Emparentadas léxicamente, las palabras «medianía» y «mediocridad» han seguido vías semánticas divergentes.
En nuestra tradición filosófica y literaria, la medianía lleva adherido el adjetivo «dorada», para aludir a un tópico lírico perfilado en el siglo I a. C. por el poeta Horacio, recreado en el Renacimiento por fray Luis de León y reinterpretado años más tarde por nuestro Luis de Góngora en aquella famosa letrilla que repetía Ándeme yo caliente y ríase la gente.
A la dorada medianía se llega por voluntad propia, es una meta perseguida y alcanzada, la conquista de un estado feliz, la ubicación en un ideal ético: vivir discretamente, en contacto con la Naturaleza, cubiertas las necesidades esenciales, sin ostentación ni lujos. Un logro. Así asume el mediano su medianía.
El mediocre, en cambio, ha de asumir su fracaso, su incapacidad para destacar por méritos propios, su exclusión de la excelencia y la notoriedad, tras un esfuerzo de años o de toda una vida.
Dorada medianía frente a grisácea mediocridad. La luz de lo mediano desaparece en la sombra incolora de lo mediocre. La primera es un goce, la segunda un sufrir. Satisfacción y sabiduría una, frustración y sinsabor la otra.
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