viernes, 15 de julio de 2022

Modernismos (1)

 

Rue de l'Université

Jueves, 14 de julio, 2018

Tomamos el autobús temprano y nos bajamos en la explanada del Louvre. Cruzamos por el puente del Carrusel y antes de las ocho nos sentamos en la terraza del café Kult. Tomamos un delicioso café, atendidos por un joven camarero italiano que nos cree ingleses.

Estamos en el número 9 de la calle de la Universidad. A esta dirección llegaron los Joyce ‒el escritor, Nora Barnacle, y los dos hijos adolescentes, Giorgio y Lucía‒ otro jueves, 8 de julio de 1920. Venían de Trieste, a donde se habían trasladado después de pasar los años de la Primera Guerra Mundial en Zúrich. Iban camino de Inglaterra. O de Irlanda, ese extremo no estaba decidido aún. Dejaban el continente esperando salir de las estrecheces y la pobreza. En Trieste, los Joyce habían compartido piso con la hermana del escritor, Eileen, con su marido y sus dos hijos, y con su hermano pequeño, Stanislaus, nueve personas en total. Los derechos de autor de Dublineses eran muy escasos, y los pagos por la publicación en revista de los episodios de Ulises solo aliviaban puntualmente. Ni siquiera la aportación de Harriet Shaw Weaver, editora de la revista The Egoist, donde fueron apareciendo por entregas Retrato del artista adolescente y Ulises, sirvió para que la familia saliera de apuros. Joyce era pródigo de más con el dinero, bastante manirroto. La generosidad de Harriet S. Weaver –explica su biógrafo Ellmann1‒ «no hizo de Joyce un hombre rico; ninguna suma de dinero podría haberlo hecho; pero logró que fuera pobre solo debido a su decidida extravagancia». Prueba de esta inopia monetaria de la familia Joyce la encontramos en la carta que el novelista escribe a su amigo, protector y mecenas Ezra Pound, unas semanas antes de marchar a París, explicándole las razones de abandonar Triste: «La segunda razón es la ropa. No tengo ni puedo comprarme. El resto de mi familia tienen aún la ropa decente que compramos en Suiza. Yo llevo puestas las botas de mi hijo (que calza dos números más que yo), y su traje viejo, que es demasiado estrecho de hombros, mientras que las demás prendas pertenecen o pertenecieron a mi cuñado o a mi hermano»2. No debía ser muy galana la imagen de la familia Joyce cuando apareció por esta esquina aquel jueves 8 de julio de 1920.

El homenaje continúa en el número 8 de la calle Dupuytren, donde Sylvia Beach abrió la famosa librería Shakespeare and Company en noviembre de 1919. Se ha conservado una fotografía con Joyce y ella a la puerta de la librería, en la que aparece también un niño en la ventana de la primera planta mirando al fotógrafo anónimo que tomó la instantánea. Sylvia Beach, estadounidense de Baltimore, vivía en París desde 1916. Conoció a Joyce a los tres días de que este llegara con su familia en julio de 1920, en casa del poeta André Spire. En febrero de 1922, esta librera se convirtió en la primera editora de Ulises. El homenaje a Joyce lo es también a esta mujer independiente y decidida, que creyó desde el principio en la valía del irlandés. De Dupuytren a la calle del Odeón, al número 12, donde se trasladó la Shakespeare and Company en mayo de 1921, que permaneció abierta hasta la muerte de Sylvia Beach en 1962. En la placa conmemorativa se lee: «En 1922 / en esta casa / la señorita Sylvia Beach publicó / Ulises / de James Joyce».




Nos acercamos luego al 56 de la calle Monsieur Le Prince, al hotel Médicis. ¡Oh, el modernismo español! El París que se encontró Antonio Machado en su primer viaje. Esa breve evocación de la ciudad que tantas veces ha leído uno y explicado en sus clases, pues en ella se condensa el arte, la poesía, la historia social y la crítica modernas: «De Madrid a París a los veinticuatro años (1899). París era todavía la ciudad del affaire Dreyfus en política, del simbolismo en poesía, del impresionismo en pintura, del escepticismo elegante en crítica. Conocí personalmente a Oscar Wilde y a Jean Moréas. La gran figura literaria, el gran consagrado era Anatole France».

¡Quién puede olvidar su primera vez en París! Ah, ese París de los bulevares y de los cafés. De la bohemia hambrienta y luminosa.

Los modernistas, hecha excepción de Bécquer, los romances y otras canciones medievales, fueron los primeros poemas «modernos» que un adolescente de los sesenta aficionado a la lectura podía entender, como la «Sonatina», los cuentos en prosa de Azul, o los primeros versos de la «Marcha triunfal». Cuando leí a Antonio Machado ‒¡Ah, aquel volumen número 16 de la colección RTV!‒, y luego la antología de su hermano Manuel en la colección Austral, el mismo efecto de moderna cercanía en el lenguaje. A uno por andalucista, bohemio, culto y desengañado, al otro por existencial y comprometido, enseguida los hice míos y me interesé por sus vidas y por sus versos. Cierto que leí a Antonio antes que a Manuel, era la moda también, pero pronto los tuve juntos, al lado de un volumen del padre ‒la colección de cantes flamencos recogida por Demófilo‒, en los estantes de mi biblioteca y en mis preferencias de primeros de siglo.


1Richard Ellmann, James Joyce. Editorial Anagrama, Barcelona, 1982, p. 534.

2Idem, 530.

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