Al final de una calle en cuesta empedrada de cantos blancos, la antigua
casa-cuartel en que vivió de los cuatro a los ocho años, junto a los lavaderos
y la fuente de dos caños donde abrevaban las bestias y las mujeres llenaban los
cántaros. De allí arrancaba el camino que dejaba a la izquierda La Serrezuela,
con su moridero de animales y con las ruinas de su atalaya árabe, y culebreaba
entre olivos camino de Priego.
El hombre no ha entrado en la casa, pero su memoria abre la doble puerta
cristalera con visillos del pabellón donde vivían y llega al comedor: ve el
aparador de espejo, los manteles bordados y las servilletas con su perfume a
camuesa, los cubiertos de plata oxidada, las copas de cristal tallado, los
platos, las fuentes y la sopera ilustradas con flores, con animales y con casas
en un bosque, la vajilla de las grandes ocasiones: el día en que don Manuel, el
cura amigo de la familia, bendijo la imagen del Corazón de Jesús; el día en que
su hermana Ángela hizo la primera comunión; la primera vez que vino desde
Córdoba el abuelo Anselmo. Ve la mesa de patas torneadas con la hendidura,
cubierta con cera coloreada, que alguien le hizo en una esquina al partir una
almendra. Ve la cocina de carbón, el barreño de zinc en el que se bañaba los
sábados de invierno por la noche, una canasta de cerezas, cubiertas por una
capa de hojas, recién cogidas en las huertas de Zagrilla, peritas de San Juan,
higos, albaricoques, con cuyos huesos y con paciencia hacían güitos que unas
veces sonaban y otras no. Sobre la mesa —tentadora como un juguete nuevo,
preciosa en negro y plata, la tecla roja del tabulador, los tres pequeños
círculos rojo, azul y negro, que indicaban el color seleccionado, las varillas
de las letras abiertas en abanico, la campanilla, el rodillo—, la máquina de
escribir de su padre con informes de servicio, estadillos y oficios a un lado,
y al otro una caja con papel carbón. Abre también la puerta de la pequeña
alacena de los juguetes: una moto de hojalata, indios y vaqueros de plástico,
una coraza de romano, un casco y una espada rota por la empuñadura, un
caballito de caña con la cabeza de trapo rojo, un aro de hierro con su guía… Al
fondo, los dormitorios en penumbra con un ventanuco al huerto.
El hombre está de pie frente a la casa cuartel, donde la acacia de
blancos racimos a cuya sombra jugaba de niño.
Se vuelve luego hacia la sierra. Por la mañana, antes de salir, dijeron
al guardia de puertas que avisara para que estuvieran pendientes. Hacia el
mediodía salen a la puerta varias mujeres. Su madre también. Llaman a los hijos
y les dicen que miren a la sierra, que está gris a esa hora. Se ven algunas
manchas oscuras de vegetación, almendros y las bocas rojizas de las cuevas.
Alguien señala de pronto —¡Allí! ¡Allí! ¡Por la cueva grande! ¡Míralos!
¡Aquellos son! ¡Allí van! ¡Allí! ¡Míralos!— y los ven. Son dos hombres. Dos
guardias civiles que van cruzando el monte del Alcaide de oeste a este, a media
ladera. Llevan el uniforme claro del verano, el tricornio forrado de tela y un
cubrenuca cogido con botones. El fusil al hombro. En perfil uno detrás de otro.
Hasta que se paran y saludan con el brazo. Algazara en la puerta del cuartel:
los niños agitan los brazos, saltan, gritan efusivos, excitados, una mujer saluda
con un trapo de cocina, otras agitan los delantales por encima de sus cabezas. Los
hombres también sacan sus pañuelos y saludan. El que va delante es su padre. Al
niño, admirado por la visión, le borbotea la alegría en el pecho y en sus ojos
asombrados. Se siente el niño más feliz con aquel padre: alto, fuerte,
invencible. Cariñoso. Allí está, lejano pero grande en la imaginación del niño,
saludándolo desde la sierra. El padre más valiente del mundo.
¿Cuándo, maldita sea, se
rompió el cristal? ¿Cuándo empezó a tenerle miedo?
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