrando suciedad y harapos por la ciudad luz, oculto durante las noches en mísera cobija de cartón y trapos meados, ciego, sin memoria, incapaz de recordar el último rato de felicidad que iluminó su vida, si es que hubo alguno. Apestado como leproso en medio del derroche y la abundancia. Sensible solamente a las chinches que llenan de ronchas su cuerpo, conmueve las conciencias de quienes no estamos acostumbrados al espectáculo de la miseria más mísera y lamentable.

-Bonjour, madame. Bonjour, mademoiselle. Bonjour, monsieur. Bonjour, madame… ‒se pierde su voz ronca, su cuerpo deforme, sacudido por temblores, en la riada humana que va y viene por la calle del barrio judío, donde los turistas hacen largas colas para comprar comida.

Tiene que hacer uno un esfuerzo para que no se le salten las lágrimas, para deshacer el nudo en el pecho y en la garganta, para acercarse al podre desgraciado y dejarle unas monedas en la mano temblorosa. 


martes, 4 de enero de 2022

La cometa

 Aquellos fueron unos años mágicos, así fue en verdad como los viví y como los recuerdo. 

Esparragal era un lugar con ocho calles y cuarenta o cincuenta familias que vivían de las cabras y de los olivos de sierra. Tenía iglesia y párroco, maestra de niñas y maestro de niños, un bar estanco que hacía de cine de verano en el patio y de invierno en la planta de arriba; la taberna de Carrillo, que servía a veces de fonda para viajantes perdidos, y la de Antonio, frente a la plaza de la iglesia, donde estaba el teléfono público; el horno de Arturo, en la salida hacia Zagrilla; la tienda de Aurora, madre de mi amigo Serranete, y la de Francisca, la del Cortillo. También estaban el abuelo Retaco y su familia, que vivían de los serones, las mantas para la molienda, las pleitas y las sogas de esparto. A falta de conducción de agua, había una fuente con dos caños y un pilón donde abrevaban las bestias al sonido tranquilizador del silbido de su amo, y unos lavaderos detrás de la casa-cuartel, donde vivíamos seis familias de guardias civiles. El pueblo tenía también su rico, Don Casiano, su alcalde pedáneo, Juan Manuel, y sus familias pobres, la de Adelaida y Pupú, o la de María Pitaora.

El tío Antoñín era el hermano pequeño de mi padre. Ese año había venido aprovechando unos días de permiso antes de incorporarse a su primer destino como guardia civil. Con él llegaban las risas a casa, y regalos para nosotros -un saltador con los mangos de madera teñidos de rojo, una moto de hojalata azul con motor de cuerda, una muñeca que cierra y abre los ojos, una pelota para jugar al siempre bota-, incluso algún número de circo, como golpear la nariz contra la mesa, produciendo un gran ruido, pero sin lastimarse, o el de tener un cigarrillo encendido en los labios, meterlo en la boca sin tocarlo con las manos, y sacarlo de nuevo humeando entre sus labios. Era divertido, cariñoso con mi hermana y conmigo, nos contaba chascarrillos y alguna vez deseé que él fuera nuestro padre. 

Aquella tarde, después de comer, salí corriendo de nuestro pabellón para anunciárselo a los otros niños del cuartel y a alguno más de fuera -¡Mi tío me va a hacer una cometa!-, entusiasmado, excitado, aun sin saber exactamente qué ni cómo era una cometa, porque no había visto ninguna. Pocos minutos bastaron para formar un coro expectante de nueve o diez chiquillos alrededor de la mesa del comedor donde mi tío había dispuesto el material necesario -papel de seda de colores, un rollo de bramante, un trozo de guita más grueso, pegamento, unas tijeras- y empezó a manipular. Maravillados, atentos, sin perder detalle vimos cómo el tío Antoñín sacó su navaja del bolsillo de pantalón, la hendió a lo largo de la caña de una escoba desechada por mi madre, y sacó dos varillas, una más corta, a las que hizo unas muescas en cada extremo, y que luego ató en forma de cruz cristiana; con otro trozo de cuerda dio varias vueltas sobre las muescas de la varilla larga, hizo un nudo y la tensó hasta el siguiente extremo, repitiendo la operación hasta tener conectados los cuatro extremos con la misma cuerda, resultando así un rombo asimétrico, con los ejes vertical y transversal de caña y los lados de bramante; extendió sobre la mesa el pliego de papel de seda blanco, colocó sobre él la estructura romboide y trazó con el lápiz el perímetro, unos dos centímetros más ancho: fue recortando con las tijeras, plegando los bordes y pegándolos con el bramante en el interior del pliegue, quedando así armado el cuerpo principal -el papel es como la vela de los barcos; ésta es la cabeza y ésta la cola-; cortó cuatro trozos más de bramante, los ató en los tres extremos de la cabeza y en el centro, y los unió todos a la altura del crucero -éstas son las bridas, para controlar la cabeza y equilibrarla cuando esté en el aire-; ya solo quedó recortar rectángulos grandes de papel de seda y enlazarlos cuidadosamente en el trozo de guita, que medía casi dos metros; finalmente ató la colorida cola al extremo de la varilla larga.

 ¡Vamos a volarla!

Tales palabras fueron el conjuro que nos sacó del silencio, de la especie de hipnosis en que habíamos caído mientras el tío Antoñín iba creando aquel artefacto tan hermoso. Salimos en alegre tropel detrás de él, que llevaba la cometa en una mano y la cola en la otra, alzada sobre su cabeza, para evitar que le diéramos un pisotón. En calidad de ayudante de campo, yo era portador del rollo de cordel.

Cuando todo estuvo listo me explicó cómo hacer el despegue. Él se puso de cara al viento manteniendo con sus dos manos la cometa a la altura de los hombros. Unos metros más adelante yo debería mantener la cuerda en alto y echar a correr para que la cometa tomara bien el aire y se elevara. Al primer intento, la cometa se elevó tres o cuatro metros y empezó a girar vertiginosamente sobre su eje longitudinal hasta que cayó de cabeza en el suelo. 

Los innumerables intentos que siguieron no lograron mejor resultado. A la quinta o sexta caída el papel de seda se había rasgado y hubo que parchear con papel de periódico, que tampoco resistía los golpes contra el suelo. Lo demás niños también lo intentaron en vano. Nos dábamos ánimos, jaleábamos a la cometa, dábamos saltos en la carrera por si en uno de ellos remontaba, pero aquella cometa se negaba a elevarse sobre nuestras cabezas.

El tío Antoñín desapareció sin decir palabra. Entre los niños también cundió el desánimo y fueron abandonando de uno en uno con las manos en los bolsillos, aburridos, sin verle la diversión a aquel juego. Yo seguí intentándolo hasta que mi silueta empezó a recortarse sobre el cielo lívido del anochecer.