Impresionante, esa fue la palabra emocionada que me salió espontáneamente cuando llegué a los versos finales de Un año y tres meses, el último libro de Luis García Montero, sobre la enfermedad y muerte de su mujer, Almudena Grandes. Bellísimo cancionero de amor y de dolor, que trasciende lo puramente personal para alzarse en una meditación de alcance universal sobre el amor como centro iluminador de la existencia, y sobre el vacío en que nos sume la desaparición de la persona querida.
La primera parte (12 poemas durante la enfermedad) comienza con una pareja que pasea por la playa al anochecer, inquieta ante el temible diagnóstico ‒Qué difícil andar con pies descalzos / y miedo a lo que corta‒; el poema termina con claras resonancias de Luis de Góngora: Orillas del mar, / dejadnos soñar. Le siguen poemas donde se recrea la cotidianeidad de la pareja que lee de noche en la cama y cuyas lecturas se meten en el sueño del otro: También es el amor una luz negociada … Historias que se enlazan como cuerpos; las estancias en el hospital, la quimioterapia, el cuidado del enfermo y el cuidado del cuidador, el diagnóstico fatal como una escalofriante agua fría con ecos de Jorge Manrique ‒Seguro que está el mar / detrás de su maldito / correr indiferente‒; el extraño orden en la casa, que no responde al desorden propio y auténtico de la vida antes de la enfermedad; el ser consciente de que uno es el que sobrevive ‒Nunca había previsto que me tocase a mí / cerrar la puerta, apagar la luz / cuando el reloj se agote; o la complicidad de ideas, de actitudes, la resistencia, y la calma ante el ya inevitable final: Con pocas fuerzas hoy, / el cielo de Madrid nos mira triste. / Una vez más nos faltan aliados / en las trincheras últimas de nuestros corazones.
En la segunda parte (12 poemas in morte), se evocan los primeros encuentros de la pareja, cuando las ideas estaban claras y alentaba la ilusión, se expresa el continuo pesar de la ausencia ‒Supongo que este modo de sentirse / definitivamente hundido / es una forma mía de estar enamorado / para empezar de nuevo / unas vida distinta / con el amor de siempre‒; el vacío de la casa ‒la falta de costumbre de un silencio / o de un sofá a la deriva / o del ordenador y la butaca / que me miran sin ojos / al pasar por la puerta del despacho‒, la ausencia de la fe religiosa como consuelo, la lucha contra los molinos de la melancolía cuando el poeta viaja hacia la casa de vacaciones, la terrible mudanza en la vida que acarrea la muerte, el asumir la vida en soledad y quedar solo con los recuerdos.
Finalmente, en el epílogo, se hace balance del duro proceso ‒diagnóstico, septiembre 2020; muerte, noviembre 2021‒ en el conmovedor poema que da título al libro, del que subrayo este hermosísimo alejandrino, luminoso, paradójico, doloroso y feliz a un tiempo: No me quejo de verte morir entre mis brazos.
Destaco también la imagen sincera, cercana, del hombre herido por el trágico e inesperado desastre, que lo instala en un vacío del que sólo puede salir recurriendo a lo mejor de sí mismo, a la poesía, a la sensibilidad y a la ternura, al inmenso amor, vivificante y fecundo para los dos, que supuso la mujer amada.
Y la asunción, como en los cancioneros medievales, de que la muerte iguala a los que se marchan, pero también a los que quedan en el dolor y la ausencia y tienen que sobrevivir. La vida, como asumía Rilke, lleva enquistada en sí la muerte.