lunes, 5 de septiembre de 2022

Modernismos (4): la nueva literatura

 Con menor dramatismo, pero ciertamente dolorosa, Machado había pasado por una experiencia parecida durante su segundo viaje a la capital francesa nueve años antes ‒de abril a agosto de 1902‒, cuando llegó a ella su hermano más pequeño, Joaquín, que volvía de Guatemala avejentado, enfermo y pobre, sin encarnar el sueño del indiano, como se aprecia en el poema «El viajero», incluido en Soledades.

En este segundo viaje, acompañó a los hermanos Machado su amigo el actor Ricardo Calvo. Se alojaron en el hotel de la Academia, que ya conocían de su primera vez en la ciudad luz, en la calle Perronet, esquina con Saints-Pères. El escritor Enrique Gómez Carrillo había conseguido un trabajo administrativo para Antonio Machado en la cancillería guatemalteca, que duró menos de lo esperado debido a que rescindió el contrato con el poeta, al parecer, por su desaliño en el vestir, extremo cuya exactitud no se ha comprobado, pero que corre en los mentideros literarios. Quizá lleve agua el río, lo que justificaría estas palabras de Antonio Machado a propósito de los defensores y los detractores de Unamuno, con motivo, posiblemente, de su destierro voluntario en París: «envidioso de que Unamuno suene en París, donde todavía el nombre del guatemalteco no es conocido exactamente ‒le llaman Gómez Garillo‒ después de cuarenta años de residencia». Prueba de que la relación entre Antonio Machado y el guatemalteco no acabó en términos amistosos la encontramos también en esta nota de Los complementarios, fechada el 30 de julio de 1924, en los días en que el escritor bilbaíno arribó a París procedente de Fuerteventura: «Gómez Carrillo, después de haber pretendido desprestigiar a Unamuno para halagar a Luca de Tena, tiene el tupé de ir a esperarlo, en compañía de otros chiriguos, a la Gare de Saint-Lazare.

¡Pobre don Miguel! Además de tener que soportar la hinchada petulancia francesa, todos los guachindangos del Quartier caerán sobre él»1.

Una alusión de Antonio Machado a este viaje la encontramos en el prólogo a una reedición de sus obras completas escrito en 1931: «De Madrid a París (1902). En ese año conocí en París a Rubén Darío». El poeta nicaragüense vivía en París desde 1900, cuando fue enviado por el diario bonaerense La Nación para cubrir la gran exposición universal. La relación, amistosa y de mutua admiración, que se afianzó, como sabemos, durante 1911, se mantuvo hasta la muerte de Rubén Darío en 1916.

En los primeros años del siglo XX estaba en pleno fragor la batalla por el modernismo. Rubén Darío había dado a conocer Azul… (1888) a los jóvenes poetas españoles, y publicado en París una segunda edición de Prosas profanas (1901); Juan Ramón Jiménez había acudido desde Moguer a la llamada del propio Rubén Darío y de Francisco Villaespesa para luchar en Madrid por la nueva poesía; Manuel y Antonio Machado participaban de ese entusiasmo por el simbolismo, por la musicalidad y la sinestesia, por los versos de Verlaine; moderna también era la nueva hornada de novelistas, ensayistas y filósofos, como Unamuno, Valle-Inclán, Baroja, Azorín o Maeztu; y su modernidad aportaron incluso algunos mayores como Galdós y Benavente. Son aquellos tiempos de moderno fervor ético y estético que evoca José Machado2:

«Recuerdo aquellos tiempos del modernismo en que por la vieja sala familiar desfilaban día y noche para visitar a Antonio y Manuel, un sinnúmero de personas más o menos bohemias, algunas importantes y de raro talento… entre ellos venían algunas veces los verdaderos valores del Modernismo, tales como Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Valle Inclán, Maeztu, capitaneados por Francisco Villaespesa… con los que venía casi a diario a casa… acaloradas disputas, discusiones interminables y polémicas… Eran los tiempos en que se fundó Electra, que dirigía Ramiro de Maeztu; la Revista Ibérica, de Villaespesa, una de las que llegó a ver la luz, de las infinitas que bullían en la cabeza de este activismo muñidor literario. Los tiempos también en que se preparaba —digámoslo así— el asalto al poder... literario, echando por tierra a los pobres vejetes».

Llevado por el entusiasmo ambiental, por el legítimo afán juvenil de enterrar la literatura de los puretas como Echegaray, Manuel y Antonio Machado se entregaron a la causa modernista, más el primero que el segundo. Sobre esta batalla por la poesía nueva, recuerda Machado en el prólogo de 1917 a Soledades: «Las composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años, Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría».

Antonio Machado publicó sus primeros poemas en la revista Electra, que aglutinaba a los jóvenes escritores del momento, noventayochistas y modernistas. Antes de marchar hacia París, en el número 3 de la revista (30 marzo de 1901), en la sección titulada «Los poetas de hoy» aparecen tres poemas ‒«Desde la boca de un dragón», «Siempre que sale el alma» y «Salmodias de abril» (“¡Amarga primavera!”), que luego se tituló «Nevermore»‒; y en el número 9 (11 de mayo de 1901) el poema «El sueño bajo el sol que aturde y ciega». De estos cuatro poemas, salva solamente este último y lo incluye en Soledades. Machado, que tiene entonces 26 años, es un poeta primerizo, que inicialmente está en la línea marcada por el maestro Rubén Darío, un poeta sin voz propia, o con voz prestada, al que le falta autenticidad y que no está seguro de que el modernista sea el camino de su poesía, de ahí la criba mencionada, que se justifica años más tarde, en el prólogo de 1917 a Soledades, galerías y otros poemas: «Pensaba yo ‒reconoce Machado‒ que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que se dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta al contacto del mundo».

Al año siguiente, a la vuelta de su segundo viaje a París, Antonio Machado publica seis poemas nuevos en la Revista Ibérica, dirigida por Villaespesa, cinco en el número 3 (20 agosto de 1902) ‒«Quizás la tarde lenta todavía»,«Daba el reloj las doce», «Oh, figuras del atrio», «Algunos lienzos del recuerdo», «Tenue rumor de túnicas»‒ y uno en el número 4 (15 de septiembre de 1902): «Salmodias de abril» (“La vida hoy tiene ritmo”). Excepto el primero, los cinco restantes están incluidos en Soledades, galerías y otros poemas, indicio, sin duda, de que el poeta se siente más seguro en su propio caminar lírico, que coincide en tramos iniciales ‒el simbolismo, ciertos adjetivos, la métrica‒ con los modernistas, pero pronto toma su propio rumbo. Así lo explica en una glosa de Los complementarios3 que apunta a su concepto de la poesía como palabra en el tiempo:

«El adjetivo y el nombre,

remansos de agua limpia,
son accidentes del verbo,
en la gramática lírica,
del hoy que será mañana,
y el ayer que es Todavía.

»Tal era mi estética en 1902. Nada tiene que ver con la poética de Verlaine. Se trataba sencillamente de poner la lírica dentro del tiempo y, en lo posible, fuera de lo espacial».

No sabemos en qué momento Machado es despedido de su trabajo en el consulado guatemalteco, ni cuándo aparece en París su hermano más pequeño, Joaquín, que con quince años había marchado a Guatemala, donde estaban establecidos ya algunos familiares sevillanos, y que vuelve al cabo de nueve años enfermo y con los bolsillos vacíos. Antonio Machado se ve obligado a adelantar su regreso y vuelve con Joaquín a España el 1 de agosto.

En esos momentos, Antonio Machado estaba rompiendo ligaduras estéticas con sus colegas modernistas madrileños y soslayando en sus versos la presencia de los maestros franceses; también estaba rompiendo afectivamente con París, al menos con el París bohemio que vivía intensamente su hermano Manuel. La ciudad se le estaba haciendo antipática, no cuadraba con su carácter serio y reflexivo, tampoco tenía amistades francesas, y nunca escribió nada sobre París, sus calles y bulevares, sus cafés, sus edificios y sus museos, sus gentes. Poco a poco el entusiasmo por lo parisién y por lo francés fue menguando. Si en su primer viaje, del que hablaremos más tarde, era evidente el entusiasmo del poeta por la vida y la cultura francesa ‒en su ética y en su estética, en su filosofía, incluso en sus afectos‒ tras el segundo y el tercer viaje fue haciéndose más patente el distanciamiento estético de Verlaine y Mallarmé, el paulatino desinterés por el la filosofía de Bergson, el desapego afectivo por una ciudad asociada al fracaso americano de su hermano Joaquín, y finalmente a la muerte de su esposa. En ese aspecto afectivo, París tenía mal fario. Solo en el terreno ideológico permaneció firme el afrancesamiento de nuestro poeta, como afirma en su famoso «Retrato» ‒hay en mis venas gotas de sangre jacobina‒, defendiendo siempre el espíritu de 1789 y comprometiéndose hasta sus últimos días con la II República Española. El hispanista francés Joseph Pérez recoge estas palabras de Machado relativas a los fuertes vínculos familiares con la Francia republicana y jacobina: «Esta Francia es mi familia. Y aún de mi casa, es la de mi padre, mi abuelo, de mi bisabuelo, que todos pasaron la frontera y amaron la Francia de la libertad y el laicismo4.

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1 Antonio Machado, Los complementarios. Editorial Taurus, Madrid, 1972, p. 170.

2 José Machado, «Antonio y Manuel Machado vistos por su hermano José». Edición digital a partir de Mundo Hispánico, núm. 323 (febrero 1975), pp. 42-47.

3 Los complementarios, p. 35.

4  Joseph Pérez, «Machado y España». Conferencia en la EOI, Soria, 2 abril 1993.

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