De izquierda a derecha, de arriba a abajo o de abajo a arriba, en diagonal, al azar, los miro a todos. Pero a dónde miran ellos. Beckett lo hace esquinado, desde las aristas irlandesas de su rostro, hacia donde Godot dejó silencio y vacío.
A su derecha, inútil ya el brazo y barba hasta el pecho, el Valle de antes de 1917; posa en académico perfil, aún no se ha visto en los espejos del Callejón del Gato. Del esperpento. Del compromiso. Todavía no es Valle-Inclán, sino Ramón José Simón Valle Peña, noble aún de gallega prosapia.
La fotografía de Benito Pérez Galdós es pequeña, tamaño DNI. Las guías de sus bigotes miran hacia atrás, pero don Benito mira por delante, cree en el futuro.
Al escritor canario le hace compañía el poeta Cavafis, un hombre serio. Y un solitario. Paladeó, mientras pudo, la historia antigua, los cuerpos jóvenes y el humo de los cafés de Alejandría.
Walt Whitman mira patriarcal. Con su orgullo de ser hombre. De sentirse vivo. De conocernos porque se conoce. Brilla en sus ojos el descubrimiento del secreto: el misterio, la grandeza, de la vida es mirarla cara a cara. Ofreciendo el pecho. No hay hombre mejor ni más grande que otro.
En los diccionarios y enciclopedias nunca falta su nombre junto a la palabra democracia. El individuo y la multitud. El hombre de la calle, de las fábricas, de las minas y de los campos de algodón. El camino que lleva a nosotros mismos. A los otros.
Suenan, mientras escribo, canciones de Bob Dylan. Imagino al joven Robert Zimmerman abandonando su pueblo, haciendo autoestop con la guitarra a la espalda y su voz que sueña.
El joven de Minnesota y el viejo de Manhattan buscan lo mismo. Una canción. Buscan canciones. Piensan lo mismo: la canción es larga y su tiempo les pertenece.
Suenan, mientras escribo, canciones de Bob Dylan. Imagino al joven Robert Zimmerman abandonando su pueblo, haciendo autoestop con la guitarra a la espalda y su voz que sueña.
El joven de Minnesota y el viejo de Manhattan buscan lo mismo. Una canción. Buscan canciones. Piensan lo mismo: la canción es larga y su tiempo les pertenece.
De la mirada, de Friedrich Nietzsche —más allá de este mundo—, del niño Arthur Rimbaud, de los cigarrillos de Josep Pla, hablaré otro día.
Y de los ojos de Franz Kafka.