No me considero un mitómano: no creo que me pase de la raya y mitifique a personas a las que admiro por su trabajo; tampoco un fetichista, aunque reconozco que me encantaría tener una de las estilográficas de Ramón Gómez de la Serna, la tabla sobre la que escribía Virginia Woolf o el pisapapeles de Karlsbad del que habla Franz Kafka en sus diarios, pero le sale a uno la vena cívica y concede que tales objetos estarían mejor en un museo, a la vista y disfrute de cualquiera interesado en la cotidianeidad de los artistas.
Estarían mejor en un museo, o fundación, si es que los herederos del artista ‒los sobrinos son la peor plaga al respecto, según Andrés Trapiello‒ y las distintas administraciones, desde el ministerio a los ayuntamientos, caen en la cuenta de que se trata de un bien común, de un legado de inapreciable valor, se ponen a trabajar seriamente y llegan a un acuerdo económico.
El pasado 14 de julio aparecía en El País otro artículo sobre el abandono en que sigue la casa número 3 de la calle Vicente Aleixandre, en el distrito madrileño de Chamberí, por parte de los herederos y las distintas administraciones públicas. Por si no lo saben, en esa casa vivió desde 1927 el poeta Vicente Aleixandre. En uno de los dormitorios ‒por su mala salud de hierro, el poeta solía trabajar en la cama‒ escribió buena parte de una obra personalísima que le valió el premio Nobel en 1977. Las paredes de esa casa, vacía ahora, abandonada a la soledad, al silencio y a las goteras, todavía guardan, aunque supongo que cada día más débil, el recuerdo de las voces sureñas de García Lorca y de Cernuda, el acento viril de Miguel Hernández, la ebriedad castellana de Claudio Rodríguez, el recio timbre de José Hierro, el deje gaditano de José Manuel Caballero Bonald o el vasco de Blas de Otero, la exquisitez de Luis Antonio de Villena y de Antonio Colinas. Si por prodigio cervantino sus paredes hablaran, tendríamos la más completa historia de la poesía española contemporánea, desde la Generación del 27 hasta los Novísimos y Postnovísimos. No se trata solamente de la casa donde ha vivido un poeta, sino de la casa a donde acudían los poetas, la Casa de la Poesía, como reivindica desde hace años la Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre (AAVA).
Cuando murió Vicente Aleixandre (1984), y dos años más tarde su hermana, comenzó el problema: cinco herederos, que se repartieron el mobiliario y los objetos, a quienes correspondía la propiedad de la casa en estos términos: a Amaya Aleixandre, hija de una prima hermana del poeta, le correspondió el 60 por ciento de la propiedad; el otro cuarenta por ciento se repartía entre cuatro nietos de una prima hermana por parte de madre. La casa y parcela, con unos 750 metros cuadrados en total, aparece en una inmobiliaria con un valor de 4.700.000 €. Con la esperanza de que alguna de las administraciones públicas se haga cargo de ella y la habilite como merece, la AAVA ha solicitado en los medios a su alcance que no puje ningún particular, ninguno de esos fondos buitre, para que la casa no desaparezca o acabe convertida en una tasca, como teme el escritor Fernando Aramburu.
En lo tocante a la biblioteca y archivo personal del poeta, la cosa está clara: los depositarios legales del archivo del poeta son los descendientes de Carlos Bousoño, amigo y exégeta de Aleixandre, que después de un pleito a su favor están a la espera de depositar el legado del premio Nobel en el lugar conveniente. A ser posible, en la Casa de la Poesía, en Velintonia, 3, con el nombre españolizado que le dio el poeta a la primitiva calle Wellingtonia.
El legado de un poeta está en sus versos, quién lo dudará, y la mejor manera de conservar ese legado es volver de vez en cuando a ellos, releer algún poema de Sombra del paraíso, ojear los retratos de sus colegas en Los encuentros, sus maduros Diálogos del conocimiento o cualquiera de sus otros libros. No creo que la conversión de Velintonia, 3 en un espacio poético público, convenientemente dotado de contenido, aumente espectacularmente el número de lectores de Vicente Aleixandre, o de poesía en general, pero sí sería el principio de un lento goteo lírico, de acercamientos a la obra del poeta a raíz de visitar su casa y haberlo imaginado en su hábitat cotidiano, en la rutina de su trabajo, de sus hábitos y de sus ropas, inclinado sobre una cuartilla, leyendo en su sillón preferido, mirando el anochecer desde la ventana de su habitación, o soñando el paraíso.
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