Somos griegos, pero hablamos lengua de bárbaros en la que desde niños aprendemos a conocer el mundo según ellos, los antiguos griegos, lo miraron y nos explicaron en su remoto alfabeto.
Fue en la escuela donde muy pronto supimos de aquellos navegantes que llegaron a nuestras costas mediterráneas y dejaron sus primeras palabras —Rosas, Ampurias, Adra— en nuestro idioma. Dos pi erre. La longitud de la circunferencia. El maravilloso, por escurridizo, número pi, que nadie ha conseguido completar hasta ahora. La geometría elemental, euclídea, del mundo: superficies, puntos, líneas rectas, curvas, quebradas, polígonos y cuerpos geométricos suficientes para dibujar en las pizarras y cuadernos escolares una casa con ventanas y chimenea, un sol radiante, un barco velero y la línea del horizonte marino, o un árbol, un ciprés y su sombra, con el que se nos explicaba el teorema —otra vieja palabra helénica— de Pitágoras. Unos días antes, en la lección sobre pesos y medidas, ya habíamos aprendido que deca era diez, hecto cien, kilo mil y miria diez mil. En aquellos días de iniciación en el saber oímos por primera vez la historia del Eureka de Arquímedes en la bañera, y nos explicaron la diferencia entre artrópodos y cefalópodos, arácnidos y anfibios, la distinción entre biosfera, litosfera y estratosfera, la fotosíntesis de las plantas y el fenómeno de la ósmosis, el porqué del nombre helio para el gas, o de los hematíes de la sangre, las hipótesis sobre el átomo, o los conceptos de biología, zoología, morfología, de síntesis y de sintaxis.
Historia, aritmética y geometría, lingüística, geografía, música, retórica y oratoria, rudimentos de la física y la química, literatura, filosofía, astronomía, mitología. Cualquier estudiante de mi generación que con 17 o 18 años hubiera culminado el bachiller superior y el curso preuniversitario, salía del instituto con un considerable bagaje griego, con un amplio y sustancioso estrato helénico que, con mayor o menor intensidad, condicionaría su visión del mundo y de sí mismo, su concepción de la naturaleza, sus valores éticos, su búsqueda de la verdad, su asombro ante la belleza, su ideal de justicia y de felicidad.
Desde niños, lo griego antiguo formaba parte sustancial de nuestro saber, pero también aparecía en la realidad cotidiana cuando se celebraban las olimpiadas y los atletas competían en saltos, carreras y lanzamientos de disco y jabalina, como cantaba Homero en la Odisea. Nos llegaban también ecos de la Grecia contemporánea, sabíamos de la inmensa fortuna del armador Aristóteles Onassis, propietario de la isla de Scorpios, de su romance con Jaqueline Kennedy y de la malhadada María Callas. Recuerdo a Anhony Quin bailando el sirtaki en una playa y el subyugante crescendo del buzuki en la película Zorba el griego, que vi en un cine de verano. Recuerdo el nombre, Giorgios Papadopoulos, del líder de los militares golpistas, que instauraron la negra dictadura de los coroneles. Recuerdo un reportaje periodístico sobre el Monte Athos. Recuerdo a mi madre hablando sobre el fuerte carácter de la reina Federica, madre de reyes —Constantino de Grecia, Sofía de España—, y de su dorado exilio inglés. Recuerdo a Abebe Bikila, doble campeón olímpico de la maratón. Recuerdo una canción, It’s Five O’clock, de Aphrodite’s Child, antes de que Demis Roussos triunfara en solitario. Recuerdo los ojos de Melina Mercouri y el hermoso rostro de Irene Papas, su voz en las Odas con música de Vangelis. Recuerdo las clases de griego con don José Villatoro en quinto de bachillerato. Recuerdo el gozo, la dicha, de la primera lectura completa de la Iliada y la Odisea. Recuerdo el destino trágico de Edipo. Recuerdo mi primer encuentro con la Victoria de Samotracia y con la Venus de Milo. Recuerdo aquel cuento de Cortázar, La isla a mediodía. Recuerdo la emoción, la verdad humana, de los versos de Cavafis. Recuerdo la música y el compromiso político de Mikis Theodorakis. Recuerdo fotografías de Leonard Cohen en Hidra con su novia noruega, Marianne Ihlen. Recuerdo las muchas veces que he abierto el atlas y recorrido la península y las islas griegas. Recuerdo un amor juvenil y los versos de Safo que ella copió en la basa de una estatuilla para despedirse: «Tal como la manzana rojea en la alta rama, en lo más alto de ella, olvidada por los corderos, mas no, no la olvidaban, no lograban cogerla».
Es un verdadero privilegio sentirse hijo, o nieto, heredero al fin, de aquellos griegos que supieron levantar los mejores cimientos para lograr una sociedad sana y feliz: una educación que promueve la curiosidad y el entusiasmo, el amor por el conocimiento y la libertad de pensamiento, sin sesgo ideológico manipulador; que disfruta de la armonía y la belleza de los cuerpos y de las ideas, de la naturaleza, y que camina en todo momento en busca de la verdad y la justicia, como nos recordaba, y reivindicaba, Emilio Lledó en Fidelidad a Grecia. Por ahí va la paideía, la auténtica educación: humanista, democrática, pública y universal.
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* La paideía (en griego παιδεία, "educación" o "formación", a su vez de παις, país, "niño") era, para los antiguos griegos, el proceso de crianza de los niños, entendida como la transmisión de valores (saber ser) y saberes técnicos (saber hacer) inherentes a la sociedad.
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