Mi madre nos contaba que el abuelo Anselmo y su hermano Pepe dejaron de verse y hablarse años atrás, y que murieron sin reconciliarse. Ella ignoraba el motivo, aunque aventuraba que el distanciamiento vino poco después de la muerte de su madre.
Ángela Caballero Guadix, mi abuela materna, murió joven y dejó tres adolescentes al cargo de mi abuelo, destinado entonces en Aguilar de la Frontera: Rafael, de 15 años, Anselmo, de 13 y Juana, mi madre, de 11. Tras el entierro hubo cónclave familiar: los dos más pequeños pasarían unos meses en casa de sus tíos. Anselmito fue con el tío Pepe, destinado entonces en Paredes de Nava, provincia de Palencia, donde vivía con la tía Trini y dos hijos. A Juanita, mi madre, la llevaron a Salamanca, a casa del tío Federico, comisario de policía.
Tiempos difíciles. Años tristes de inmediata posguerra. Un país convaleciente. Implacables unos. Humillados, perseguidos, fusilados otros. Exaltación y exultación a un lado. Silencio y resignación a otro. Los hombres de mi familia, los Pérez y los Zarcos, militan en el bando vencedor. Mi abuelo paterno, José, mi abuelo materno, Anselmo, mis tíos abuelos Pío y José, son guardias civiles. Los cuatro han combatido en la guerra. Los cuatro participan en la persecución de huidos, en partidas contra bandoleros, como también llaman a los maquis. Dos de ellos recibieron heridas, felicitaciones oficiales y medallas pensionadas por su arrojo y sacrificio en la lucha contra los marxistas.
Anselmo Zarco nunca olvidó aquellos años. Ni sus tres hijos. Casado con Ángela en la primavera de 1924, los primeros años del matrimonio transcurrieron felices en Palma del Río, donde nacieron los hijos. Luego vino la guerra: Puente Genil, Palma del Río, Palenciana, Vilanova de la Sal, Tremps, Cervera, en la provincia de Lérida, y finalmente Alicante, desde donde regresó a finales de abril del 39, siendo destinado inmediatamente a Palma del Río. En noviembre de ese año murió su padre. El 14 de abril del 41, en Fernán Núñez, y nuevo destino en junio: Aguilar de la Frontera. Mi madre nunca olvidó aquellos días. Igual que sus hermanos. La tarde del 20 de noviembre de 1941 en que Ángela Caballero Guadix murió con 37 años.
Los meses de mi madre en Salamanca fueron los más tristes de su vida. Fue el dolor y el desconcierto por la muerte de su madre, el desgarrón de abandonar de un día para otro la casa en que había nacido, de dejar atrás a su padre y a sus hermanos. Pero fue también el desapego, la crueldad con que fue tratada por la esposa del tío Federico, Petra de la Hoz, viva encarnación de la madrastra de Cenicienta, que dejaba a mi madre sola en la casa, con lágrimas silenciosas tras los cristales de la ventana, mientras ella y sus dos hijos iban de paseo, al cine, o a merendar en una pastelería. Fueron también las fiebres de Malta contraídas por mi madre, que obligaron a mi abuelo a viajar a Salamanca para volver con ella a Palma del Río. Mi madre nunca le contó a su padre lo que había sufrido con aquella mujer altanera y cruel.
Anselmito tampoco duró mucho en casa del tío Pepe. Por una carta, supo mi abuelo que el muchacho estaba cuidando una piara de cerdos y que apenas tenía ropa que ponerse, sobre todo de abrigo, así que le envió dinero para el billete de vuelta en tren. Se presentó en Palma del Río con un aspecto realmente lamentable. Esa pudo ser, según mi madre, la causa de la desavenencia entre mi abuelo y el tío Pepe. Creo que mi hermana y yo nunca los vimos juntos en vida. Sí recuerdo que al instante de morir mi abuelo, mi madre me mandó a casa del tío Pepe para avisarle. Supongo que acudió a casa o que fue al entierro.
Siempre me intrigó ese distanciamiento entre los hermanos, ese ignorarse viviendo en la misma ciudad, ese orgullo, ese no olvidar el agravio, fuese cual fuese. Nosotros dábamos por buena la explicación de mi madre, hasta hace unos meses...
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