Primero fueron las tres cucharadas al día de
aquel fluido espeso y con un desagradable dulzor amargo de botica.
Quizá su madre lo vio una mañana desconchar con el dedo en la pared
de la Casa Grande y llevarse a la boca un trocito de cal, que solo
sabía a cal. El calcio 20 parecía leche, pero no lo era, ni de
vaca, ni de cabra, ni horchata valenciana, ni gazpacho de almendras.
Odiaba aquellas botellas de cuello largo.
Fortalecidos los huesos, le llegó el turno a
la mente:
—Este niño no va bien en la escuela, se
distrae, solo piensa en el juego —pudo decir don Luis, el maestro,
y asentiría la madre, que se lo explicaría al padre, y llevarían
al niño al médico, que recetaría aquellas pastillas para mejorar
la atención y la memoria, sobre todo la
memoria; lo fortalecerían, además,
contra las frecuentes, febriles, subidas de anginas. Y así empezó a
tomar Fósforo Ferrero, un superalimento vegetal de alto poder
reconstituyente, que activaba la nutrición y restablecía el sistema
nervioso, según aseguraba la propaganda del producto.
Aparte las anginas y las vegetaciones, Marcelo
no fue un niño enfermizo. Tampoco torpe en la escuela ni cultivador
de calabazas: lo que le explicaban bien lo entendía bien, y lo que
no, pues no. Ese era todo el problema. El problema aparente, quiero
decir, porque la mar de fondo la ignoraban, o hacían que la
ignoraban, los demás.
El problema real eran los continuos cambios de
destino en que el padre, guardia civil, embarcaba cada año y medio
aproximadamente a la familia: Esparragal, Córdoba, el Bembézar,
Córdoba otra vez, Gibraleón, de nuevo Córdoba, Pozoblanco más
tarde y vuelta a empezar en Córdoba... En ese vaivén, desde los
siete a los dieciséis, dejaba atrás amigos de la escuela, amigos de
juego, amigos de todo el rato, de todos los días, de todas las
horas. Dejaba atrás maestros, vecinos, casas, calles, paisajes,
juegos, olores, palabras, acentos... Y como en las películas de
piratas, guardados en un cofre y marcado el punto con una equis, el
niño escondía aquellos tesoros en el mapa de su memoria, cuando
subía al camión de la mudanza y bajaban las lágrimas.
Emocional, no académico, era el problema: el
continuo tener que empezar: el pabellón nuevo, la calle nueva, el
barrio nuevo, los nuevos vecinos, los nuevos maestros y los nuevos
compañeros, los nuevos juegos y los entretenimientos, un paisaje
nuevo, palabras y acentos nuevos, y hasta el cura nuevo. Contra eso,
de nada valían fósforo ni calcio. Las vitaminas no curan la
nostalgia ni el dolor de los adioses definitivos.
Marcelo se preguntaba ahora, pasada la
cincuentena, cuánto fósforo y cuánto calcio de aquellos años
queda en él. ¿Habría sido otro del que había llegado a ser si no
hubiera tomado tanto calcio y tanto fósforo? ¿Debía achacarles
todo lo que era? ¿Todo lo que no era? ¿Desestructuraron aquellos
aportes extra su metabolismo? ¿Eran sus recuerdos unos recuerdos
auténticos? ¿Existieron aquellos camiones de la mudanza, aquellas
casas cuarteles que olían a zotal y a coles hervidas? ¿Los amigos
perdidos, la escuela de niños en Esparragal, la academia de don
Lázaro en los bajos de los pabellones de la calle Altillo, la tarde
en que Arturo le enseñó a silbar, el colegio Fray Albino, la
escuela rural en el poblado del Bembézar, la escuela parroquial en
Gibraleón, la academia de la Plaza de España, el instituto La
Rábida donde hizo la prueba de Ingreso?
—Venga, Marcelo, deje de darle tantas vueltas
a las cosas y relájese, que ya prontito estará en casa —le dice
con una sonrisa forzada la doctora antes de salir de la habitación.
Marcelo lleva cuatro semanas y cuatro días en
el hospital. Aquellos dolores esporádicos que venían unas veces al
dedo anular izquierdo, otras a la muñeca derecha, un día en la
rodilla, otro en el hombro y al siguiente en la cadera o en las
plantas de los pies, como una aguja calando en el hueso, se
confabularon una mañana en que estaba en la huerta segando malas
hierbas con la guadaña. Se quedó petrificado en un giro, una
estatua con la guadaña presta, como un mimo callejero. Ni podía dar
un paso, ni soltar la herramienta, ni hacer el menor movimiento. Solo
mover los ojos.
Estaba a unos metros de la parra donde había
colgado el forro polar con el móvil en el bolsillo. No recordaba
cuánto tiempo estuvo petrificado, en un puro dolor cada uno de sus
206 huesos, cómo consiguió desprenderse de la guadaña, dejarse
caer al suelo, arrastrarse hasta la parra y llamar por teléfono a
Isabela.
Le han hecho un montón de análisis y el
diagnóstico no es claro. La doctora le habla a Isabela del síndrome
de Fahr; de una rara variante que no sabe cómo tratar.
—La
calcificación cerebral está confirmada, lo que no nos explicamos
son esos dolores tan intensos en los huesos. Las pruebas dicen que
están sanos y fuertes. Su marido tiene los huesos como un chaval de
16 años, pero no sabemos por qué le duelen. Solo podemos calmar el
dolor.
Marcelo asegura
que es el dolor puro de todos y cada uno de los golpes que se ha dado
a lo largo de su vida, que el dolor en el colmillo es producto de una
pedrada que recibió de pequeño, y que el suplicio
insufrible en la pelvis es de cuando se
la golpeó
violentamente con el eje del manillar de la bicicleta, el
dolor de cuando se fracturó el escafoides, de las patadas,
plantillazos y codazos jugando al fútbol, de la luxación de
costilla al trepar una tapia, de todos esos golpes tontos que uno se
da en la cabeza, en el codo, en las rodillas… La
culpa es del calcio 20 y del fósforo ferrero —insiste,
mis huesos han recuperado la memoria de cada golpe sufrido, como si
todo el fósforo ferrero que me he tragado estuviera haciendo su
efecto ahora.
Cuando la morfina hace su efecto, Marcelo sueña
con una botella de calcio 20 de la que bebe a morro. Nunca se acaba.
Siente el líquido pastoso llenando su boca hasta la arcada, bajando
con ruidos por la garganta, ramificándose blanco y espeso por todos
sus rincones, compactándose en yeso, convirtiendo su cuerpo en una
diminuta estatua blanca que poco a poco va aumentando de tamaño,
perdiendo forma y deshaciéndose, fundiéndose con una cegadora luz
en la que desaparece toda conciencia de sí, todo recuerdo de su vida
anterior. Solo una blancura uniforme. Sin límites. Unas manos
delicadas que lo toman de sus muñecas y sus tobillos y lo elevan
suavemente. La sensación de flotar y navegar en un mar de dulzura.
Como debe ser la eternidad.