jueves, 21 de enero de 2021

Los buenos perros (L)


     Nunca me he avergonzado, ni siquiera ante los jóvenes escritores de mi siglo, de mi admiración por Buffon; pero hoy no es el alma de este pintor de la naturaleza pomposa la que llamaré en mi ayuda. No. 
     Mucho más gustoso me dirigiría a Sterne y le diría: “¡Baja del cielo, o sube hacia mí desde los Campos Elíseos para inspirarme en favor de los buenos perros, de los pobres perros, un canto digno de ti, sentimental farsante, incomparable farsante! ¡Vuelve a horcajadas sobre ese famoso asno que te acompaña siempre en la memoria de la posteridad, y sobre todo que el asno no olvide llevar, delicadamente colgado del hocico, su inmortal galleta de almendras. 
     ¡Atrás la musa académica! Nada quiero nada con esa viaje mojigata. Invoco a la musa familiar, ciudadana, viva, para que me ayude a cantar a los buenos perros, los pobres perros, los perros llenos de barro, a los que todo el mundo aparta por apestados y llenos de pulgas, menos el pobre con el que se han asociado, y el poeta que los mira con ojos fraternales. 
     ¡Maldito el perro bonito, ese vanidoso cuadrúpedo, danés, king-charles, carlino o faldero, tan encantado de sí mismo que se lanza indiscretamente a las piernas o a las rodillas del visitante, como si estuviera seguro de resultar agradable, inquieto como un niño, tonto como una chica fácil, arisco a veces e insolente como un criado! ¡Malditas sobre todo esas culebras de cuatro patas, temblorosas y holgazanas llamadas lebreles, que ni siquiera albergan en su hocico puntiagudo suficiente olfato para seguir la pista de un amigo, ni en su cabeza aplastada inteligencia bastante para jugar al dominó! 
     ¡A la perrera todos esos fastidiosos parásitos! 
     ¡Que vuelvan a su perrera sedosa y acolchada! ¡Yo canto al perro enlodado, al perro pobre, al perro sin domicilio, al perro vagabundo, al perro saltimbanqui, al perro cuyo instinto, como el del pobre, el del gitano y el del actor, está maravillosamente aguijoneado por la necesidad, esa tan buena madre, esa verdadera patrona de las inteligencias! 
     Canto a los perros calamitosos, sean errantes, solitarios, por los sinuosos barrancos de las inmensas ciudades, o sean los que le han dicho al hombre abandonado, con ojos parpadeantes y espirituales: “¡Llévame contigo, y de nuestras dos miserias quizá hagamos una especie de felicidad!” 
     ¿A dónde van los perros? decía en otro tiempo Nestor Roqueplan en un inmortal artículo que sin duda ha olvidado, y que solamente yo, y quizá Saint-Beuve, recordamos todavía. 
     ¿A dónde van los perros, decís vosotros, hombres desatentos? Van a sus asuntos. 
     Citas de negocios, citas de amor. En medio de la niebla, sobre la nieve, entre la basura, bajo la mordiente canícula, cuando diluvia, van, vienen, trotan, pasan bajo los coches, excitados por las pulgas, la pasión, la necesidad o el deber. Igual que nosotros, ellos se levantan temprano y se buscan la vida o corren en busca de sus placeres. 
     Los hay que duermen en unas ruinas de las afueras y vienen, cada día a la misma hora, a reclamar su ración a la puerta de una cocina del Palacio Real; otros recorren en tropel más de veinte kilómetros para compartir la comida que les ha preparado la caridad de ciertas vírgenes sexagenarias cuyo corazón vacío se ha entregado a los animales, en vista de que los hombres imbéciles no lo quieren. 
     Otros que, como negros fugitivos, frenéticos de amor, abandonan ciertos días su casa para venir a la ciudad y divertirse un rato alrededor de una bella hembra poco aseada, pero orgullosa y agradecida. 
     Y todos son exactos, puntuales, sin cuadernos, sin notas ni carteras. 
     ¿Conoces la perezosa Bélgica y has admirado, como yo, a todos esos perros vigorosos enganchados al carro del carnicero, de la lechera o del panadero, y que dan testimonio, por sus ladridos triunfantes, del placer orgulloso que sienten al rivalizar con los caballos? 
     Aquí tienes a dos que pertenecen a un orden más civilizado todavía. Permíteme introducirte en la habitación del saltimbanqui ausente. Una cama de madera pintada, sin cortinas, mantas que arrastran y llenas de pulgas, dos sillas de paja, una estufa de hierro, uno o dos instrumentos de música estropeados. ¡Oh, qué triste mobiliario! Pero mira, te lo ruego, a esos dos personajes inteligentes, con ropas a la vez desgastadas y suntuosas, con gorras como trovadores o militares, que vigilan con atención de brujos la obra sin nombre que cuece sobre la estufa encendida, y en el centro de la cual se yergue un cucharón, plantado como uno de esos mástiles con que los albañiles anuncian la culminación de un edificio. 
     ¿No es justo que tan celosos comediantes se pongan en marcha después de llenar su estómago con una sopa potente y solida? ¿Y no vas a perdonar un poco de sensualidad a estos pobres diablos que tienen que afrontar durante todo el día la indiferencia del público y las injusticias de un director que se lleva la mayor parte y se come la sopa de cuatro comediantes? 
     ¡Cuántas veces he contemplado, sonriente y conmovido, a todo estos filósofos de cuatro patas, esclavos complacientes, sumisos o devotos, que el diccionario republicano podría calificar como oficiosos, si la república, demasiado ocupada por la felicidad de los hombres, tuviera tiempo de encargarse del honor de los perros! 
     ¡Y cuántas veces he pensado que quizá hubiera un lugar (quién sabe, después de todo) para recompensar tanto valor, tanta paciencia y trabajo, un paraíso especial para los buenos perros, los pobres perros, los perros sucios y desolados! ¡Swedenborg afirma que hay uno para los turcos y otro para los holandeses! 
     Los pastores de Virgilio y de Teócrito esperaban como premio a sus cantos alternos un buen queso, una flauta del mejor artífice o una cabra con las ubres hinchadas. El poeta que ha cantado a los pobres perros ha recibido como recompensa un bonito chaleco de color desvaído y rico a un tiempo, que hace pensar en los soles de otoño, en la belleza de las mujeres maduras y en los veranos de San Martín. 
     Ninguno de los presentes en la taberna de la calle Villa Hermosa olvidará con qué brío el pintor se despojó de su chaleco en favor del poeta, pues bien había comprendido que era bueno y honesto cantar a los pobres perros. 
     Así ofrecía un magnífico tirano italiano de los buenos tiempos al divino Aretino una daga rica en pedrería o un manto de corte, a cambio de un hermoso soneto o de un curioso poema satírico. 
     Y cada vez que el poeta se pone el chaleco del pintor, se ve obligado a pensar en los buenos perros, en los perros filósofos, en los veranos de San Martín y en la belleza de las mujeres muy maduras.



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