viernes, 27 de marzo de 2015

Un papel de disculpa


      Esta mañana caí en la descortesía de interrumpir la conversación sobre coches entre dos compañeros —con estas palabras me excuso, estimados colegas—, para presentarle a uno de ellos un papel plegado y preguntarle el nombre de imprenta de ese tamaño. Derivó la charla en breve controversia argumentada sobre nombres y medidas del papel: pliego, folio, cuartilla, octavo, holandesa ...


         ... Más corta y algo más ancha que nuestro A4. Así recuerdo las holandesas que veía de niño y adolescente en el papeleo de los cuarteles, más recias, de mayor gramaje que los papeles usuales. Y con marca de aguas. También era el tamaño exigido antes en los trabajos académicos universitarios, aunque quiero recordar que estas holandesas acabaron perdiendo los milímetros de sobre ancho y pasaron a ser folios con la frente guillotinada.
         Como aficionado al papel, a esa frágil materia en que los escritores vierten sus sueños, como dijo el poeta, guarda uno en los cajones variada muestra en texturas, colores y tamaños, que ha ido comprando y encontrando por ahí.  He aquí uno de ellos.
         El papel que os presento ha perdido ya flexibilidad y rasga al menor descuido, pero aún admite uso. Encontré casi un centenar en la cámara de la casa donde ahora vivimos. Aquí tenían casa, tienda, taberna y correduría los abuelos maternos de María.

         Solo resta añadir a esta disculpa, caros colegas, la reproducción del papel de carta (18 por 21,5 cm) de un vecino de Torrecampo, con bastante probabilidad salido de la imprenta López. ¿Estamos ante una holandesa?



lunes, 23 de marzo de 2015

El perro y el frasco


      —Mi perro bonito, mi buen perro, mi querido perrillo, acércate y ven a respirar un excelente perfume comprado en el mejor perfumista de la ciudad.
         Y el perro, meneando el rabo, señal, creo, en estos pobre seres, de la risa y de la sonrisa, se acerca y pone curiosamente su nariz húmeda sobre el frasco destapado; luego reculando súbitamente y con temor, me ladra, a modo de reproche.

         —¡Ah, miserable perro! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos, lo habrías olisqueado con fruición y quizá hasta devorado. Así, tú mismo, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien jamás hay que presentar delicados perfumes que lo irritan, sino basura cuidadosamente elegida.


Imágenes: La presse, 26 août 1862.

lunes, 16 de marzo de 2015

Mitología y elecciones



      Ayer por la mañana, mientras tomaba café y ojeaba uno de los periódicos del día, se me vino la imagen de Laocoonte. En mis años de estudiante de bachillerato fue primero el cromo en un álbum de Historia del Arte; luego, con las clases de Latín en COU, llegó el texto de Virgilio. En el libro II de la Eneida, recuerda Eneas la caída de Troya:
   «Otro prodigio tuvo lugar ante nuestros corazones sobresaltados y nuestros ojos atónitos; un prodigio singular y terrible, en el que nunca hubiésemos pensado. Inmolaba Laocoonte un toro enorme en el altar de los sacrificios solemnes, como sacerdote de Neptuno que la suerte le había designado, cuando de pronto vimos surgir de la isla de Tenedos, y meterse en las aguas tranquilas y profundas —con horror lo cuento—, dos serpientes de gigantescos anillos, que se dirigían a nuestra costa.
    Avanzaban sobre las aguas con el busto erguido y dominaban las olas con sus crestas color de sangre. El resto del cuerpo deslizábase con lentitud por la superficie, y sus enormes ancas parecían arrastrar los pliegues sinuosos. A su paso el mar se llenaba de espumas y rumores.
     Cuando tocaron tierra, vimos sus ojos vibrantes, inyectados en sangre, que despedían llamas, mientras lanzaban silbidos sus vibrantes lenguas. Huimos atemorizados. Y he aquí que ellas, sabiendo bien adónde van, se dirigen a Laocoonte, y caen primero sobre sus dos hijos, a cuyos tiernos miembros infelices quedan enroscadas.
      Acude enseguida el padre, armas en mano, para defenderlos, y es presa también de las serpientes, que ligan pronto a su cuerpo las estrechas cadenas de los anillos. Dos veces pasan su torso escamoso alrededor de la cintura del desgraciado, y otras dos en torno a su cuello, quedando todavía libres la cabeza y la cola.
      Laocoonte se esfuerza en vano en desasirse. Todo él se ve como rociado de baba y de negro veneno, y lanza a los cielos horribles clamores. No de otro modo muge el toro herido que escapa del altar sacudiendo de su testuz el hacha mal clavada.»
     El terrible castigo de Laocoonte fue producto de su desconfianza ante el sospechoso caballo que los griegos dejaron como ofrenda a las puertas de Troya antes de su falsa retirada. El sacerdote de Neptuno, que tenía el poder de la mancia, de la adivinación, enseguida receló y así lo hizo saber a los troyanos — desconfiaba de los griegos hasta cuando hacían presentes—, pero los troyanos ignoraron su vaticinio, lo mismo que habían ignorado los funestos presagios de la sibila Casandra, a quien tenían por loca.
    En la Grecia y en la Roma antiguas, la adivinación o predicción del futuro era cuestión oficial; los sacerdotes, arúspices, augures, pitonisas y sibilas, se consideraban personas sagradas, dotadas de espíritu profético; y sus augurios, auspicios, oráculos y sortilegios, tomados como asunto de estado, que unas veces se respetaban, y otras, como en el caso de Laocoonte o de Casandra, se ignoraban.
  En nuestros días, el papel de los oráculos y las pitonisas lo desempeñan las empresas de encuestas y estudios sociales que vocean el resultado de sus consultas preelectorales en todos los medios de comunicación. Ayer, las conclusiones de tres de esas encuestas sobre las elecciones del día 22 en Andalucía daban titulares distintos. Tres mancias, tres oráculos diferentes. Menos mal que no habitamos el mundo mitológico, y que los errores oraculares o los vaticinios desfavorables de los vates no son castigados con la crueldad con que los dioses acabaron con Laocoonte y sus hijos.
    Es verdad que estas profecías de nuestros tiempos no se valen de la hieroscopia, la quiromancia, la oniromancia, la catoptromancia, la ceromancia, la capnomancia, la nigromancia y otras mancias o mancías, sino de un complejo método científico capaz de prever incluso el margen de error —eso no quita desde luego que algún aspirante, algún parlamentario o parlamentaria, eche mano, a modo particular, de uno de los muchos adivinadores y adivinadoras del porvenir que abundan en nuestro país a tantos euros la consulta; allá cada cual con sus supersticiones personales— en las predicciones. Lo que escama son las divergencias. Sí, el método es científico, pero la aritmética y la estadística no pueden expresar en guarismos la volubilidad humana.

    Vista la disparidad de los titulares y resultados leídos, guardaré los periódicos para comprobar el grado de exactitud, y la validez, de estas predicciones electorales. Solo por curiosidad, claro está, porque en este país, lo mismo que es imposible saber el número de personas que ha asistido a una manifestación o ha hecho huelga, no acaban de estar claros los conceptos de victoria o derrota: ningún partido pierde las elecciones y todos las ganan. 

Procedencia de la imagen: 
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/1/17/Laocoon_Pio-Clementino_Inv1059-1064-1067.jpg

martes, 10 de marzo de 2015

Requiescant in pace


         De los muchos momentos especiales —homenajes los llamaba yo, y sonreían condescendientes mis acompañantes (María, Paula, Concha, Luis, Javier, Pablo)— vividos en París este verano pasado, no quiero olvidar los que pasé junto a Luis en la cripta del cementerio del padre Lachaise donde reposan las cenizas de María Callas. Durante los 5:36 minutos que duraba la grabación que llevaba en el móvil—Casta diva—, la prodigiosa y pura voz de la soprano griega se extendió por el columbario y se obró el milagro de la emoción, de la vida, de la belleza, agradecidos por los muchos ratos en que su voz nos había acompañado, por todas las sensaciones y sueños y recuerdos que nos había despertado, por toda la belleza que a su manera había llevado a nuestras vidas.
         Tampoco olvidaré la sorpresa y las fiestas que hicieron todos cuando les leí en la terraza de un restaurante junto a la plaza de La Contrescarpe, justo enfrente de donde arranca París era una fiesta, de Hemingway, el comienzo de aquel poema de Apollinaire, «Las nueve puertas de tu cuerpo», que llevaba apuntado en el cuaderno, ni la improvisada recitación que Javier y yo hicimos del Polifemo gongorino junto a la fuente de los Médicis en el jardín del Luxemburgo. Hubo más, pero sirvan estos como ejemplo de lo que uno entiende por homenajes a hombres y mujeres a quienes admira por una razón u otra.
         Como escritor, pero sobre todo como lector, creo que el mejor homenaje que se le puede hacer a un escritor es leer su obra, y no importa si sus huesos están en París o en Fernando Poo. En el fondo, es lo de menos. Cierto que la escenografía puede ayudar, y que a lo mejor uno entre miles de turistas que se han fotografiado ante la tumba de Baudelaire, se sienta picado por la curiosidad y de vuelta a casa se enfrasque en Las flores del mal. No sé. El turismo funerario en masa me parece tan vacío como el que recorre aborregado y veloz las catedrales, los palacios o los museos.
         Hace ya unas semanas, cuando los noticieros difundieron la «Operación buscar a Cervantes» me compadecí de él. Pobre hombre, y pobre autor, pensé: si bien estaba donde él, agradecido a quienes habían ayudado en su liberación del cautiverio en Argel, mandó que le enterrasen para descansar en paz de su asendereada vida, a cuento de qué venían ahora a remover sus huesos y llevarlos de acá para allá y manosearlos y olisquearlos y escanearlos, compararlos, recomponerlos, adeneizarlos. Pobre Cervantes.


         El equipo humano de este operativo —hasta 36 personas leo en algunas crónicas; otras lo reducen a 23— es asombroso: forenses, historiadores, arqueólogos, médicos, antropólogos, geofísicos, odontólogos, expertos en momificación y en textiles, genealogistas, técnicos informáticos, toxicólogos, un sacerdote especialista en asuntos funerarios clericales y hasta un alpinista que ha coronado varios ochomiles.
         ¿Qué pasará? ¿Hallarán restos del plomo de Lepanto en uno de los esternones? ¿Huellas de la diabetes hidropésica? ¿Serán capaces de distinguir entre el revoltijo de huesos la desdentada calavera cervantina? ¿Qué se hará con ello? ¿Trasladarán sus restos? ¿Los dejarán en su sitio? ¿Levantarán un túmulo con mármoles y granitos? ¿Una simple y discreta inscripción en el suelo?
         No es Cervantes el único ejemplo de cómo trata este país a sus figuras más preclaras. A los de Lope de Vega, Calderón y Velázquez remito; incluso al de Goya, cuyo cráneo aún está por aparecer. No, España no es país agradecido con sus mejores ingenios ni respetuoso con sus restos. Mucho presumir de ellos, mucho incluirlos ahora en ese invento de la “marca España”, pero nada se hizo en su momento para que Miguel de Cervantes Saavedra, autor del famoso y universal Don Quijote,  descansara en la posteridad a salvo de la incuria y el ninguneo.
         Por desgracia, ya está uno acostumbrado a esa falta de sensibilidad, y no necesita saber el lugar exacto en que ¿reposan? los restos cervantinos para rendirle el mejor homenaje: leer su novela.
         ¿Se incrementará en España el número de lectores del Quijote si el equipo de científicos identifica los restos de su autor? Ojalá. Pero lo dudo.
         El «caso Cervantes» me recuerda al de Antonio Machado y al de Lorca. Con tumba conocida y visitada uno, y desconocida el otro, bien enterrados están. Quiero decir que si, como se oye de vez en cuando, las autoridades españoles lograran trasladar a España los restos del poeta sevillano, o si otro equipo de expertos logra identificar el ADN lorquiano entre los restos de los muchos fusilados en el barranco de Víznar y aledaños, y erigir su tumba en otro lugar, se acabaría olvidando por qué están enterrados precisamente donde lo están.
         Lo decía más arriba: es cierto que la escenografía funeraria ayuda a que las emociones afloren, pero siempre que haya habido trato con la persona, es decir, con el escritor que nos ha proporcionado momentos de dicha, que le ha puesto palabras a estados de ánimo, a sensaciones y emociones que nosotros de ninguna manera acertaríamos a expresar, que ha reconfortado y ensanchado nuestro espíritu, que nos ha hecho, si no mejores, sí distintos a como éramos antes de conocerlos y adentrarnos en sus páginas.
         ¿De qué vale a la literatura, al escritor Cervantes, que al cabo de los siglos se formen colas milenarias de gentes con sus móviles cuyo único interés es sacar una foto de su tumba, si casi ninguna de ellas ha entretenido sus ocios con el coloquio de Cipión y Berganza, con los discursos de don Quijote y las bellaquerías de Sancho, con la tristísima  despedida —Adiós gracias, adiós donaires en el prólogo a Los Trabajos de Persiles y Sigismunda?
         Lástima que Cervantes, conociendo como bien conocía a sus contemporáneos, no adivinara los tumbos que iban a dar sus huesos y no dejara escrita una manda como la que se lee en la tumba de su contemporáneo Shakespeare:

       Buen amigo, por Jesús, abstente
       de cavar el polvo aquí encerrado.
       Bendito sea el hombre que respete estas piedras
       y maldito el que remueva mis huesos.


Imágenes:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/6/66/Cervates_jauregui.jpg
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/3/37/Monasterio_de_San_Ildefonso_y_San_Juan_de_la_Mata_-_Cervantes.jpg

jueves, 5 de marzo de 2015

Prometeo somos todos (2)



       Para descansar de las últimas lecturas —tres volúmenes del Salón  de pasos perdidos, de Andrés Trapiello— anoche leí Prometeo encadenado, atribuida al poeta trágico Esquilo.
         Preside la escena de principio a fin Prometeo, encadenado a una roca en el Cáucaso por haber robado unas ascuas de la candela olímpica para entregárselas a los hombres.
         El castigo impuesto por Zeus incluye también un águila que a diario hunde su pico en las entrañas del héroe y se le come el hígado, que por la noche vuelve a regenerársele para que al día siguiente el pajarraco siga con su festín, y así por siempre. Terrible castigo, inmenso dolor y eterno sufrimiento para este benefactor de la humanidad que tenía a los olímpicos más que cabreados.
         Pero Prometeo no es solo el ladrón del fuego divino. Además del calor y de la luz que llevó a la oscuridad de las cavernas en que vivían como animales, enseñó a los hombres el arte de la fabricación de herramientas y utensilios, la técnica de la construcción de casas, la ciencia de los números y de las letras, la práctica de la agricultura, de la construcción de barcos y de la adivinación de los sueños.
         Sí, el olímpico Prometeo era el benefactor de la raza humana, y lo era porque él mismo la había creado insuflando aliento vital a una pella de arcilla que había modelado con sus manos. El dios no se olvidó de su creación y proporcionó a sus criaturas la luz de la razón y del progreso, delito imperdonable para los huéspedes del Olimpo, que no dudaron en su atroz condena y contemplaban impasibles desde su celeste morada el diario martirio del héroe, convertido así en «el justo doliente», en símbolo de la rebeldía contra el tirano.
         Por ese misterioso hilo que comunica unas con otras las galerías del espíritu, la imagen de Prometeo encadenado y picoteado a diario por el águila me ha recordado a nosotros mismos, a los españoles, y a los griegos de nuestros días, sometidos por el todopoderoso numen de los ricos podridos —los olímpicos de estos tiempos menguados—, a todo tipo de recortes y vejaciones en derechos sociales y laborales, sufriendo en nuestras carnes la despiadada actuación de unos avarientos mercachifles que solo atienden al superávit de los menos mediante la explotación, el saqueo, el empobrecimiento y la ruina de los más.
      En la tragedia de Esquilo, el héroe torturado resiste porque conoce el secreto que acabará con la tiranía que lo ha condenado. Lo mantiene vivo, con esperanza, la seguridad de su liberación.
         Uno, optimista por naturaleza, piensa que también nosotros, si no el secreto, sí que tenemos al alcance de las manos el poder transparente de los votos en las urnas, la posibilidad de desalojar de su olímpica poltrona a quienes han provocado el desastre.