jueves, 11 de febrero de 2021

La burocracia del Reich

 Es una de esas extrañas imágenes de infancia que nunca olvidaré; una imagen que no dudo haber visto, que no he inventado ni deformado con el paso del tiempo, y que solo de mayor entendí en toda su extensión. Y en todo su horror. La primera vez que la vi era niño, aunque ya en transición. Me llamó la atención el titular y la fotografía en blanco y negro que luego he visto muchas veces. Apareció al menos dos años seguidos, por las mismas fechas, lo recuerdo porque el segundo año que la vi recordé haberla leído el año anterior, en una sección de la revista ¡Hola! llamada algo así como «Mundo gráfico» o «Noticias gráficas», en la que aparecían fotografías curiosas de todo el mundo con un breve comentario. Un prisionero solitario, una cárcel entera para él, cadena perpetua. Nada se decía de los motivos por los que aquel hombre de pobladas cejas había acabado en una prisión alemana custodiada por tropas internacionales. Luego supe quién había sido, qué leyes había firmado y qué atrocidades consentido. La prisión estaba en la ciudad alemana de Spandau. El prisionero, Rudolf Hess, apareció ahorcado el 17 de agosto de 1987. Para entonces ya tenía uno plena conciencia del horror de los campos nazis.

En la primera página de Los hundidos y los salvados recoge Primo Levi un fragmento de las memorias de Simon Wiesenthal, donde éste recuerda lo que los soldados de las SS decían a los prisioneros: “De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros, que lo negaremos todo, no a vosotros. La historia del Lager, seremos nosotros quien la escriba”.

Pero los nazis se equivocaron. Por mucho que hacia el final de la guerra quisieron eliminar las huellas de sus atrocidades, a pesar del no querer saber del pueblo alemán, por encima del negacionismo, ha llegado hasta nuestros días el testimonio de quienes pasaron por esos campos de la muerte y tuvieron la suerte de sobrevivir para contarlo. A través de la literatura y del cine, de la investigación y la publicación de documentos de la época, con ayuda incluso de la pintura y de la música, o de los restos arquitectónicos, hemos podido acercarnos al espanto de los campos de concentración, hacernos una idea del sufrimiento de las víctimas y comprobar el grado de abyección y crueldad a que es capaz de llegar el ser humano con sus semejantes. Rudolf Hess fue uno de los artífices de aquella monstruosidad, sobre la que Primo Levi afirma: “En ningún otro lugar o tiempo se ha asistido a un fenómeno tan imprevisto y tan complejo: nunca han sido extinguidas tantas vidas humanas en tan poco tiempo ni con una combinación tan lúcida de ingenio tecnológico, fanatismo y crueldad”.

A esa perversa trilogía que alimentó la guerra y el genocidio —fanatismo, crueldad, tecnología— hemos de añadir la maquinaria administrativa del Tercer Reich, la implacable burocracia nazi, que generó millones y millones de documentos extraordinarios—informes de personas y familias, inventarios de bienes, documentos de identidad, pasaportes y salvoconductos, registros de producción de armamento, certificados de “ariedad”, informes de espionaje y contraespionaje, sentencias judiciales...—, ese prurito, en fin, propio de una organización estatal rigurosamente jerarquizada, de dejar constancia escrita, de archivar papeles, que no llegaron a desaparecer y sirvieron para sacar a la luz la realidad de los millones de víctimas de la locura hitleriana.

Gracias a esa “burocracia de la muerte” hoy podemos consultar las listas de prisioneros (italianos, españoles, portugueses, austríacos, yugoslavos, rusos, franceses) transportados en el convoy que parte de Fallingbostel, en el norte de Alemania, el 25 de enero de 1941 y llega dos días más tarde a Mauthausen, en el que iba Eusebio Crespo Díaz; conocer el historial de prisiones y campos por los que pasó Casimiro Romero Estrella antes de morir en Gusen el 12 de julio de 1941, a las 12 de la mañana; buscar en la lista de prisioneros hechos por el ejército alemán al nordeste de Francia en octubre de 1940, el nombre de Juan Romero Arroyo; saber en qué consistió la «Operacion Porto», en la que Rufo López Romero fue detenido por la Gestapo; comprobar que Antonio Romero Rísquez pasó por el campo de Le Vernet de Ariège (sur de Francia), antes de ser deportado a Mauthausen; o de felicitarnos por la larga vida de Juan Romero Romero después de pasar cuatro años en ese mismo campo.

Parte de esa ingente burocracia del exterminio —el monstruo nazi había crecido demasiado y fue imposible borrar todas sus huellas— son los documentos referidos a los seis vecinos de Torrecampo mencionados, que he consultado estos días. A pesar de estar ante copias digitales de dichos documentos, siente uno tristeza y dolor profundos (por la muerte de tres de ellos en Mauthausen-Gusen y por las penalidades que hubieron de soportar los supervivientes), al imaginar la llegada al Lagerel miedo y la extenuación tras un viaje de días hacinados en un vagón, los gritos incomprensibles de las bestias nazis, los empujones, los golpes brutales al bajar del tren, la selección, la desposesión de todo cuanto les recordara su vida anterior (ropas, relojes, anillos, zapatos), la desnudez más absoluta y humillante, el rapado, las sucias chaquetas y pantalones de rayas, el tormento de la sed de días, del hambre—, el desconcierto, la angustia por dejar para siempre atrás a la familia, los amigos, el pueblo; un desprecio sin fisuras por quienes organizaron, consintieron y colaboraron en semejante barbaridad; un intenso desasosiego al ver las firmas de los oficiales nazis, los sellos estampados por los escribientes en un despacho del campo, al constatar esa querencia alemana por la precisión, el orden y la clasificación —lugar y fecha de nacimiento, oficio, domicilio, Stalag de procedencia, lugar y fecha de detención, llegada al campo, lugar, fecha y hora de la muerte—, que ha permitido encontrar el hilo biográfico de más de 9.000 españoles víctimas del infernal estado nacionalsocialista, entre ellos los seis hombres de Torrecampo ya citados, que serán nombrados hijos predilectos de la villa y cuya memoria será honrada en sendos stolpersteines.

Lejos de las cínicas pretensiones nazis, el tiempo ha conservado la siniestra burocracia genocida y ha instaurado la verdad.



Hoja número 7 de la lista de transporte desde el campo de Dachau al de Mauthausen. Archivos de Arolsen (Alemania). 

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