El primer poema de Cernuda que leí fue una traducción al francés de «Birds
in the Nigth» hecha por Manuel Rubiales, nuestro profesor de Francés en la
Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba. Era un poema transgresor cuando se
escribió en 1956, y lo seguía siendo en la España tardofranquista, cuando
hubimos de restituirlo a su lengua original. Comenzaba entonces, o proseguía,
en una ciudad como Córdoba, según veremos más adelante, la recuperación del
poeta sevillano, cuyo nombre y figura eran los más desdibujados —solo el nombre
y su muerte en el exilio conocía uno entonces—, de la Generación del 27, apareciendo
en último lugar en la nómina del grupo, después de García Lorca, Alberti,
Aleixandre, Salinas, Diego, Prados y Altolaguirre.
La crisis del petróleo, con subida galopante de los precios, el golpe de
estado en Chile y la muerte de Salvador Allende, la guerra del Vietnam, Angela
Davis, Patricia Hearst, las Brigadas Rojas, la Baader Meinhof, los tupamaros,
los montoneros, las olimpiadas sangrientas de Munich, Londonderry, Septiembre
Negro, ETA, el GRAPO, el FRAP, la contestación antifranquista y la represión
policial, Carrero Blanco, la Plaza de Oriente, la ejecución de etarras, la
agonía y muerte de Franco, dan idea de la temperatura social fuera y dentro de
nuestro país, y explican la boga de ciertas corrientes artísticas en
consonancia con las circunstancias del momento.
Tales circunstancias hicieron aflorar en España la literatura social y
contestataria, la literatura comprometida, según la cual el escritor ha de ser portavoz
de la mayoría silenciosa, silenciada, oprimida por el poder político y
económico. Literatura de denuncia, heredera en parte de la poesía desarraigada
y existencial de la posguerra. Se prefería al Blas de Otero comunista y
combativo, no al poeta existencial de Redoble de conciencia y Ángel
fieramente humano, que uno leía en las frágiles ediciones de Losada. Se
buscaban los libros de Gabriel Celaya, especialmente los Cantos iberos,
uno de cuyos poemas se convirtió en himno y norte: «La poesía es un arma
cargada de futuro». Se reivindicaba y se cantaba al poeta soldado Miguel
Hernández, al bueno de don Antonio Machado, por su vena jacobina y republicana,
y se recitaba y representaba al Lorca más andalucista, el de los romances
gitanos, Ignacio Sánchez Mejías y el cante flamenco.
En ese ambiente politizado de mediados de los setenta, entre mis 17 y mis
21 años, me encontré con aquel poema de Luis Cernuda, cuya lectura, ya en
español, conmovió mis débiles cimientos personales y literarios: el poema
hablaba abiertamente de la homosexualidad de sus dos protagonistas —Vivieron,
bebieron, trabajaron, fornicaron—; atacaba sin ambages la hipocresía
social, resumía a la perfección la vida y obra de Verlaine y de Rimbaud,
olvidado aquel, el maestro, y jaleado éste, el joven, como el no va más de la
literatura —Poetas mozos de todos los países hablan mucho de él en sus
provincias—; y tenía un final realmente epatante:
¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.
Y dicho, escrito, el poema en una
lengua y un tono llano, coloquial, nada “poético”, que poco tenía que ver con
la retórica de sus compañeros de generación. Cernuda tenía una voz distinta.
Al cabo de unos meses conocí a
Fátima —menuda, tímida, tierna sonrisa—, que llevaba siempre, abrazado al pecho
o en su bolso, un ejemplar de La realidad y el deseo en aquella edición
con portada de color amarillo calabaza del Fondo de Cultura Económica.
Enseguida tuve curiosidad. El título me sedujo desde el principio, porque yo
mismo andaba en ese conflicto, en el deseo de amar y ser amado y la realidad de
mi soledad, de escribir buenos versos y no aquellas composiciones patéticas y abstrusas
que acababan quemadas o en la papelera, en el deseo de viajar y la realidad de
mis exiguos medios económicos, de ser un tipo sociable, simpático y locuaz en
lugar del reconcentrado y tímido que era, en el deseo de sentirme a gusto
conmigo y la realidad de mi carácter simple y mi sentimiento de inferioridad.
Difíciles años aquellos en lo personal. De búsqueda e insatisfacción, de
aparentar normalidad cuando estaba en el pozo de la confusión. Años difíciles
de deseo y de realidad. El único consuelo lo encontraba en la poesía —en Trilce,
en algunos sonetos de Blas de Otero, en los versos atormentados de Poeta en
Nueva York, en la voz ecuménica de Walt Whitman, en Antonio y Manuel
Machado, en las novelas de Juan Goytisolo—, y en los discos de Leonard Cohen,
Dylan, Lou Reed, Janis Joplin, Neil Young, John Denver, las primeras grabaciones
de Bruce Springsteen, jazz de Nueva Orleans, música clásica, cantautores
españoles…
Acostumbrado a los escuetos volúmenes
de poesía con una sola obra, aquel libro me atraía porque recogía buena parte
de la creación de un poeta, pudiendo hacer así una lectura cronológica de su
obra, cosa que solo había hecho hasta entonces con Antonio Machado. El poema
favorito de Fátima era «El joven marino» —marcado en mi libro por un pétalo
seco—, garrulo y ampuloso, en opinión del propio Cernuda, que me sorprendió por
su extensión —era el segundo poema que leía de Cernuda— y me defraudó por
cierta dificultad para seguirle el hilo. Durante unos meses leímos y hablamos
lacónicamente de muchos poemas de aquel libro, hasta que por un tiempo
desaparecimos uno para el otro y me quedé con las ganas de leer el libro al completo.
Busqué La realidad y el deseo en las librerías de la ciudad. Quería
seguir leyendo a Cernuda en aquella misma edición, pero no la encontré, y hube
de conformarme con un volumen publicado en septiembre de 1975 por Seix Barral, Invitación
a la poesía, que conservo todavía y que acabo de releer para estas notas.
Es una antología hecha por Carlos-Peregrín Otero, profesor español que conoció
a Cernuda en el verano de 1960 en Los Ángeles, cuando el poeta dio unas
conferencias durante los meses de junio y julio a cargo de la Universidad de
California. La selección de poemas es cuantitativamente suficiente, aunque solo
en la tercera parte sigue un criterio cronológico.
Por entonces había tomado la costumbre de leer fuera de casa, y no me
refiero a las bibliotecas, que las frecuentaba, sino a plazas, jardines y
tabernas de la ciudad. Recuerdo haber leído Los raros y otras obras de
Rubén Darío en los Jardines de la Agricultura, a Zorrilla en los del Alcázar; a
Ángel González en la plaza de la Magdalena, a Ricardo Molina en la Sociedad de
Plateros de San Francisco, en una de las tabernas de la calle del Reloj y en
diversos parajes de la Sierra. A Cernuda lo leí más de una mañana y de una
tarde en la Alameda del Obispo, un lugar bien arbolado, tranquilo y sombreado,
a orillas del Guadalquivir, pasado el puente de San Rafael. De aquellos días
recuerdo especialmente «Vereda del cuco», uno de sus grandes poemas, bellísima
reflexión sobre el deseo y la búsqueda del amor, sobre el descubrimiento y la
asunción de la propia afectividad, sobre la experiencia amorosa —el amor como
instancia trascendente, fuerza motora de la vida, de la belleza, de la luz—,
con símbolos como el camino (la vereda, la senda oscura), la sed, la
fuente, el agua, el goce amoroso (Oh tormento divino, Oh divino deleite)
y oxímoros que nos llevan a San Juan de la Cruz: silencio sonoro, soledad
poblada. El poema, escrito en Cambridge durante la primavera de 1944, era
una honda lección de poesía. Y de pensamiento existencial. Un poema que parecía
hablar también de mí, de aquellos días juveniles de búsqueda, de soledad y de
errancia por la ciudad.
Esa distancia que aseguran quienes lo trataron, que Luis Cernuda marcaba
ante los demás, esa campana de la timidez y de la protección de su intimidad
—aunque su poesía es verdaderamente autobiográfica—, ese retraimiento en sus
relaciones sociales, se trasladan a su poesía: no todo el que se acerca a su
poesía lo acepta, lo comprende y termina frecuentándolo.
Cernuda es un poeta complejo. Salvo excepciones —«Los espinos», pese a su
brevedad y elaborada sencillez, es un poema perfecto, líricamente claro para
cualquiera que lo lea—, su poesía no suele entregarse a la primera lectura,
exige una cierta asiduidad en el trato, porque la personal sintaxis del
sentimiento y del pensamiento no suelen dejar la puerta abierta de par en par,
sino que hemos de empujarla con suavidad para pasar a la clara y cálida
estancia donde habita el alma del poeta. Lo que nos atrapa de Cernuda no es el
borbotón, el torrente impetuoso, el pellizco o el duende de García Lorca, ese
puñetazo que Kafka le exigía a la buena literatura, sino el paladeo meditativo,
la morosa degustación, la reflexión en calma.
Otra de las dificultades, quizá sería más apropiado hablar de
características, de muchos poemas de Cernuda es su extensión, que exige un plus
de concentración y de mente clara en el lector. Aunque me confieso partidario
de las “distancias cortas”, de las formas poéticas breves, he de reconocer que
el poeta sevillano es un consumado maestro en el poema largo, como comprobamos
en «La adoración de los magos» —Lo leo cada tarde del 5 de enero desde hace
años—, en «Luis de Baviera escucha Lohengrin» —¿Quién se iba a perder
esa escena de la película de Visconti?— o en «Lázaro», que va más allá, o más
acá, del personaje bíblico, al recoger alegóricamente la propia experiencia del
poeta en su nueva vida en otro país, en otra lengua.
Cultivó Luis Cernuda los grandes temas de la poesía universal —el tiempo,
el paraíso perdido, la melancolía, el paisaje, la belleza, la soledad— pero
ante todo es poeta amoroso, aunque en aquellos días universitarios de mediados
de los setenta, el poeta oficial del amor en la Generación del 27 era Pedro
Salinas, autor de La voz a ti debida, libro de cabecera en materia
amorosa de mi generación. Sin embargo, Cernuda nos conmovía también con
aquellas tremendas declaraciones: “Libertad
no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío”. O con
ese poema que comienza con la expresión amorosa más simple del mundo:
Jugueteando como animalillo en la arena
O iracundo como órgano impetuoso;
Te lo he dicho con el sol,
Que dora desnudos cuerpos juveniles
Y sonríe en todas las cosas inocentes;
Te lo he dicho con las nubes,
Frentes melancólicas que sostienen el cielo,
Tristezas fugitivas;
Te lo he dicho con las plantas,
Leves criaturas transparentes
Que se cubren de rubor repentino;
Te lo he dicho con el agua,
Vida luminosa que vela un fondo de sombra;
Te lo he dicho con el miedo,
Te lo he dicho con la alegría,
Con el hastío, con las terribles palabras.
Pero así no me basta:
Más allá de la vida,
Quiero decírtelo con la muerte;
Más allá del amor,
Quiero decírtelo con el olvido.
¿Qué poeta contemporáneo había hablado así del amor, con esa pasión, con tal sinceridad, con lengua tan sencilla?
En aquellos años finales de la dictadura, Cernuda era también leído en
cuanto poeta de la diáspora republicana, autor de durísimos poemas críticos
contra la madre patria, destruida por las desigualdades —madrastra que echa de
sí a sus hijos—, y contra sus paisanos, gentes de viscerales sentimientos
extremos, causantes del enfrentamiento y la ruina. Basta leer «Ser de Sansueña»
o «A sus paisanos» para comprobar el rechazo y el resentimiento del poeta
contra la España y los españoles de su tiempo.
Pasó uno la etapa cernudiana en su escritura, claro está, pero el
resultado —el lenguaje— era demasiado evidente, y todos aquellos papeles
acabaron Guadalquivir abajo camino del mar. Sí dejaron, años después, una huella
permanente en la manera de entender el estilo, de usar la lengua, los poemas en
prosa de Ocnos y de Variaciones sobre tema mexicano.
Andaba ya uno en el empeño de sus diarios, muy fragmentarios aún, de
recuperación de momentos de su infancia, y al leer el libro de Cernuda supo
inmediatamente que eso era lo que buscaba: un lenguaje sencillo y literario a
un tiempo, una prosa natural, sin excesos retóricos, como pronto descubrí que
había ensayado Baudelaire siguiendo el ejemplo de Aloysius Bertrand en Gaspar
de la noche: “¿Quién no ha soñado —se preguntaba el autor del Spleen de París
en el prólogo— el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin
rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos
líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la
conciencia?”
En homenaje a aquellas primeras lecturas cernudianas
traigo aquí, sin añadir ni quitar tilde, dos apuntes que entonces anoté a lápiz
en los espacios en blanco del libro, y que tenía completamente olvidados. La
primera nota aparece tras «El otoño»: “El tú cernudiano es el yo. Autor distanciado
de sí mismo, como si estuviera hablando de otro que da a conocer al lector.
Éste, en los momentos de su máximo embebimiento por la obra, también es el tú.
Cernuda se distancia de sí mismo para llegar al yo de
cada uno de nosotros. Ese es el signo de la calidad, como Cervantes, por un él,
llega a cada uno de sus lectores”.
La segunda la encuentro después de «Mañanas de
verano»: “Recuerdo de los grandes descubrimientos vitales de la infancia.
Recuperación de unas emociones sublimes por lo que tienen de permanentes en el
hombre; el encuentro puro con la vida pura. (Cada fragmento es todo un universo
de la infancia recompuesto con la precisión verbal de un prodigioso poeta de la
intimidad)”.
Como joven aprendiz de poeta, e independientemente de
la moda social de entonces, la lectura de Cernuda —uno de los poetas de su
grupo menos leídos, o conocidos, por el gran público lector, si es que puede
hablarse de esa figura— era obligada por la calidad de su obra. Había también
una segunda razón: vivía en la ciudad del grupo «Cántico», que ya en 1948 había
publicado tres poemas de Cernuda en la revista de su mismo nombre, y que unos
años después, en el otoño de 1955, le había dedicado un número completo de la
misma. Qué menos que acercarse al poeta reivindicado por los poetas de nuestra
ciudad.
Desde entonces viene el trato con el poeta sevillano,
que nunca deja de sorprendernos con un verso, una estrofa, un poema que
habíamos leído a la ligera, o que simplemente nos conmueve y emociona cada vez
que lo leemos, como «Niño muerto» o «Atardecer en la catedral».
Solitario a su pesar; viviendo siempre —salvo unos meses en que montó
“casa” en la calle Viriato de Madrid— en cuartos de pensiones, de residencias
universitarias, de casas de conocidos o de amigos; ninguneado en sus comienzos
por Guillén y Salinas, a quien iba dedicado Perfil del Aire, y
por buena parte de la crítica oficial de su tiempo; atildado en su figura y en
su lenguaje, exquisito en sus maneras, apasionado cuando el amor lo encontraba,
de trato difícil con unos y afable con los menos, retraído, desencantado, Luis
Cernuda encarna en su obra literaria y en su biografía la imagen romántica del
poeta, un ser entregado a su destino —búsqueda del amor, de la belleza—, un
solitario que asume su destino errante, como afirma en «Peregrino» (Desolación
de la Quimera):
¿Volver? Vuelva el que tenga,
Tras largos años, tras un largo viaje,
Cansancio del camino y la codicia
De su tierra, su casa, sus amigos,
Del amor que al regreso fiel le espere.
Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,
Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo,
Sin hijo que te busque, como a Ulises,
Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.
Sigue, sigue adelante y no regreses,
Fiel hasta el fin del camino y tu vida,
No eches de menos un destino más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes no hollada,
Tus ojos frente a lo antes nunca visto.
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