Cuatro de la madrugada. Luces mortecinas en el andén. El brillo mate de
los raíles. El reloj colgante. El nombre de tu ciudad con grandes letras en la
pared. Los bultos de algunos viajeros en los bancos. Otros de pie junto a sus
equipajes. A un extremo y otro de la estación, frente a ti, más allá de las
vías, la noche. Como en un sueño, como si en el mundo solo existiera aquella
pequeña estación mal iluminada en medio de un desierto de oscuridad.
Subes al vagón. Huele a hierro. A tabaco. A sueños perdidos.
Te duermes enseguida y despiertas muy lejos, ya bien amanecido, en una
estación desconocida de otra provincia.
Se mueve el tren de nuevo, muy despacio. Al otro lado de las vías, en un
parque donde amarillean y caen a la tierra las primeras hojas, a la luz clara y
limpia de la mañana de otoño camina abrazada una pareja. Se detienen un
momento. Se besan. Se miran a la cara. Se dicen cosas. Ríen. Vuelven a besarse
y siguen caminando en su abrazo. Los dejas atrás, pero contigo van ya para
siempre, estampa viva del amor y del contento, como tú nunca has visto en tus
padres, ni imaginado siquiera. Viva también hasta hoy la emoción que brincaba
en tu pecho, la felicidad que inundó tus ojos ante aquellos anónimos amantes,
ajenos en su dicha al niño que miraba desde la ventanilla de un tren y celebra
ahora, al cabo de tantos años, aquel regalo, aquel amor en la mañana de octubre.
Tenías nueve años. Tu primer viaje en tren.
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