sábado, 30 de noviembre de 2019

Hace 18 años


   «Un paseo por las nubes» era el nombre de la sección del comarcal Los Pedroches información en que fueron apareciendo semanalmente los artículos que siguen, entre diciembre de 2001 y enero de 2003.
   Confieso que he tenido la tentación de seleccionar lo, a mi juicio, más granado de ellos, lo que mejor imagen pudiera dar de mí, pero habría traicionado así el espíritu, y la cronología, con que fueron escribiéndose. Un paseo por las nubes es un salto al pasado con todas sus consecuencias, un viaje al que uno era en los primeros años del siglo XXI. Un retrato de cuerpo entero. Así fue concebido y así vuelve ahora.
   Menester será también aclarar que sin Gabriel García de Consuegra el autor no hubiera dado este paseo: él fue quien me llamó por teléfono un día de primeros de diciembre de 2001 para pedirme que cubriera durante los días de Navidad la columna que él tenía en el periódico y quien abogó para que siguiera colaborando. Los tres magníficos, me decía, Juan Bosco, tú, y yo.
   Asumí el empeño con inquietud —nunca me había visto en el brete de un artículo por semana—, con el propósito de sinceridad, de no esconder mis opiniones, y con el compromiso de no despegarme de la realidad, de escribir sobre lo que ocurría en nuestro país, en mi vida, semana a semana, de manera que en lugar de un diario fui componiendo un semanario. Así puede leerse también este libro.
   Salud.

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lunes, 25 de noviembre de 2019

El jugador generoso (XXIX)



   Ayer, entre el gentío del bulevar, me sentí rozado por un Ser misterioso al que siempre había deseado conocer y que reconocí de inmediato aunque nunca lo hubiese visto. Habitaba en él, sin duda, el mismo deseo respecto a mí, pues al cruzarse conmigo me hizo un significativo guiño que me apresuré a obedecer. Lo seguí atentamente y pronto bajé tras él a una estancia subterránea, deslumbrante, donde brillaba un lujo del que ninguna de las habitaciones superiores de París podía servir de ejemplo aproximado. Me pareció sorprendente que hubiese podido pasar tan a menudo junto a ese prestigioso antro sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aunque embriagadora, que hacía olvidar casi al instante todos los fastidiosos horrores de la vida; se respiraba una beatitud sombría, como la que debieron experimentar los comedores de loto cuando al desembarcar en una isla encantada, iluminada por los destellos de un eterno mediodía, sintieron nacer en ellos, a los sones adormecedores de melodiosas cascadas, el deseo de no volver a ver sus hogares, a sus mujeres, a sus hijos, y de no volver a remontar las altas olas del mar.
         Había allí rostros extraños de hombres y mujeres marcados por una belleza fatal que me parecía haber visto en épocas y en países imposibles de recordar con exactitud, y que me inspiraban más bien una simpatía fraternal que ese rechazo que suele nacer a la vista de lo desconocido. Si quisiera tratar de definir en cierta manera la expresión singular de sus miradas, diría que jamás he visto ojos brillando más enérgicamente por horror al tedio y por el deseo inmortal de sentirse vivir.
         Cuando nos sentamos, mi anfitrión y yo éramos ya viejos y perfectos amigos. Comimos, bebimos sin mesura toda clase de vinos extraordinarios y, cosa no menos extraordinaria, después de varias horas yo no estaba más bebido que él. Sin embargo, el juego —ese placer sobrehumano— había interrumpido en varios intervalos nuestras frecuentes libaciones, y debo decir que yo me había jugado y perdido mi alma, mano a mano, con una despreocupación y una ligereza heroicas. El alma es algo tan impalpable, tan a menudo inútil, algunas veces tan molesta, que sentí, al perderla, un poco menos de emoción que si durante un paseo hubiera perdido mi tarjeta de visita.
         Fumamos lentamente algunos cigarros cuyo sabor y cuyo aroma incomparables procuraban al alma la nostalgia de países y de dichas desconocidas, y, embriagado con todas estas delicias, me atreví, en un acceso de familiaridad que no pareció disgustarle, a gritar, tomando una copa hasta el borde: «¡A tu inmortal salud, viejo Chivo!»
         Hablamos también del universo, de su creación y de su futura destrucción; de la gran idea del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de infatuación humana. Sobre este asunto, Su Alteza no cesaba en sus bromas ligeras e irrefutables, y se expresaba con una suavidad de dicción, y con una tranquilidad en las cosas más grotescas como no he encontrado en ninguno de los más célebres conversadores de la humanidad. Me explicó lo absurdo de las diferentes filosofías que hasta el presente han tomado posesión del cerebro humano, e incluso se dignó hacerme confidencias sobre algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con cualquiera. No se quejó de ninguna manera de la mala reputación de la que goza en todas las partes del mundo, me aseguró que era ella misma la persona más interesada en la destrucción de la superstición, y me confesó que solo una vez había tenido miedo por su propio poder, el día en que oyó a un predicador más sutil que sus compañeros gritar desde el púlpito: «¡Mis queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis alabar el progreso de las luces, que el más bello engaño del diablo es el de persuadiros de que no existe!»
         El recuerdo de este célebre orador nos condujo naturalmente al tema de las academias, y mi extraño comensal afirmó que no desdeñaba, en muchos casos, inspirar la pluma, la palabra y la conciencia de los pedagogos, y que él asistía casi siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
         Alentado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y si lo había visto recientemente. Me respondió con una despreocupación matizada de cierta tristeza: «Nos saludamos cuando nos encontramos, pero como dos viejos caballeros en los que una cortesía innata no supiera apagar del todo el recuerdo de antiguos rencores.”
         Es dudoso que Su Alteza haya dado alguna vez tan larga audiencia a un mortal, y yo temía abusar. Al fin, cuando el alba estremecida blanqueaba los cristales, este célebre personaje cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos que trabajaban para su gloria, sin saberlo, me dice: «Quiero que guardes de mí un buen recuerdo, y probarte que Yo, de quien tanto mal se dice, soy algunas veces buen diablo, por servirme de una de vuestras locuciones vulgares. Para compensar la pérdida irremediable que has tenido de tu alma, te concedo la apuesta que habrías ganado si hubieras tenido suerte, es decir, la posibilidad de aliviar y de vencer, durante toda tu vida, esa rara afección del Tedio, que es la fuente de todos tus males y de todos tus miserables progresos. Jamás formularás un deseo que yo no te ayude a realizar; reinarás sobre tus vulgares semejantes; se te facilitarán halagos e incluso adoraciones; el dinero, el oro, los diamantes, los palacios de hadas, vendrán a buscarte y te rogarán que los aceptes, sin que hayas hecho esfuerzo por ganarlos; cambiarás de patria y de lugar tan a menudo como tu fantasía te lo ordene; te embriagarás sin descanso de voluptuosidades en países donde siempre hace calor y las mujeres huelen como las flores, et caetera, et caetera…», añadió levantándose y despidiéndose con una generosa sonrisa.
         Si no hubiese sido por el temor a humillarme ante tan numerosa asamblea, de buena gana hubiera caído a los pies de aquel generoso jugador para agradecerle su inaudita generosidad. Pero poco a poco, después de haberlo dejado, volvió a mí la incurable desconfianza; no me atrevía a creer en tan prodigiosa dicha y al acostarme, rezando como siempre mi oración por un resto de costumbre imbécil, repetía medio dormido: «¡Dios mío! ¡Señor, Dios mío! ¡Haz que el diablo me mantenga su palabra!»

martes, 5 de noviembre de 2019

Bai to trapero (y 4)


Acertados o no, hirientes o elogiosos, los tópicos sobre los caracteres nacionales, sociales o profesionales, no han desaparecido en estos tiempos políticamente correctos y a cualquiera de nosotros, por el lugar de origen, oficio o edad, se nos estampa ya el marchamo generalista, se nos incluye en el molde fijo —el estereotipo— consagrado por la tradición, y se nos define con fórmulas reduccionistas aliñadas con los prejuicios del nacionalismo o del ombliguismo: los españoles son tal, los alemanes cual, los suecos tal y tal y tal; los políticos son esto, los funcionarios aquello, y los jóvenes lo de más allá.
No crean que estos tópicos son recientes y exclusivos de nuestro país: ¿por qué la palabra beocio, que nombra al individuo de una región de la Grecia clásica, sirve también para designar a alguien ignorante, tonto o estúpido? ¿Dónde nace la idea de que los pueblos del norte de Europa son poco inteligentes? ¿Quiénes consideraban a los holandeses como gente de entendimiento tardo? ¿Son los franceses codiciosos y fulleros los italianos? ¿Quién difundió la imagen de una España de la torería y la navaja en la liga? En todas partes, en todo tiempo, se cuecen habas.
Además de al carácter, a las costumbres o a la apariencia física, este considerar lo propio como lo mejor y ridiculizar lo diferente se ha aplicado también a la forma de hablar. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con el teatro de los hermanos Álvarez Quintero, que caracterizaba como distinguido el seseo de la capital sevillana frente al palurdo ceceo pueblerino. O el tópico, por no salir de la misma región, que considera que los andaluces hablamos mal castellano.
En nuestra historia de la literatura encontramos sobrados ejemplos de este chanceo y búsqueda de la risa fácil a propósito de la manera de hablar de un personaje de determinado origen geográfico, como el sayagués y el vizcaíno. El primero es una figura cómica frecuente en el teatro del siglo XV al siglo XVII: el sayagués, que vivía aislado en esa región fronteriza con Portugal, entre Salamanca y Zamora, era un personaje torpe y grosero que se expresaba con dificultad fuera de su hábitat provinciano. El mismo efecto cómico se buscaba con la figura del vizcaíno —sinónimo de vasco— denominado Perucho, presente ya en la Tinelaria (1517) de Torres Naharro, en la Tercera parte de la tragicomedia de Celestina (1536), de Gaspar Gómez de Toledo, o en la Rosabella (1550), de Martín de Santander.
Esa tradición del vizcaíno que habla “en mala lengua española y peor vizcaína” la encontramos en el entremés cervantino El vizcaíno fingido y en Sancho de Azpeitia, a quien don Quijote deja turulato de un espadazo en el capítulo IX de la primera parte de la novela, aunque es verdad que Cervantes, cuando Sancho ejerce como gobernador de la ínsula Barataria, redime en parte su burla al presentarnos a un vizcaíno de buen entender y hablar:
“—¿Quién es aquí mi secretario?
Y uno de los que presentes estaban respondió:
—Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.
—Con esa añadidura —dijo Sancho— bien podéis ser secretario del mismo emperador.”
La paremiología también ha recogido este prejuicio lingüístico sobre los vascos en el refrán En nao o en castillo, no más de un vizcaíno, que unos achacan al ánimo brioso de estas gentes norteñas, otros a que son caprichosos y se aúnan[1], y aquellos porque con su manera enrevesada de hablar castellano los vizcaínos dificultan las tareas colectivas.
Un remanente de ese tópico pasó a los diccionarios, de manera que la palabra vizcainada sirve para referirse a una serie de palabras mal concertadas[2], a una expresión mal construida gramaticalmente, como leemos en María Moliner[3], el sintagma a la vizcaína remite, según la RAE, no a una forma de preparar el bacalao sino al modo en que hablan o escriben el español los vizcaínos, y concordancia vizcaína señala una frase gramaticalmente defectuosa o incorrecta.
Y llegados a este punto, menester será que prestemos atención al título general de estas cuatro glosas vascuences, Bai to trapero, e indaguemos su significado. Oímos con nitidez esta frase en Gernika, uno de los últimos días del septiembre pasado, en boca de un adolescente. Se celebraba una carrera ciclista contrarreloj. Estábamos en la parte alta del pueblo, en el monte casi, en un puente sobre una calle empinada por la que pasó uno de los corredores, precedido de uno de esos coches multicolores forrados de pegatinas de marcas comerciales, con tres o cuatro bicicletas en la baca y unos altavoces que derramaban música reguetón por todo el valle. Bai to trapero, comentó con una sonrisa el adolescente a sus amigos. Al principio pensamos que era una frase en euskera, pero el trapero no nos encajaba. Le dimos vueltas por si era una frase bilingüe, pero tampoco cuadraba: bai significa «sí» en euskera: ¿Sí to trapero? ¿Eso quiso decir el muchacho? ¿Cómo había que interpretar ese to? Hasta que caímos: el «trapero» tenía que ver con «trapo», concretamente con la locución «a todo trapo», es decir, a todo meter, referida a un tiempo al volumen de la música, a la velocidad del coche y especialmente al ritmo del pedaleo del ciclista, que subía la cuesta como alma que lleva el diablo: Va ahí a todo trapo. Eso era lo que tenía en mente el chaval, la estructura profunda, que diría un chomskiano, pero entre el betacismo característico del euskera, la sinalefa entre la vocal del verbo y la vocal inicial del adverbio, más la traslación acentual —áhi en lugar de ahí; no es lo mismo andar por áhi, por cualquier lugar, que hacerlo por ahí, por un sitio determinado—, sumada a la pérdida de la consonante sonora intervocálica en última sílaba de palabra y a la reducción del hiato resultante, o sea, la conversión de «todo» en too y finalmente en to, que no funciona aquí como pronombre indefinido, sino que ha cambiado de naturaleza morfológica por un proceso de adverbialización, equivalente al ponderativo muy, a lo que se añade el tropo metafórico de naturaleza derivativa, con su dosis de creatividad —la frase hecha ir a todo trapo se ha innovado ir todo trapero, como ir a toda leche podría haberse transformado en ir todo lechero— al muchacho gernikarra le salió espontáneamente aquel Bai to trapero que llamó nuestra atención.
¿Todo, pues, aclarado? ¿Alguna duda sobre el castellano de los vizcaínos? Espero que no. Agur.



[1] Gonzalo Correas, Vocabulario de refranes (1627).
[2] Diccionario manual e ilustrado de la lengua española. Espasa-Calpe, Madrid, 1980.
[3] María Moliner, Diccionario de uso del español. Gredos, Madrid, 1983.