«Ahora es después de comer, el pequeño Felix acaba de atravesar mi cuarto en brazos de la señorita para ser llevado al dormitorio, seguido de mi padre, al cual sigue mi cuñado, al cual sigue, a su vez, mi hermana. Lo acaban de acostar en la cama de mi madre, y en la puerta que da a mi habitación mi padre permanece atento para ver si Felix aún lo llama, pues es el a quien más quiere. Y, en efecto, grita dié-dié, que quiere decir abuelo, y mi padre, temblando de alegría, abre entonces varias veces la puerta, asoma rápidamente la cabeza varias veces, y arranca al niño unos cuantos gritos más de dié-dié».
La cita nos presenta una escena doméstica en que un niño de escasa edad —la “señorita” lo lleva en brazos; balbucea apenas unas palabras— es el centro de atención de la familia, que lo sigue en comitiva hasta la habitación en que va a dormir la siesta. La escena, contada en primera persona por el tío del niño, destaca la ternura de un abuelo emocionado por las palabras de su nieto y el cómico efecto —afecto— de esa procesión que sigue a la niñera con el infante en brazos. Es sin duda una imagen de la felicidad y del amoroso desvelo que aporta a una familia el primer hijo, el primer nieto, sin embargo, ha producido en mí un vivo desasosiego, una honda punzada de dolor y de tristeza, pues era consciente de que todos los personajes reunidos en esa escena eran rigurosamente históricos, tan reales entonces como yo lo soy esta misma tarde de enero de 2021, y de que todos, excepto los abuelos, tuvieron por un motivo u otro una muerte prematura.
El fragmento pertenece a una carta escrita por Franz Kafka el domingo 9 de marzo de 1913, dirigida a su novia de entonces, la berlinesa Felice Bauer. Ese “mi cuarto” de la primera línea era su habitación —tenía dos puertas, daba paso a otra estancia— en la casa familiar, en el número 36 de la Niklastrasse, a la vista del puente de Čech sobre el Moldava, el puente que aparece en la última frase de La condena. Desde esa habitación, que inspiró la de La metamorfosis, Franz Kafka, como Gregor Samsa, observaba, y sufría, el alboroto de su familia, sus conversaciones, sus entradas y salidas, los gritos de los niños, las exclamaciones de los padres, de los abuelos, de las tías, las visitas que llegaban y se iban, los juegos de cartas por la noche: “Estoy sentado en mi habitación, el cuartel general del ruido de toda la vivienda”, escribió en un texto breve de 1911 titulado «Mucho ruido».
Uno de aquellos días en que le escribía a Felice Bauer, Kafka interrumpe el hilo principal de su carta y le cuenta la escena del niño en brazos de la “señorita” seguida por el abuelo, el padre y la madre. El escritor checo arrastraba ya achaques de salud —jaquecas, insomnio, cansancio, problemas digestivos—, que sobrellevaba con resignación, con una estricta dieta vegetariana y con estancias en sanatorios naturistas durante el verano, pero nada hacía pensar en la tuberculosis diagnosticada cuatro años más tarde, que acabó con su vida el 3 de junio de 1924, un mes antes de cumplir los 41. Un hombre joven. Una muerte temprana. Igual que la de su cuñado, muerto de cáncer a los 55 años. Muertes naturales, si entendemos que la enfermedad está en la naturaleza del ser humano. Lo mismo que entendemos la naturalidad en la muerte de los padres de Kafka cerca de los 80 años. Leyes de la Vida. De la Naturaleza. Son, entiéndaseme bien, muertes justificadas. La maquinaria desgastada. La enfermedad. Muertes que vienen de dentro de nosotros.
Pero otras muertes vienen de fuera. Son hijas de la perversidad, del crimen, de mentes podridas. Muertes prematuras, independientemente de la edad, e injustificables, y por ello mismo más dolorosas aún, pues son obra humana, no de la fatalidad de un accidente o de una catástrofe.
La señorita que lleva al niño en brazos es Marie Werner, una joven judía de 29 años, nacida en Elbeteinitz, unos 80 kilómetros al este de Praga, que trabaja como ama de llaves para la familia Kafka desde 1911. La pista de la señorita Werener se pierde en 1942, en la vorágine atroz del holocausto.
En otoño de ese mismo año desapareció también Gabrielle (Elli) Kafka, madre del pequeño Félix, la mayor de las tres hermanas del escritor, casada con Karl Hermann. De ese matrimonio nacieron tres hijos: Felix (1911), que en la escena que nos ocupa tenía 15 meses; Gertrude, Gerti (1912), que para entonces había cumplido los cinco, y Hanna, que vino al mundo en 1919. Elli Kafka y su hija Hanna, detenidas en Praga el 21 de octubre de 1941 y deportadas al gueto de la ciudad polaca de Lodz, fueron asesinadas en otoño de 1942 en el campo de Chelmno —el primero en utilizar gas, que acabó con 152.000 personas (judíos, prisioneros rusos y polacos, gitanos)—, creado por los nazis para exterminar a la población judía concentrada en los guetos de Lodz y Warthegau.
El pequeño Felix logró salir de Praga, pero en su huida fue detenido por la Gestapo y enviado al campo francés de Le Vernet, en Ariège, al sur de Toulouse. La fecha oficial de su muerte, 17 de agosto de 1940, coincide con la llegada al campo francés de un convoy de 3.728 judíos organizado por el general criminal Ernst Kundt. Felix Hermann tenía 29 años.
Ninguno de los presentes en la escena descrita por Franz Kafka, ni él mismo siquiera, pensaba entonces en un mundo en el que no estuvieran todos ellos. La vida discurría amable y venturosa. El negocio de los abuelos —mercería y complementos— rendía cada año más. Kafka había publicado ya en diferentes revistas, había aparecido su primer libro, Contemplación, había escrito La condena y el primer capítulo de su novela sobre América, «El fogonero». Tenía claro que él solo era, y solo podía ser, literatura. Estaba entusiasmado además por su relación con Felice Bauer. En cuanto a Elli y su marido, estaban al comienzo de su matrimonio. Karl, agente comercial, se había encargado de la fábrica de amianto en que habían invertido unos miles de coronas el propio Kafka, su padre y el tío Alfred, hermano de la madre del escritor. No imaginaban la guerra que se avecinaba, la ruina final de la empresa, la gran inflación alemana del 24, ni el crescendo nazi. Tampoco pensaba más allá la señorita Werner, una aldeana que sólo hablaba checo y bastante tenía con las faenas domésticas y el cuidado de los niños de la familia. En cuanto al pequeño Felix, de poco más de un año, ya hemos leído dónde estaba su horizonte aquel domingo después de comer: dié, dié.
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