Para descansar de las últimas lecturas —tres volúmenes del Salón
de pasos perdidos, de Andrés Trapiello— anoche leí Prometeo encadenado, atribuida al poeta
trágico Esquilo.
Preside la
escena de principio a fin Prometeo, encadenado a una roca en el Cáucaso por haber
robado unas ascuas de la candela olímpica para entregárselas a los hombres.
El castigo
impuesto por Zeus incluye también un águila que a diario hunde su pico en las
entrañas del héroe y se le come el hígado, que por la noche vuelve a
regenerársele para que al día siguiente el pajarraco siga con su festín, y así
por siempre. Terrible castigo, inmenso dolor y eterno sufrimiento para este
benefactor de la humanidad que tenía a los olímpicos más que cabreados.
Pero Prometeo
no es solo el ladrón del fuego divino. Además del calor y de la luz que llevó a
la oscuridad de las cavernas en que vivían como animales, enseñó a los hombres
el arte de la fabricación de herramientas y utensilios, la técnica de la
construcción de casas, la ciencia de los números y de las letras, la práctica
de la agricultura, de la construcción de barcos y de la adivinación de los
sueños.
Sí, el
olímpico Prometeo era el benefactor de la raza humana, y lo era porque él mismo
la había creado insuflando aliento vital a una pella de arcilla que había
modelado con sus manos. El dios no se olvidó de su creación y proporcionó a sus
criaturas la luz de la razón y del progreso, delito imperdonable para los
huéspedes del Olimpo, que no dudaron en su atroz condena y contemplaban
impasibles desde su celeste morada el diario martirio del héroe, convertido así
en «el justo doliente», en símbolo de la rebeldía contra el tirano.
Por ese
misterioso hilo que comunica unas con otras las galerías del espíritu, la
imagen de Prometeo encadenado y picoteado a diario por el águila me ha
recordado a nosotros mismos, a los españoles, y a los griegos de nuestros días,
sometidos por el todopoderoso numen de los ricos podridos —los olímpicos de
estos tiempos menguados—, a todo tipo de recortes y vejaciones en derechos sociales
y laborales, sufriendo en nuestras carnes la despiadada actuación de unos
avarientos mercachifles que solo atienden al superávit de los menos mediante la
explotación, el saqueo, el empobrecimiento y la ruina de los más.
En
la tragedia de Esquilo, el héroe torturado resiste porque conoce el secreto que
acabará con la tiranía que lo ha condenado. Lo mantiene vivo, con esperanza, la
seguridad de su liberación.
Uno, optimista por naturaleza, piensa que también nosotros,
si no el secreto, sí que tenemos al alcance de las manos el poder transparente
de los votos en las urnas, la posibilidad de desalojar de su olímpica poltrona a quienes
han provocado el desastre.
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