lunes, 30 de mayo de 2022

Juegos infantiles: mito, memoria, olvido

 Aquella era una de las últimas aventuras del verano, los días antes de comenzar las clases, cuando ya habíamos agotado los baños en el río, los partidos de carabineros, los saltos a piola y Sevilla eléctrica ‒otro día hablaré de este juego‒, el frontón, las carreras en bici por la avenida Colecor, el voleibol a la sombra de los eucaliptos, junto a La Calahorra, y la segunda sesión en el Campo Deportes. Siempre había uno que lo proponía.

Vamos a por almesas.

Y organizábamos enseguida la excursión, que exigía una mañana entera o toda una tarde, desde bien temprano. Antes de la batida, cada uno tenía que averiguarse una bolsa o taleguilla para almacenar la recolecta, y un canuto de caña, con una buena distancia ‒más de una cuarta‒ entre nudos, y poco más de un centímetro de diámetro. No era difícil encontrar un cañaveral en la orilla del río, donde ahora está el Jardín Botánico, o en algunas de las huertas por las que pasábamos, dejando atrás el viaducto, el Silo, y las casas de la Electromecánicas.

El almeso estaba junto al edificio de entrada a las ruinas de Medina Asara. Majestuoso, viejo ya, enorme, alto y copudo, de amplia sombra, al que trepábamos los más ágiles, apoyando los pies en las manos entrelazadas del compañero, y luego en los hombros, hasta alcanzar las primeras ramas. Las almesas eran unos frutos del tamaño de los guisantes, de color morado casi negro, que en el suelo los más inexpertos podían confundir con las cagarrutas de las cabras. La piel era frágil, quebradiza, y la escasa pulpa, de color amarillo oscuro, era dulzona, parecida al dátil. Pero no las buscábamos como galguería, que lo era, y que sólo comíamos una vez al año. Nos interesaba por el güito, por el hueso, que dejábamos limpio con los dientes, sin sacarlo de la boca, como los huesos de las aceitunas, y luego con la lengua lo colocábamos en el canuto por el que a modo de cerbatana soplábamos con fuerza y nos disparábamos unos a otros. Por unos días, los muchachos del barrio andábamos en la guerra de las almesas, hasta que llegaba el primer día de clase.

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La ninfa Lotis, una de las muchas hijas de Poseidón, era perseguida de continuo por el libidinoso Príapo. Tras una noche de fiesta en la morada de Dionisos, mientras la bella muchacha dormía junto a las bacantes consagradas al dios, el lascivo Príapo maniobraba ya para poseerla, cuando el asno de Sileno ‒no es que este Sileno fuese un animal de herradura o burro, sino que acostumbraba usar uno de ellos, que lo llevaba de acá para allá cuando estaba ebriorebuznó a pleno pulmón y despertó a todo el mundo, que pudo ver el alevoso intento del lúbrico Priapo con su erecto miembro a punto de echar por tierra la doncellez de la ninfa. Despavorida, Lotis huyó y pidió a los dioses benévolos que la transformaran en planta, súplica que los inmortales concedieron metamorfoseándola en un árbol al que llamaron loto, en honor de Lotis.

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Del fruto de ese árbol se alimentaban aquellos hombres que Odiseo y sus compañeros descubrieron en la rapsodia 9 de la Odisea, los comedores de loto: “cuantos probaban este fruto ‒rememora el protagonista‒ , dulce como la miel, ya no querían llevar noticias, ni regresar, antes deseaban permanecer con los lotófagos comiendo loto, sin acordarse de volver a la patria”.

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Es muy posible, dicen las enciclopedias y las guías de plantas mágicas, que aquel loto en que se transformó la hija de Poseidón, de fruto dulce como la miel, que provocaba el olvido de la familia y de la patria, fuera aquel almez ‒celtis australis‒, cuyos frutos recogíamos los muchachos ‒doce, trece años‒ del Campo de la Verdad en los últimos días de verano junto a las ruinas de Medina Azahara para nuestras inocentes batallas de almezas.

Pero tengo mis dudas. Si durante unos días éramos lotófagos, quién y cómo nos devolvió a la realidad, al barrio, a nuestra casa, a los padres, a los hermanos, al instituto… ¿O estoy todavía allí, en el gran loto de Medina Azahara, escupiendo los huesos de las almezas, atrapado en un pasado inamovible, perdido ya para siempre en el olvido? 


miércoles, 25 de mayo de 2022

¿El emérito?


En la Roma antigua, un emeritus era un legionario jubilado al que se le asignaba el emeritum ‒pensión de retiro o jubilación‒, que solía consistir en la concesión de tierras o fincas expropiadas en territorios conquistados. Este emeritus ‒acabado, terminado‒ era el participio de pasado del verbo emereor, utilizado en la expresión stipendia emereri, equivalente a ‘acabado el servicio militar’. Estamos hablando, pues, del pago, o reconocimiento, por un servicio prestado, cuando el individuo ha causado baja como soldado.

En el mundo universitario de nuestros días, aquel uso romano se ha recuperado en la figura del profesor emérito, es decir, el profesor jubilado al que, por su valía o merecimientos, se le concede el privilegio de seguir ejerciendo parcialmente su labor académica. En este sentido corre la primera acepción del adjetivo emérito en el diccionario de la RAE: ‘Dicho de una persona, especialmente de un profesor: que se ha jubilado y mantiene sus honores y alguna de sus funciones”.

En el afán de muchos cortesanos ‒juancarlistas‒ por blanquear la imagen del ex monarca, a alguien se le ocurrió que, trasladando al ámbito institucional ese concepto manejado en el mundo académico universitario, el adjetivo «emérito» salvaba la dignidad y mantenía el prestigio del personaje ante la sociedad, jugando además con la idea de ejemplaridad y merecimiento que asoma claramente en tal palabra. Pero cuando abdicó, el rey Juan Carlos I acabó. ¿Por qué seguir llamándolo rey? ¿Y por qué emérito, si no conservó ninguna de sus funciones oficiales y hasta se le retiró la asignación por parte de la Casa Real? Ni rey, ni pensión de retiro, ni ejemplar, sin embargo, ahí aguanta la muletilla: “el rey emérito”.

El padre de Felipe VI no encaja en el perfil académico universitario, aunque nadie le podrá negar la maestría, en sumo grado, para manejar cuentas archimillonarias en bancos suizos, disponer de tarjetas opacas, crear sociedades off shore en la isla de Jersey (Inglaterra) y en Panamá, viajar a Kazajistán con maletines llenos de billetaje, o cobrar comisiones sonrojantes por mediar en la venta de armas o en la llegada del AVE a La Meca. Todo un doctorado en comisiones, fraude fiscal y blanqueo de dinero, que se le ha excusado por aquello de la inviolabilidad real.

Y uno se pregunta: ese largo currículum ¿se considera mérito o demérito?


jueves, 19 de mayo de 2022

Técnicos de Investigación Aeroterráquea

 A mi hijo Álvaro

Se me ha venido la imagen mientras tomaba notas para un artículo sobre los casos de espionaje salidos a la luz estos días de mayo: cena familiar rutinaria en el pabellón del cuartel; llaman a la puerta; abrimos y antes de entrar hasta el pequeño comedor muy serio, Barrena, el guardia de puertas pide la venia.


¿Da usted su permiso, mi sargento?
Adelante, Joaquín, dime.
Un mensaje cifrado, mi sargento, urgente.

Aprieta los labios y se queda mirando al frente, erguido, como no viéndonos. Mi padre se levanta. Está en camiseta de tirantes. Entra en su dormitorio y sale abotonándose la camisa verde detrás del guardia. Serio. Apurado.


Un mensaje cifrado.
Eso qué es, mamá.
No sé, hijo, cosas oficiales.
Y seguimos cenando.

Primavera y verano del 68. En los telediarios veo algunas imágenes de París. Llegan más mensajes cifrados a la centralita de radiotelegrafía del cuartel. Alguna vez mi padre trae a casa las claves y el mensaje para que le ayude. Me divierto al principio, luego me aburro: instrucciones sobre servicios y vigilancia en la población.

Esa imagen del mensaje en cifra que necesita una clave para ser entendido me lleva a otra en plena infancia, cuando mi hermana y yo hablábamos también en jerigonza, intercalando entre las sílabas de una palabra una sílaba con la letra p más la vocal que correspondiera yopo mepe llapamopo jupuanpa joposepe peperezpe zarpacopo‒, hasta que se nos enredaba la lengua y la risa nos impedía seguir con el juego.

El dominio del lenguaje encriptado ‒recuerdo haber usado también el morse con mis amigos y compañeros de clase‒ transmitía sensación de poder, de seguridad y de superioridad ante quien desconocía el código. Los mensajes en cifra eran cosas de niños, como las charadas y los jeroglíficos, como los enigmas y acertijos que aparecían en los tebeos. Y los espías eran aquellos personajes desastrosos, incapaces de resolver un caso a derechas, y que solían acabar escondidos en el desierto de Gobi o en el Polo Norte, como Mortadelo y Filemón, los inigualables agentes de la T.I.A., con el Súper, la gorda Ofelia y el orate profesor Bacterio; como Maxwell Smart, el superagente 86, con su zapatófono; como Anacleto, agente secreto, que no se enteraba de la misa la media; o el internacional Tintín y el borrachín del capitán Haddock, los detectives Hernández y Fernández. Luego, el cine encumbró universalmente al agente secreto 007, con licencia para matar, en compañía de la enamorada Moneypenny, el exigente M, el ingenioso Q, y recientemente lo ha hecho con la saga de Bourne, sin olvidar las parodias del género, como la delirante e hilarante Top Secret, o el no menos alucinante Austin Powers, enfrentado al disparatado doctor Maligno y su Mini Yo. Todos aquellos personajes de tebeo y de cine lo eran de ficción, hasta que en plena adolescencia oímos el nombre de Mata Hari, fusilada en París por cargo de espionaje, y el de Alfred Dreyfus, y comprendimos que los juegos de espías también eran cosa seria y de mayores.

El diccionario académico define como ‘espía’ a quien con disimulo y secreto observa o escucha lo que pasa, para comunicarlo a quien tiene interés en saberlo. Un espía es, pues, un mandado. Cuando está al servicio de dos autoridades estamos ante el clásico «agente doble», como el famoso Kim Philby, que trabajaba simultáneamente para el gobierno británico y para Iósif Stalin. La palabra «espionaje» nos llegó a través del francés espionnage, término que la lengua hermana derivó del germánico spahen. El espion era el soldado que se acercaba o se infiltraba en el campamento enemigo para obtener información.

El primer espía europeo de nombre conocido aparece en la Ilíada. Fue un troyano mal encarado pero excelente corredor, llamado Dolón, que pidió ‒le gustaba la buena vida y el lujo, como a James Bond‒ el carro y los caballos de Aquiles a cambio de infiltrarse en el campamento griego. Disimulado bajo la pellica de un lobo y corriendo a cuatro patas, fue descubierto por el astuto Ulises y su compañero Diomedes, que lo interrogaron ‒cantó la Traviata‒ antes de decapitarlo. El espía está muy cerca del «agente secreto», encargado de realizar misiones secretas ‒obtener información, boicotear, secuestrar, rescatar, asesinar‒ para un Estado. De eso tendrían mucho que contar los agentes Amedo y Domínguez.

Fuera del tiempo de guerra, espiar es una fullería, es hacer trampa, romper el principio de honestidad que debe regir las relaciones entre instituciones y entre países. En un escenario bélico, cada contrincante busca su supervivencia, todo vale para acabar con el enemigo y por eso se admite el espionaje. Lo cuestionable es el espionaje en tiempo de paz.