Me recomendaba ayer ME con entusiasmo el libro que va leyendo estos días, Hasta que empieza a brillar (2025), de Andrés Neuman, una biografía novelada de María Moliner, autora del magistral Diccionario de uso del español. Por mi parte, le conté cómo en la edición que tengo de ese diccionario, la reimpresión de 1983, la entrada “falange” aparece tachada con una equis, porque la primera vez que la consulté me pareció necesitada de revisión y nueva redacción.
En efecto, además de referirse a la formación en filas compactas de los soldados de infantería en la antigua Grecia; a una agrupación de personas, armadas o no, que se reúnen con determinados fines, y a los huesos de manos y pies (falange, falangina, falangeta), María Moliner dedicó unas líneas a la retahíla Falange Española Tradicionalista y de las JONS, destacada en versalitas, incurriendo en lo que hoy nos parece uso injustificado de la palabra criptograma (texto escrito en clave), en lugar de sigla o acrónimo; aclara también entre paréntesis que la lectura de JONS es “Juventudes Obreras Nacional-Sindicalistas”, comprobándose aquí una lectura inusual, cuando la más comúnmente admitida es “Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista”, organización política fascista, creada por Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma, fusionada con Falange Española Tradicionalista en febrero de 1934. Suponemos que en esa lectura de “Juventudes Obreras” en lugar de “Juntas de Ofensiva” pudo influir el modismo “Frente de Juventudes”, más que usado y requeteusado para nombrar la sección juvenil de Falange en los años 40, encargada de reclutar y adoctrinar a margaritas, flechas y pelayos en los principios del Movimiento Nacional.
Pero no es la precisión léxica –criptograma por sigla, juventudes obreras por juntas de ofensiva, o la abreviación de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista en un simple “la Falange” o “Falange Española”– la que más nos interesa ahora, sino la ideológica. Durante cinco líneas, el diccionario de uso se convierte en diccionario enciclopédico y la autora sintetiza la historia del partido único: «Agrupación fundada por José Antonio Primo de Rivera con un ideario basado en el del fascismo italiano, la cual dio el tono político al levantamiento militar con que se inició la última guerra civil española y sigue siendo el soporte del actual régimen español».
Cuando taché la entrada con aquella equis a bolígrafo corrían como mínimo los años 1983, 1984. Para entonces, el PSOE se había impuesto en las elecciones autonómicas andaluzas de mayo y en las generales de octubre de 1982. Tras la Operación Galaxia y la intentona del 23 de febrero, seguía oyéndose ruido de sables en los cuarteles y menudeaban las provocaciones de la extrema derecha (organizaciones de excombatientes, falangistas, militares recalcitrantes). Debió de ser en un momento de euforia y esperanza democrática, con 26 o 27 años, ya profesor, con mucho camino por delante, con la arrogancia y el optimismo de la juventud: lo mismo que había comenzado para mí una nueva etapa vital –trabajo, independencia económica, amores, viajes, amistades–, el país se había adentrado en una nueva etapa histórica, en un proceso político que pasaba por defender la democracia, deshacerse del lastre franquista, ofrecer esperanza y perspectivas de bienestar y felicidad a los españoles. El país tenía nueva Constitución. Era el momento. Por eso tracé la equis. Ya estaba bien de franquismo, de camisas azules y de principios del Movimiento, de contubernios judeo-masónicos y de hordas marxistas vendidas al oro de Moscú. Que me perdone doña María, pero me salió del alma cruzar aquellas dos líneas.
Ahora que han pasado más de cuarenta años entiendo de otra manera aquel breve explayarse, aquel decir sintético, valiente y certero, que declaraba la naturaleza totalitaria y violenta del falangismo (la dialéctica de las pistolas) que sustentó ideológicamente el golpe militar del 18 de julio, que provocó la guerra civil –oh, el dramatismo de ese adjetivo, “la última guerra civil”, como si el destino de los españoles fuesen las banderías antagónicas, el enfrentarse a muerte, el cainismo, la lucha a garrotazos–, la muerte de miles y miles de compatriotas y la instauración de una dictadura represiva, encabezada por un caudillo cuya autoridad emanaba de Dios.
Mucho decía María Moliner en aquellas cinco líneas, pero bastante más sugería. La entrada sobre FET y de las JONS aparecida en la primera edición de su diccionario de uso, publicado entre 1966 y 1967, adelantaba limpiamente por la izquierda la tardía acepción de «falange» dictada por los señores académicos, que a fuer de objetividad y para no meterse en camisa de once varas, cayeron en la parquedad más evidente: «Movimiento político y social iniciado por José Antonio Primo de Rivera en 1933». Esto podía leerse en las tres ediciones del diccionario de la RAE (1970, 1984 y 1989), no ya en la de 1992, en la que desaparece toda referencia al partido político fascista.
Algo parecido ocurre con otra palabra clave en la historia de nuestro país. En el DRAE de 1914, y hasta la edición de 1927, el término «república», entre otras acepciones, se define como «Estado político que se gobierna sin monarca». No anduvieron finos los académicos de la lengua: ¿Estado político? ¿Es que hay estados que no son políticos? La definición de república parece hecha mirando más a la monarquía que a la república. Si no gobierna un monarca, ¿quién lo hará? ¿Un tirano? ¿Un déspota? ¿Un dictador? ¿Un sátrapa? ¿Un consejo de sabios? ¿Designados por quién?
Para dejar claros algunos aspectos, el DRAE de 1936, imbuido de modernidad y revolución política, establece que una república es una «Forma de gobierno representativo en que el poder reside en el pueblo, personificado éste por un jefe supremo llamado presidente». Ya hemos avanzado bastante –en lugar de un monarca cuyo poder es heredado de sus mayores con la aquiescencia del mismísimo Dios, y que gobierna vitaliciamente sobre vasallos o súbditos– encontramos ahora un pueblo soberano que con su voto elige a su presidente, la máxima autoridad temporal del Estado. Esta acepción del vocablo «república» se mantiene en los diccionarios académicos hasta 1992.
Acabada la guerra, María Moliner fue depurada junto a su marido por su compromiso con la República, por su colaboración en las Misiones Pedagógicas y por la puesta en marcha del Plan Nacional de Bibliotecas Rurales. En su definición de «república», coincide básicamente con los diccionarios académicos: «Forma de gobierno en que el poder supremo (la lexicógrafa parece estar pensando en una república presidencialista) es ejercido por un magistrado (no un togado o juez, sino un representante político), llamado presidente de la república, elegido por los ciudadanos». Insisto en la fecha, 1966, al dictador, caudillo por la gracia de Dios, le quedan años de mandato. María Moliner recurre al nominalismo, presidente de la república –muy lejos de caudillo y de generalísimo–, y en la naturaleza democrática de su autoridad. Franco no entraba en esa definición. De nuevo se sugiere mucho más de lo que se dice. A mediados de los sesenta, y a pesar de la supervivencia de un amplio estrato falangista y de extrema derecha en las instituciones del país, muchos españoles tienen todavía en mente el concepto y el recuerdo republicano. La palabra «república» estaba proscrita en el lenguaje del Régimen, pero sobrevivió en el diccionario...
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