miércoles, 19 de enero de 2022

La ciudad de los clochards

 Se acostumbra uno a verlos. A ignorarlos. Y si no se acostumbra, lo parece por lo indiferente que pasa junto a ellos.

Esta mañana ha sido un muchacho de apenas veinte años, tendido en medio de la acera, en una esquina en chaflán de la calle del Temple. Ningún bulto sucio de ropa a su lado, ninguna mochila arrastrada por mil rincones, ningún cartón bajo su cuerpo. Estaba en el suelo, durmiendo de lado, como muerto. Supongo que amansado por la droga o por el alcohol. La gente pasaba a su lado como yo, esquivándolo para no tropezar. El bulto de un vendido, de otro derrotado por la ciudad. Pensé si sus padres estarían vivos, si sabrían algo de él; si sería nacido y criado en París, o si venía de África y había llegado hace unos días, cómo había llegado a esta esquina de la calle del Temple.

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Junto a la torre de Saint-Jacques, el hombre ‒barba hasta el pecho, melena grasienta sobre los hombros, tres capas de ropa encima‒ arrastraba dos carritos de la compra atiborrados con sus enseres, como una caballería tirando de una carga pesada, sólo que él iba “marcha atrás”, de espaldas a la dirección que seguía, quejándose de su mala vida y de su mala suerte.

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El hombre mayor junto al supermercado en la calle de la Roquette. Chaqueta y pantalón de género. Zapatos sin cordones. Todo el día sentado en el suelo. A ratos, música árabe a toda pastilla en un transistor. Pegando la hebra con otro mucho más joven y más zarrapastroso.

Ejercen el derecho a la mendicidad, una reivindicación activa del errabundaje. En cualquier banco, bajo un árbol o junto a una farola, bajo cualquier marquesina de autobús, en cualquier acera.

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Un muchacho, parece hindú, pide dinero entre las mesas del café. Otro muchacho de su edad, de aspecto árabe, envalentonado por las cervezas y por el vino que está bebiendo con sus amigos desde que nos sentamos a su lado en la terraza, un poco traspuesto también por los dos o tres porros que ha compartido con sus colegas, le dice en voz alta, para que lo oyéramos todos, lárgate por donde has venido y no nos cuentes tu vida. El muchacho hindú, con la misma sonrisa que llegó, salió de la terraza y se perdió tras una esquina.

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El mendigo que duerme en un banco con un libro por almohada.

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Brutalizado por el alcohol, por la droga, por la enfermedad, o por las tres cosas a la vez. Arrastrando suciedad y harapos por la ciudad luz, oculto durante las noches en mísera cobija de cartón y trapos meados, ciego, sin memoria, incapaz de recordar el último rato de felicidad que iluminó su vida, si es que hubo alguno. Apestado como leproso en medio del derroche y la abundancia. Sensible solamente a las chinches que llenan de ronchas su cuerpo, conmueve las conciencias de quienes no estamos acostumbrados al espectáculo de la miseria más mísera y lamentable.

-Bonjour, madame. Bonjour, mademoiselle. Bonjour, monsieur. Bonjour, madame… ‒se pierde su voz ronca, su cuerpo deforme, sacudido por temblores, en la riada humana que va y viene por la calle del barrio judío, donde los turistas hacen largas colas para comprar comida.

Tiene que hacer uno un esfuerzo para que no se le salten las lágrimas, para deshacer el nudo en el pecho y en la garganta, para acercarse al podre desgraciado y dejarle unas monedas en la mano temblorosa. 


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