A Andrés Carpio y Pablo Pozo Novoa
No sé si en otras ciudades podían comprar los niños en los quioscos aquellos visores de plástico en forma de pirámide truncada de base rectangular, en los que se metía en la ranura de la parte más ancha un fotograma que aumentaba apenas de tamaño cuando lo mirabas por la abertura circular de la parte más estrecha y lo enfocabas a la luz. Un aparato óptico primitivo, una ingenua cámara oscura que sólo permitía ver imágenes fijas, pariente pobre de aquellos proyectores de juguete, fabricados en latón pintado de verde, con sus rollos de película y su manivela para hacer avanzar manualmente la película.
En Córdoba no los vendían en todos los quioscos. Yo los compraba en el que había junto a la iglesia del Campo de la Verdad. ¡Oh, aquellos quioscos de madera y cristal! ¡Aquellos posteriores de chapa pintada de gris! Pequeños reductos donde apenas veías el busto del hombre, paraísos de las chucherías –chicles bazooka, mistos, cangrejos de río, paloduz, cordoncillo plástico de colores para trenzar, pipas y salaíllos, anises, chupachups, monedas de chocolate en vueltas en papel de oro y papel de plata, garbanzos tostados, algarrobas, cucuruchos de trufas...–, diminutos alcázares de las delicias infantiles, admirables bazares donde comprar de todo: cigarrillos sueltos, tabaco de contrabando, piedras de mechero, cerillas, caramelos, silbatos, lupas de plástico, gafas de juguete...
Y visores de fotogramas. No recuerdo cómo los llamábamos –¿filminas?–, ni cuánto costaban. Si tenías el visor, podías comprarlos sueltos. Lo normal eran fotogramas de películas desconocidas, aunque de vez en cuando, sospechosamente, eran recortes de películas que habíamos visto en los cines del barrio (Cine Séneca en invierno; Campo de Deportes en verano). Con aquellos aparatos improvisábamos diálogos, inventábamos escenas y hasta simulábamos la música con tachanes y tarareos. Bastaba enfocar el visor a la luz y empezar a contar lo que veías y lo que imaginabas.
Aquellos trocitos de acetato, aunque mal simulacro de cine, nos consolaban especialmente en verano, cuando no teníamos una moneda de diez reales –¡Oh, tempora, contábamos en reales!– para una entrada de gradas en el Campo de Deportes. Eran una manera de seguir con las aventuras de Maciste, con los ataques sioux a las caravanas de colonos, con los desastres del Gordo y el Flaco, con el endiablado hablar de Cantinflas, con las lianas y los gritos de Tarzán, con el florete justiciero y la marca del Zorro, con la armadura y los mandobles del caballero Ivanhoe. Imitábamos los andares de Chaplin, la voz gutural del pato Donald, toda clase de impactos y efectos sonoros, nos batíamos en duelo con espadas imaginarias, lloriqueábamos mientras nos rascábamos la cabeza como Stan Laurel y andábamos a zancadas como Groucho Marx.
Ni electrodos, ni arco voltaico, ni lentes que proyectaran la imagen en pantalla. La sola y única chispa de aquellos visores de plástico era nuestra imaginación, nuestra capacidad para seguir disfrutando con el cine, con el juego, para instalarnos con una sola imagen en un mundo fantástico y aventurero donde nosotros éramos los héroes.
Cheyennes, sioux, seminolas, apaches, pies negros, mohicanos, cherokees, navajos, comanches… Una película de Burt Lancaster sobre el comercio de coco (la copra) en las islas de los Mares del Sur. Todas las películas de Tarzán-Weissmüller. La conquista del Oeste, los miles de chinos que trabajaron en la construcción del ferrocarril en Estados Unidos. La invasión de los bárbaros del Norte, la decadencia del Imperio Romano, las Cruzadas a Tierra Santa. Los desiertos con espejismos, las selvas, la sabana, las costas caribeñas, los fondos submarinos. Enterrar y desenterrar el hacha de guerra, el soplo de Manitú, la pipa de la paz (calumet) en la tienda (tipi) con los viejos de la tribu, los zapatos kiowas. Piratas y corsarios. El Sí, bwana en las películas de safaris a la caza del gran simba. Los cuatreros por los que se ofrece recompensa (reward). La amura de babor, el trinquete, la cangreja, barlovento. El SPQR en los estandartes de las legiones romanas y el Ave, Caesar, morituri te salutant en la arena de los circos. El Jao, gran jefe blanco de los nativos norteamericanos. El tener algo más trampas que una película de Fu Manchú… El cine era una segunda escuela, un espacio de aprendizaje, un libro vivo en el que aprendíamos palabras y expresiones en otras lenguas, y con el que nos iban embutiendo unas visiones maniqueas y falseadoras de la realidad, de la historia de Estados Unidos, de Europa y de las potencias coloniales en América, África y Asia, una interpretación espuria sobre los orígenes de las guerras civiles y las guerras de religión, sobre los grandes procesos migratorios, el esclavismo y las injusticias sociales, sobre el saqueo de los recursos naturales, la inmoralidad de los poderosos, la persecución y el genocidio, el recurso acostumbrado a la violencia.
Fotograma a fotograma Hollywood iba contando su historia, su versión adulterada e interesada, su obsesión capitalista y supremacista. Exactamente como Donald Trump en este día de exaltación patriótica de 2025.
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